Cassandra Clare - Ciudad de las almas perdidas

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Jace es ahora un sirviente del mal, vinculado a Sebastian por toda la eternidad. Sólo un pequeño grupo de Cazadores de Sombras cree posible su salvación. Para lograrla, deben desafiar al Cónclave, y deben actuar sin Clary. Porque Clary está jugando a un juego muy peligroso por su propia cuenta y riesgo. Si pierde, el precio que deberá pagar no consiste tan solo en entregar su vida, sino también el alma de Jace.
Clary está dispuesta a hacer lo que sea por Jace, pero ¿puede seguir confiando en él? ¿O lo ha perdido para siempre? ¿Es el precio a pagar demasiado alto, incluso para el amor?

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Maia corrió por el suelo rocoso, con la luz de las estrellas arañándole con sus fríos dedos el pelaje, y los intensos olores de la batalla asaltando su sensible nariz: sangre, sudor y el hedor a goma quemada de la magia negra.

La manada se había desplegado por el campo, saltando y matando con dientes y garras letales. Maia se mantenía al lado de Jordan, no porque necesitara su protección, sino porque acababa de descubrir que juntos luchaban mejor y con más eficacia. Sólo había estado en una batalla antes, en la llanura de Brocelind, y aquello había sido un caótico remolino de demonios y subterráneos. Había muchos menos combatientes ahí, en el Burren, pero los cazadores de sombras oscuros eran formidables, y blandían sus espadas y dagas con una fuerza veloz y terrible. Maia había visto a un hombre delgado usar una daga corta para segar la cabeza a un lobo a medio salto; lo que había caído al suelo había sido un cuerpo humano sin cabeza, ensangrentado e irreconocible.

Mientras pensaba en eso, un nefilim en túnica roja se alzó ante ellos, con una espada de doble filo agarrada con ambas manos. La hoja estaba manchada de rojo oscuro. Junto a Maia, Jordan rugió, pero fue ella la que se lanzó contra el hombre. Éste la esquivó y blandió la espada. Maia notó un agudo pinchazo en el hombro y cayó al suelo sobre las cuatro patas, mientras el dolor se le clavaba por todo el cuerpo. Se oyó un repiqueteo metálico y supo que le había sacado al hombre la espada de la mano. Gruñó de satisfacción y se dio la vuelta, pero Jordan ya estaba saltando hacia el cuello del hombre…

Y el hombre lo agarró en pleno salto, como si sujetara a un cachorro rebelde.

—Escoria subterránea —espetó, y aunque no era la primera vez que Maia había oído esos insultos, algo en el gélido odio del tono la hizo estremecerse—. Deberías ser un abrigo. Debería estar llevándote.

Maia le clavó los dientes en la pierna. Su sangre cobriza le estalló en la boca mientras el hombre gritaba de dolor y se tambaleaba hacia atrás, lanzándole una patada y soltando a Jordan. Maia siguió apretando los dientes con fuerza mientras Jordan saltaba de nuevo, y esa vez el grito de rabia del cazador de sombras se cortó de golpe cuando las garras del licántropo le destrozaron el cuello.

Amatis bajaba el cuchillo hacia el corazón de Magnus justo cuando una flecha silbó cortando el aire y se le clavó en el hombro, haciéndola caer de lado con tal fuerza que le hizo dar media vuelta y acabar boca abajo sobre el suelo rocoso. Ella gritó, pero el sonido pronto quedó apagado por el entrechocar de armas a su alrededor. Isabelle se arrodilló junto a Magnus; Simon alzó los ojos y vio a Alec sobre la tumba de piedra, inmóvil con el arco en la mano. Seguramente estaba demasiado lejos como para ver a Magnus con claridad; Isabel tenía las manos sobre el pecho del brujo, pero Magnus, Magnus, siempre en movimiento, siempre cargado de energía, estaba totalmente inmóvil. Isabelle alzó los ojos y vio a Simon mirándolos; ella tenía las manos rojas de sangre, pero agitó la cabeza violentamente en su dirección.

—¡Sigue! —le gritó—. ¡Encuentra a Sebastian!

Simon se volvió y se lanzó de nuevo a la lucha. La apretada línea de cazadores de sombras vestidos de rojo había comenzado a deshacerse. Los lobos atacaban aquí y allí, separando a los cazadores de sombras. Jocelyn estaba espada contra espada con un hombre que rugía y por cuyo brazo libre manaba la sangre, y Simon se dio cuenta de algo muy extraño mientras avanzaba, colándose por los estrechos espacios entre los duelos: ninguno de los nefilim vestidos de rojo estaba Marcado. Su piel estaba libre de toda decoración.

