Cassandra Clare - Ciudad de las almas perdidas

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Ciudad de las almas perdidas: краткое содержание, описание и аннотация

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Jace es ahora un sirviente del mal, vinculado a Sebastian por toda la eternidad. Sólo un pequeño grupo de Cazadores de Sombras cree posible su salvación. Para lograrla, deben desafiar al Cónclave, y deben actuar sin Clary. Porque Clary está jugando a un juego muy peligroso por su propia cuenta y riesgo. Si pierde, el precio que deberá pagar no consiste tan solo en entregar su vida, sino también el alma de Jace.
Clary está dispuesta a hacer lo que sea por Jace, pero ¿puede seguir confiando en él? ¿O lo ha perdido para siempre? ¿Es el precio a pagar demasiado alto, incluso para el amor?

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—Jace es mejor que tú.

—Nadie es mejor que yo. —Sonrió con superioridad, todo él dientes blancos y sangre—. «Un jardín escondido es mi hermana. Arroyo cerrado, fuente sellada.» Pero ya no, ¿verdad? Jace se encargó de eso. —Él trató de desabrochar el botón de los vaqueros, y ella aprovechó su distracción para agarrar un trozo de vidrio triangular de buen tamaño del suelo y clavarle la quebrada punta en el hombro.

El vidrio se le resbaló por los dedos y le hizo un corte. Él lanzó un alarido y se echó hacia atrás, pero más por la sorpresa que por el dolor; el uniforme lo protegía. Clary le volvió a clavar el vidrio, esta vez con más fuerza y en el muslo, y cuando él se echó hacia atrás, le golpeó con el otro codo en el cuello. Sebastian se fue de lado, ahogándose, y ella rodó sobre él mientras le arrancaba el vidrio ensangrentado de la pierna. Bajó el vidrio hacia la vena que le palpitaba a Sebastian en el cuello, y se detuvo.

Él reía. Estaba bajo ella, y reía; y su risa le hacía vibrar todo el cuerpo a Clary. La piel de Sebastian estaba salpicada de sangre; de la sangre de Clary, que le goteaba encima; de su propia sangre allí donde ella lo había golpeado, con el blanco cabello pegado con ella. Sebastian dejó caer los brazos a ambos lados, abiertos como alas, como un ángel roto, caído del cielo.

—Mátame, hermanita —la desafió—. Mátame y matarás también a Jace.

Ella bajó el trozo de vidrio.

20

Una puerta a la oscuridad

Clary gritó de pura frustración mientras el trozo de vidrio se hundía en el suelo de madera, a unos centímetros del cuello de Sebastian.

Lo notó reír debajo de ella.

—No puedes hacerlo —dijo él—. No puedes matarme.

—Vete a la mierda —gruñó ella—. No puedo matar a Jace.

—Es lo mismo —repuso él, y se sentó a tal velocidad que ella casi ni lo vio moverse; la golpeó en la cara con tal fuerza que la envió deslizándose por el suelo lleno de vidrios. Su viaje terminó cuando se topó contra la pared, tuvo arcadas y tosió sangre. Hundió la cabeza en el antebrazo; el sabor y el olor metálicos de su propia sangre estaban por todas partes, le provocaban náuseas. Un momento después, Sebastian la agarró por la chaqueta y la puso en pie.

Ella no se resistió. ¿Qué sentido tendría? ¿Por qué luchar contra alguien que estaba dispuesto a matarte y sabía que tú no estabas dispuesto a matarlo a él, o incluso a herirlo de gravedad? Se quedó quieta mientras él la examinaba.

—Podría ser peor —comentó él—. Parece que la chaqueta te ha protegido de daños mayores.

¿Daños mayores? Clary se sentía como si la hubieran cortado por todas partes con finos cuchillos. Lo miró con ojos entrecerrados y furiosa, mientras él la cogía en brazos. Era como había sido en París, cuando él la alejó de los demonios dahak, pero entonces ella había estado… si no agradecida, al menos confusa; pero en ese momento estaba ardiendo de odio. Ella mantuvo el cuerpo tenso mientras él la llevaba arriba. Clary estaba tratando de no pensar que era él quien la tocaba, que no era su brazo el que tenía bajo los muslos, sus manos posesivas en la espalda.

«Lo mataré —pensó—. Encontraré la manera, y lo mataré.»

Sebastian entró en la habitación de Jace y la dejó en el suelo sin contemplaciones. Ella se tambaleó dando un paso hacia atrás. Él la cogió y le arrancó la chaqueta. Debajo, ella sólo llevaba una camiseta. Estaba hecha jirones, como si se hubiera pasado un rallador por encima, y manchada de sangre por todas partes.

