Cassandra Clare - Ciudad de las almas perdidas

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Ciudad de las almas perdidas: краткое содержание, описание и аннотация

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Jace es ahora un sirviente del mal, vinculado a Sebastian por toda la eternidad. Sólo un pequeño grupo de Cazadores de Sombras cree posible su salvación. Para lograrla, deben desafiar al Cónclave, y deben actuar sin Clary. Porque Clary está jugando a un juego muy peligroso por su propia cuenta y riesgo. Si pierde, el precio que deberá pagar no consiste tan solo en entregar su vida, sino también el alma de Jace.
Clary está dispuesta a hacer lo que sea por Jace, pero ¿puede seguir confiando en él? ¿O lo ha perdido para siempre? ¿Es el precio a pagar demasiado alto, incluso para el amor?

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—Muy mono —bufó él—. ¿Sabes por qué supe que nos traicionarías? ¿Cómo supe que no podrías evitarlo? Porque eres exactamente como yo.

Él la apretó con más fuerza contra la pared. Clary notaba el pecho de Sebastian hinchándose y vaciándose contra el suyo. Sus ojos estaban a la altura de la recta línea de su clavícula. Su cuerpo era como una prisión alrededor de ella, inmovilizándola.

—No soy para nada como tú. Suéltame…

—Eres como yo en todo —le gruñó a la oreja—. Te infiltraste entre nosotros. Fingiste amistad, fingiste cariño.

—Nunca he tenido que fingir cariño con Jace.

Ella vio que algo destellaba en los ojos de Sebastian, unos celos negros, y ella no estuvo segura de quién estaba celoso. Le puso los labios en la mejilla, tan cerca que ella los notó moverse contra su piel cuando él habló.

—Nos has jodido —murmuró. Le apretaba el brazo izquierdo con fuerza; lentamente comenzó a bajarlo—. Lo más probable es que jodieras literalmente a Jace…

Ella no pudo evitar una mueca. Lo notó aspirar con fuerza.

—Lo hiciste —dijo él—. Te acostaste con él. —Sonaba como si se sintiera traicionado.

—Eso no asunto tuyo.

Él le cogió el rostro y se lo volvió para que lo mirara, clavándole los dedos en la mejilla.

—No puedes joder a alguien para hacerlo bueno. Un agradable truco cruel, debo reconocerlo. —Su bonita boca se curvó en una fría sonrisa—. Sabes que no recuerda nada, ¿verdad? ¿Te lo hizo pasar bien, al menos? Porque yo sí lo habría hecho.

Ella notó el sabor a bilis en el cuello.

—Eres mi hermano.

—Esas palabras no significan nada para nosotros. No somos humanos. Sus reglas no se nos aplican. Leyes estúpidas sobre qué ADN puede mezclarse con cuál. Muy hipócritas, la verdad, si se piensa bien. Nosotros ya somos experimentos. Los faraones del antiguo Egipto solían casarse con sus hermanas. Cleopatra se casó con su hermano. Refuerza la línea de sangre.

Ella lo miró con desprecio.

—Sabía que estabas loco —dijo—. Pero no me había dado cuenta de que habías perdido la cabeza de una forma tan absoluta y espectacular.

—Oh, yo no creo que haya nada de locura en eso. ¿A quién pertenecemos sino el uno al otro?

—Jace —replicó ella—. Yo pertenezco a Jace.

Él hizo un sonido de menosprecio.

—Puedes quedarte con él.

—Pensaba que lo necesitabas.

—Es cierto. Pero no para lo que lo necesitas tú. —De repente, le puso las manos en la cintura—. Podemos compartirlo. No me importa lo que hagas. Mientras sepas que me perteneces a mí.

Ella alzó las manos con la intención de apartarlo de un empujón.

—No te pertenezco. Me pertenezco a mí.

La mirada en los ojos de Sebastian la dejó helada.

—Creo que eres más lista que todo eso —replicó él, y puso la boca sobre la de ella, con fuerza.

Por un momento, Clary se halló de vuelta en Idris, delante de las ruinas quemadas de la mansión Fairchild; Sebastian estaba besándola y ella se sentía como si estuviera cayendo hacia la oscuridad, por un túnel infinito. En aquel momento había pensado que algo no iba bien en ella. Que no podía besar a nadie más que a Jace. Que estaba averiada.

Pero ya sabía la verdad. Sebastian movió la boca sobre la de ella, tan dura y fría como un navajazo en la oscuridad; ella se puso de puntillas y le mordió los labios con fuerza.