Y mientras con el rabillo del ojo veía a un cazador de sombras enemigo ir a por Aline con una maza, y a Helen destriparlo, también se dio cuenta de que eran mucho más rápidos que cualquier nefilim que hubiera visto antes, excepto Jace y Sebastian. Se movían con la rapidez de los vampiros, pensó, mientras uno de ellos lanzaba un tajo a un lobo que saltaba hacia él y le abría la barriga de arriba abajo. El licántropo muerto se estrelló contra el suelo, transformado en el cadáver de un hombre corpulento con cabello claro rizado.

«Ni Maia ni Jordan», pensó aliviado, y luego se sintió culpable; avanzó dando traspiés, con el olor a sangre cubriéndolo todo, y de nuevo echó en falta la Marca de Caín. Si aún la portara, podría haber hecho arder a todos esos nefilim enemigos ahí mismo…

Uno de los nefilim oscuros se plantó frente a él blandiendo una espada ancha de un solo filo. Simon la esquivó, pero no le habría hecho falta. Cuando el hombre estaba a punto de atacarlo, una flecha se le clavó en el cuello y cayó, borbotando sangre. Simon alzó la cabeza y vio a Alec, aún sobre la tumba; su rostro era una máscara pétrea, y estaba disparando flechas con la precisión de una máquina; echaba atrás la mano para coger una, la ponía en el arco y la dejaba volar. Cada una daba en el blanco, pero Alec casi no parecía notarlo. Mientras una flecha volaba, ya estaba cogiendo otra. Simon oyó otro silbido pasar ante él y otra flecha atravesar un cuerpo. Se lanzó hacia delante, hacia una parte abierta del campo de batalla…

Se quedó helado. Ahí estaba Clary, una pequeña figura que se abría paso entre los luchadores con las manos desnudas, pegando patadas y empujando. Llevaba un vestido roto, y el cabello era una masa revuelta. Cuando lo vio, una mirada de incrédula sorpresa le cruzó el rostro. Formó el nombre de Simon con los labios.

Justo detrás estaba Jace. Tenía el rostro ensangrentado. La gente se apartaba mientras él avanzaba, dejándolo pasar. Tras de sí, en el espacio que dejaba al pasar, Simon vio un destello de rojo y plata; una silueta conocida, coronada por cabello blanco dorado como el de Valentine.

Sebastian. Aún escondido detrás de la última línea de defensa de los cazadores de sombras oscuros. Al verlo, Simon se llevó la mano al hombro y sacó a Gloriosa de su vaina. Un momento después, el oleaje de la multitud empujó a Clary hacia él. Ésta tenía los ojos casi negros de adrenalina, pero era evidente su alegría al verlo. Simon sintió que el alivio le recorría el cuerpo, y se dio cuenta de que se había estado preguntando si ella seguiría siendo ella o habría Cambiado, como Amatis.

—¡Dame la espada! —gritó ella, y su voz casi apagó el estruendo del metal contra metal. Ella alargó el brazo para cogerla, y en ese momento ya no era Clary, su amiga de la infancia, sino una cazadora de sombras, un ángel vengador al que correspondía blandir esa espada.

Él se la tendió por el mango.

La batalla era como un remolino, pensó Jocelyn, mientras se abría paso a tajos a través de los enemigos, blandiendo el kindjal de Luke hacia cada punto rojo que veía. Todo se acercaba y luego se alejaba con tal velocidad que sólo se podía ser consciente de una sensación de peligro incontrolable, de la lucha por mantenerse a flote y no ahogarse.

Sus ojos iban de un lado a otro entre la masa de luchadores, buscando a su hija, buscando un destello de cabello rojo, o incluso a Jace, porque donde estuviera él, también estaría Clary. Había grandes rocas que salpicaban la planicie, como icebergs en un mar inmóvil. Se subió a una, tratando de tener una visión mejor del campo de batalla, pero sólo pudo distinguir cuerpos apiñados, el destello de las armas y las oscuras siluetas de los lobos que corrían entre los guerreros.

Se volvió para bajar de la roca…

Y se encontró con alguien esperándola abajo. Jocelyn se quedó parada, mirándolo.

Llevaba una túnica escarlata y tenía una pálida cicatriz en una de las mejillas, un recuerdo de alguna batalla que ella desconocía. Tenía el rostro chupado y ya no era joven, pero resultaba inconfundible.

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