—Jace, maldita sea —exclamó con una voz que le salía a trompicones—. No estás muerto.
—Clary —repuso Simon con suavidad—. Si hubiera una oportunidad…
«Apártate de él.» Eso era lo que le estaba pidiendo Simon, pero ella no podía. No pensaba hacerlo.
—Jace —susurró. Era como un mantra, de la misma forma que una vez él la había abrazado en Renwick y había repetido su nombre una y otra vez—. Jace Lightwood…
Se quedó helada. Allí. Un movimiento tan minúsculo que casi no era movimiento. La agitación de una pestaña. Se inclinó sobre él, casi perdiendo el equilibrio, y le apretó con la mano la rajada tela escarlata que le cubría el pecho, como si pudiera sanarle la herida que ella le había abierto. En vez de eso, notó bajo los dedos, y tan maravilloso que por un momento no pareció tener sentido, que era imposible que fuera, el ritmo del corazón de Jace.
Al principio, Jace no era consciente de nada. Luego hubo oscuridad y, en la oscuridad, un dolor ardiente. Era como si hubiera tragado fuego, y lo ahogara y le quemara la garganta. Trató desesperadamente de tragar aire, un aliento que le refrescara, y abrió los ojos.
Vio sombras y oscuridad; una habitación poco iluminada, conocida y desconocida, con filas de camas y una ventana que dejaba entrar una luz azul sin fuerza, y él estaba en una de las camas, con las mantas y las sábanas enredadas en su cuerpo como cuerdas. El pecho le dolía tanto como si tuviera un peso muerto encima, y con la mano fue palpando para averiguar qué era. Sólo encontró un grueso vendaje que le envolvía la piel desnuda. Tragó aire de nuevo, otro aliento refrescante.
—Jace. —La voz le resultaba tan conocida como la suya propia, y entonces notó una mano que lo cogía, unos dedos entrelazados con los suyos. Con un reflejo nacido de años de amor y familiaridad, él los apretó.
—Alec —dijo, y casi le sorprendió el sonido de su propia voz. No había cambiado. Se sentía como si se hubiera quemado, derretido y recreado, como oro en un crisol, pero ¿como qué? ¿Podría volver a ser sí mismo? Miró a los ansiosos ojos azules de Alec, y supo dónde estaba. La enfermería de Instituto. En casa—. Lo siento…
Una mano delgada y callosa le acarició la mejilla, y oyó una segunda voz conocida.
—No te disculpes. No tienes nada de lo que disculparte.
Jace entrecerró los ojos. El peso en su pecho seguía ahí: medio herida, medio culpa.
—Izzy.
Ella tragó aire antes de preguntar:
—Eres tú de verdad, ¿no?
—Isabelle —comenzó Alec, como si fuera a advertirle de que no alterara a Jace, pero éste le tocó la mano. Podía ver los oscuros ojos de Izzy brillando en la luz del amanecer, su rostro cargado de esperanza. Ésa era la Izzy a quien sólo su familia conocía, cariñosa y preocupada.
—Soy yo —contestó Jace, y se aclaró la garganta—. Podría entender que no me creyeras, pero te lo juro por el Ángel, Iz: soy yo.
Alec no dijo nada, pero apretó con más fuerza la mano de Jace.
—No hace falta que lo jures —repuso, y con su mano libre se tocó la runa de parabatai junto a la clavícula—. Lo sé. Lo noto. Ya no me siento como si me faltara una parte.
—Yo también lo sentía. —A Jace le costaba respirar—. Que me faltaba algo. Lo notaba, incluso con Sebastian, pero no sabía qué era. Eras tú. Mi parabatai . —Miró a Izzy—. Y tú. Mi hermana. Y… —De repente, los párpados le escocieron con una fuerte luz: la herida del pecho le palpitó, y vio «su» rostro, iluminado por las llamas de la espada. Un extraño ardor se le extendió por la venas, como fuego blanco—. Clary. Por favor, decidme…
—Se encuentra perfectamente —se apresuró a contestar Isabelle. Había algo más en su voz: sorpresa e inquietud.
—Júrame que no me lo estás diciendo sólo porque no quieres preocuparme.
—Ella te atravesó con la espada —indicó Isabelle.
Jace soltó una ahogada carcajada; le dolió.