Él gritó y se apartó de ella, mientras se llevaba la mano a la boca. Clary notó el sabor de su sangre, a cobre amargo; le caía por la barbilla mientras la miraba incrédulo.

—Tú…

Ella giró y le dio una patada en el estómago, con fuerza, esperando que aún lo tuviera resentido del puñetazo de antes. Cuando él se dobló en dos, ella salió corriendo hacia la escalera. Estaba a medio camino cuando notó que la cogía por detrás del cuello de la chaqueta. Él la movió en un arco como si fuera un bate de béisbol y la lanzó contra la pared. Se golpeó con fuerza y cayó de rodillas, sin aliento.

Sebastian fue hacia ella, flexionando los puños a los costados, mientras los ojos relucían negros como los de un tiburón. Era terrorífico; Clary sabía que debería estar asustada, pero un distanciamiento frío y vidrioso se apoderó de ella. El tiempo parecía ir más despacio. Recordó luchar en la tienda de Praga, cómo se había perdido en su propio mundo donde cada movimiento era tan preciso como el de un reloj. Sebastian se agachó hacia ella, y Clary se apoyó en el suelo, tomó impulsó y lanzó las piernas de lado; le golpeó en las pantorrillas y le hizo perder el equilibrio.

Sebastian cayó hacia delante; ella rodó sobre sí misma, se apartó y se puso en pie de un salto. Esta vez no se molestó en correr, sino que cogió un jarrón de porcelana de la mesa y, cuando Sebastian se levantaba, se lo estrelló en la cabeza. El jarrón se hizo añicos, salpicando agua y hojas, y Sebastian se tambaleó hacia atrás, mientras la sangre comenzaba a mancharle el cabello blanco plateado.

Él rugió y saltó sobre ella. Fue como ser golpeada por una bola de demolición. Clary voló de espaldas, se estrelló contra el tablero de la mesa, lo atravesó y golpeó el suelo en un estallido de vidrios rotos y dolor. Gritó cuando Sebastian aterrizó sobre ella, empujándole el cuerpo contra los añicos de vidrio, con los labios contraídos en un rugido. Él le cruzó la cara de un guantazo. La sangre la cegó; se atragantó con su sabor en la boca, y la sal le picó en los ojos. Clary alzó la rodilla y le dio en el estómago, pero era como golpear una pared. Él le agarró las manos y se las inmovilizó a los lados.

—Clary, Clary, Clary —dijo él. Jadeaba. Al menos lo había dejado sin aliento. La sangre le caía en un lento hilillo del corte que tenía a un lado de la cabeza, y le teñía el cabello de rojo—. No está mal. En Idris no eras una gran luchadora.

—Sal de encima…

Él acercó el rostro al de ella. Sacó la lengua. Ella trató de apartarse, pero no se movió con suficiente rapidez. Él le lamió la sangre que ella tenía en el rostro y sonrió. La sonrisa le partió el labio, y por la barbilla le cayó más sangre.

—Me preguntaste a quién pertenecía yo —susurró él—. Te pertenezco a ti. Tu sangre es mi sangre; tus huesos, mis huesos. La primera vez que me viste, te resulté conocido, ¿verdad? Igual que tú me resultaste familiar a mí.

Ella lo miró con ojos muy abiertos.

—Estás como una regadera.

—Está en la Biblia —continuó él—. El Cantar de los Cantares . «Me has robado el corazón, hermana y novia mía, me has robado el corazón, con una sola mirada, con una vuelta de tu collar.» —Le rozó el cuello con los dedos, enredándolos en la cadena que llevaba ahí, la cadena de la que había colgado el anillo de los Morgenstern. Clary se preguntó si le aplastaría la tráquea—. «Yo dormía, velaba mi corazón. ¡La voz de mi amado que llama!: “¡Ábreme, mi hermana, mi amor!”» —La sangre de él le goteaba en la cara a Clary. Se quedó quieta, con el cuerpo vibrándole por el esfuerzo, mientras él le bajaba la mano del cuello, por el costado, hasta la cintura. Metió los dedos en la cintura del pantalón. Tenía la piel ardiendo; Clary notaba que él la deseaba.

—Tú no me amas —dijo ella. Su voz era un hilillo; él le estaba chafando los pulmones. Recordó lo que su madre había dicho: que cualquier emoción que mostraba Sebastian era fingida. Clary tenía la cabeza clara como el cristal; en silencio, agradeció a la euforia de la pelea por mantenerla concentrada mientras Sebastian la asqueaba con sus caricias.

—Y a ti no te importa que sea tu hermano —repuso él—. Sé lo que sentías por Jace, incluso cuando pensabas que era tu hermano. A mí no puedes mentirme.

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