Sebastian soltó un silbido.

—Estás hecha un asco, hermanita —dijo—. Será mejor que te metas en el cuarto de baño y te limpies esa sangre.

—No —replicó ella—. Déjalos que me vean así. Déjalos que vean lo que has tenido que hacerme para que vaya contigo.

Él la agarró por la barbilla y la obligó a alzar el rostro. Sus caras quedaron sólo a unos centímetros. Ella quiso cerrar los ojos, pero se negó a darle esa satisfacción. Le devolvió la mirada, a los lazos de plata de sus ojos negros; la sangre en el labio, donde ella le había mordido.

—Me perteneces —repitió él—. Y te tendré a mi lado, tenga lo que tenga que hacer para que estés allí.

—¿Por qué? —preguntó ella, notando la rabia tan amarga en la lengua como el sabor de la sangre—. ¿Y qué te importa? Sé que no puedes matar a Jace, pero podrías matarme a mí. ¿Por qué no lo haces?

Por un instante, los ojos de Sebastian se volvieron distantes, vidriosos, como si estuviera viendo algo que a ella le resultaba invisible.

—Este mundo será consumido por el fuego —contestó—. Pero, si haces lo que te digo, yo os llevaré a Jace y a ti entre las llamas sin que os ocurra nada malo. Es una gracia que no le concedo a nadie más. ¿No ves lo tonta que eres al rechazarla?

—Jonathan —repuso Clary—. ¿No ves lo estúpido que resulta pedirme que luche a tu lado cuando lo que quieres es reducir el mundo a cenizas?

Él enfocó de nuevo los ojos y la miró.

—Pero ¿por qué? —Era casi un ruego—. ¿Qué le ves de valioso a este mundo? Sabes que hay otros. —Su sangre destacaba muy roja contra su pálida piel—. Dime que me amas. Dime que me amas y que lucharás conmigo.

—No te amaré nunca. Te equivocas cuando dices que tenemos la misma sangre. Tu sangre es veneno. Veneno de demonio. —Escupió las últimas palabras.

Él se limitó a sonreír, con los ojos reluciéndole sombríos. Ella notó que algo le quemaba en el brazo, y pegó un bote antes de darse cuenta de que era una estela; Sebastian le estaba trazando un iratze en la piel. Le odió incluso cuando el dolor desapareció. El brazalete le resonó sobre la muñeca cuando movió la mano ágilmente, acabando la runa.

—Sabía que mentías —le dijo ella de repente.

—Digo muchas mentiras, cariño —repuso él—. ¿Cuál en concreto?

—Tu brazalete —contestó ella—. « Acheronta movebo .» No significa «Así siempre a los tiranos»: eso es « Sic semper tyrannis ». Esto es de Virgilio. « Flectere si nequeo superos, Acheronta movebo .» «Si no puedo convencer al Cielo, moveré a los Infiernos.»

—Tu latín es mejor de lo que pensaba.

—Aprendo rápido.

—No lo suficiente. —Le soltó la barbilla—. Y ahora, métete en el baño y límpiate —le ordenó a empujones. Cogió el vestido de ceremonias de su madre de la cama y se lo puso en los brazos—. Queda poco tiempo, y mi paciencia se agota. Si no sales en diez minutos, iré a buscarte. Y te aseguro que no te gustará.

—Me muero de hambre —dijo Maia—. Parece como si hiciera días que no como. —Abrió la puerta de la nevera y miró—. Oh, aj.

Jordan la apartó, la rodeó con los brazos y le rozó la nuca con los labios.

—Podemos pedir algo. Pizza, tailandés, mexicano…, lo que prefieras. Mientras no cueste más de veinte dólares.

Ella se volvió entre sus brazos, riendo. Llevaba una de las camisas de Jordan; a él le iba un poco grande, y a ella le llegaba casi a las rodillas. Se había recogido el pelo en un moño en la nuca.

—Derrochador —bromeó ella.

—Por ti, lo que sea. —La alzó por la cintura y la sentó en uno de los taburetes de la barra de la cocina—. Puedes comerte un taco. —La besó. Los labios de Jordan eran dulces, con un leve sabor a menta de la pasta de dientes. Ella notó la excitación que le provocaba tocarlo, que le comenzaba en la base de la columna y se le extendía por todos los nervios.

Rió en la boca de él, echándole los brazos al cuello. Un seco timbre atravesó el zumbido de su sangre, mientras Jordan se apartaba, frunciendo el ceño.

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