—Me salvó.
—Lo hizo —afirmó Alec.
—¿Cuándo puedo verla? —Jace trató de no parecer muy ansioso.
—Realmente eres tú —repuso Isabelle, con voz divertida.
—Los Hermanos Silenciosos han estado entrando y saliendo, comprobando cómo estabas —le contó Alec. Tocó el vendaje del pecho de Jace—, y para ver si te habías despertado. Cuando sepan que lo estás, seguramente querrán hablar contigo antes de permitirte ver a Clary.
—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?
—Unos dos días —contestó Alec—. Desde que te trajimos del Burren y estuvimos bastante seguros de que no ibas a morir. Resulta que no es tan fácil que la herida de una espada de un arcángel se cure por completo.
—Lo que estás diciendo es que me va a quedar una cicatriz.
—Y una bien grande y fea —dijo Isabelle—. Por todo el pecho.
—Bueno, mierda —soltó Jace—. Y yo que contaba con el dinero de ese desfile para hacer de modelo de ropa interior… —Hablaba con ironía, pero pensaba que, en cierto modo, era bueno que le quedara una cicatriz: debía estar marcado por lo que le había ocurrido, tanto física como mentalmente. Casi había perdido el alma, y la cicatriz le serviría para recordarle cuán frágil era la voluntad, y cuán difícil la bondad.
Y cosas más tenebrosas. Lo que había por delante, y lo que no podría permitir que pasara. Estaba recuperando la fuerza; lo notaba, y la pondría toda contra Sebastian. Pensar en eso le hizo sentirse mejor, como si parte del peso se le hubiera quitado del pecho. Volvió la cabeza, lo suficiente para mirar a Alec a los ojos.
—Nunca pensé que lucharía en el bando opuesto a ti en una batalla —dijo con voz ronca—. Nunca.
—Y nunca más lo harás —repuso Alec, muy serio.
—Jace —comenzó Isabelle—. Trata de mantener la calma, ¿vale? Es que…
—¿Hay alguna otra cosa mala?
—Bueno, brillas un poco —contestó Isabelle—. Quiero decir, sólo un pelín. De brillo.
—¿Brillo?
Alec alzó la mano con que sujetaba la de Jace. Éste lo vio, en la oscuridad, un leve resplandor en su antebrazo que parecía trazarle las líneas de las venas como un mapa.
—Creemos que es un efecto residual de la espada del arcángel —explicó Alec—. Probablemente desaparezca pronto, pero los Hermanos Silenciosos sienten curiosidad. Claro.
Jace suspiró y dejó caer la cabeza sobre la almohada. Estaba demasiado agotado para sentir mucho interés por su nuevo estado de iluminación.
—¿Significa eso que tenéis que iros? —preguntó—. ¿Tenéis que ir a buscar a los Hermanos?
—Nos dijeron que los llamáramos en cuanto te despertaras —respondió Alec, pero negaba con la cabeza incluso mientras lo decía—. Pero no si no quieres que lo hagamos.
—Me siento muy cansado —confesó Jace—. Si pudiera dormir unas cuantas horas más…
—Claro. Claro que sí. —Isabelle le echó el cabello hacia atrás, y se lo apartó de los ojos. Su tono era firme, absoluto, feroz como una madre osa protegiendo a su osezno.
Jace comenzó a cerrar los ojos.
—¿Y no me dejaréis solo?
—No —contestó Alec—. No, no te dejaremos solo. Ya lo sabes.
—Nunca. —Isabelle le cogió la mano libre, y se la apretó con fuerza—. Lightwood, juntos —susurró.
De repente, la mano de Jace estaba húmeda por donde se la cogía, y éste se dio cuenta de que Isabelle estaba llorando, y sus lágrimas le salpicaban. Lloraba por él, porque lo quería; incluso después de todo lo que había sucedido, aún lo quería.
Ambos lo querían.
Se quedó dormido así, con Isabelle a un lado y Alec al otro, mientras el sol se alzaba con el alba.
—¿Qué quieres decir con que aún no puedo verlo? —quiso saber Clary. Estaba sentada en el borde del sofá en el salón de Luke; tenía el cordón del teléfono enrollado tan apretado en los dedos que las yemas se le estaban poniendo blancas.
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