Cassandra Clare - Ciudad de las almas perdidas

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Jace es ahora un sirviente del mal, vinculado a Sebastian por toda la eternidad. Sólo un pequeño grupo de Cazadores de Sombras cree posible su salvación. Para lograrla, deben desafiar al Cónclave, y deben actuar sin Clary. Porque Clary está jugando a un juego muy peligroso por su propia cuenta y riesgo. Si pierde, el precio que deberá pagar no consiste tan solo en entregar su vida, sino también el alma de Jace.
Clary está dispuesta a hacer lo que sea por Jace, pero ¿puede seguir confiando en él? ¿O lo ha perdido para siempre? ¿Es el precio a pagar demasiado alto, incluso para el amor?

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—Jeremy —dijo ella lentamente, con la voz casi inaudible entre el clamor de la batalla—. Jeremy Pontmercy.

El hombre que fuera el miembro más joven del Círculo la miró con ojos inyectados en sangre.

—Jocelyn Morgenstern. ¿Has venido a unirte a nosotros?

—¿Unirme a vosotros? Jeremy, no…

—Una vez formaste parte del Círculo —dijo él y se acercó más a ella. Un larga daga con un filo tan afilado como una navaja de afeitar le colgaba de la mano derecha—. Fuiste una de los nuestros. Y ahora seguimos a tu hijo.

—Rompí con vosotros cuando seguisteis a mi esposo —replicó Jocelyn—. ¿Por qué crees que os seguiré ahora que os manda mi hijo?

—O estás con nosotros o contra nosotros, Jocelyn. —Su rostro se endureció—. No puedes luchar contra tu propio hijo.

—Jonathan —repuso ella lentamente— es el mayor mal que jamás cometió Valentine. Nunca podría estar con él. Al final, dejé a Valentine. Por lo tanto, ¿qué esperanza tienes de convencerme ahora?

Él negó con la cabeza.

—Me malinterpretas —afirmó—. Me refiero que no puedes luchar contra él. Contra nosotros. La Clave no puede. No están preparados. No para lo que podemos hacer. Lo que estamos dispuestos a hacer. La sangre correrá en las calles de todas las ciudades. El mundo arderá. Todo lo que conoces será destruido. Y nosotros nos alzaremos de las cenizas de vuestra derrota, como un fénix triunfal. Ésta es tu única oportunidad. Dudo que tu hijo te dé otra.

—Jeremy —dijo Jocelyn—, eras muy joven cuando Valentine te reclutó. Podrías volver, incluso regresar a la Clave. Serían clementes…

—Nunca podré volver a la Clave —dijo con satisfacción—. ¿No lo entiendes? Aquellos de nosotros que estamos con tu hijo ya no somos nefilim.

«Ya no somos nefilim.» Jocelyn iba a responderle, pero antes de que pudiera decir nada, él comenzó a sacar sangre por la boca. Se desplomó y, mientras lo hacía, Jocelyn vio, tras él y armada con una espada ancha, a Maryse.

Las dos mujeres se miraron durante un momento sobre el cadáver de Jeremy. Luego Maryse se dio la vuelta y regresó a la batalla.

En cuanto Clary aferró la empuñadura, la espada estalló con una luz dorada. El fuego ardió por la hoja desde la punta, iluminó las palabras que estaban grabadas en la hoja: «Quis ut Deus? » , e hizo brillar la empuñadura como si contuviera la luz del sol. Clary casi la dejó caer, pensando que se le había prendido fuego, pero la llama parecía contenida dentro de la espada, y el metal estaba frío bajo sus manos.

Después de eso, todo pareció ocurrir muy despacio. Se volvió, con la espada ardiendo en su mano. Buscó desesperadamente a Sebastian entre la gente. No pudo verlo, pero sabía que estaba detrás del estrecho nudo de cazadores de sombras que ella había tenido que apartar para llegar allí. Agarró la espada con fuerza y fue hacia ellos, pero se encontró el camino bloqueado.

Por Jace.

—Clary —dijo éste. Parecía imposible que pudiera oírlo; el ruido alrededor era ensordecedor: gritos y rugidos, y el estruendo del metal contra metal. Pero la marea de luchadores parecía haberse abierto a ambos lados, como el mar Rojo, y dejaba un espacio vacío alrededor de Jace y de ella.

La espada ardía, resbaladiza en su mano.

—Jace. Apártate de mi camino.

Clary oyó a Simon gritar algo a su espalda; Jace estaba negando con la cabeza. Sus ojos dorados eran neutros, inescrutables. Tenía la cara ensangrentada por el cabezazo que ella le había dado en el pómulo, y la piel se le estaba hinchando y amoratando.

—Dame esa espada, Clary.

—No. —Ella negó con la cabeza y retrocedió un paso. Gloriosa iluminaba el espacio en el que se hallaban, iluminaba la hierba pisoteada y manchada de sangre que la rodeaba e iluminaba el rostro de Jace mientras se acercaba a ella—. Jace. Puedo separarte de Sebastian. Puedo matarlo sin matarte a ti.

Él hizo una mueca. Sus ojos eran del mismo color que el fuego de la espada, o lo estaban reflejando, Clary no estaba segura de qué, pero cuando lo miró se dio cuenta de que no importaba. Estaba viendo a Jace y no a Jace; sus recuerdos de él, el guapo muchacho que había conocido, temerario consigo mismo y con los demás, aprendiendo a ser cuidadoso y a pensar en la gente. Recordó la noche que habían pasado juntos en Idris, con las manos cogidas en la estrecha cama, y el chico cubierto de sangre que la había mirado con ojos angustiados y le había confesado que era un asesino en París.

—¿Matarlo? —preguntó Jace que no era Jace—. ¿Estás loca?

Y también recordó la noche en el lago Lyn, Valentine atravesándolo con la espada, y el modo en que la propia vida de Clary pareció desangrarse junto con la sangre de él.

Y lo había visto morir, allí en la orilla del lago en Idris. Y después, cuando lo había vuelto a la vida, él se había arrastrado hasta ella y la había mirado con aquellos ojos que ardían como la Espada, como la sangre incandescente de un ángel.

«Estaba perdido en la oscuridad —había dicho él—. No había nada excepto sombras, y yo era una sombra. Y entonces oí tu voz.»

Pero esa voz se mezcló con otra, más reciente: Jace frente a Sebastian en el salón del apartamento de Valentine, diciéndole que preferiría morir que vivir de aquella manera. Lo oía perfectamente en ese momento, hablando, diciéndole a ella que le diera la espada y que, si no, se la arrebataría. Su voz era dura, impaciente, la voz de alguien hablándole a un niño. Y supo que, en ese momento, igual que él no era Jace, la Clary que él amaba no era ella. Era sólo un recuerdo de ella, desvaído y distorsionado: la imagen de alguien dócil y obediente, alguien que no entendía que el amor dado sin libre albedrío o sinceridad no era amor en absoluto.

—Dame la espada. —Él tenía la mano extendida, la barbilla alzada y el tono imperioso—. Dámela, Clary.

—¿La quieres?

Alzó Gloriosa , de la forma en que él le había enseñado a hacerlo, equilibrando su peso, aunque la notaba pesada en la mano. La llama se hizo más brillante, hasta que pareció llegar a lo alto y tocar las estrellas. Jace estaba sólo a la distancia de la espada, con los ojos dorados mirándola incrédulos. Incluso en ese momento, él no creía que ella fuera a hacerle daño, daño de verdad. Incluso en ese momento.

Ella inspiró hondo.

—Tómala.

Clary vio que los ojos de Jace se encendían de la misma manera que lo habían hecho el día del lago, y entonces lo atravesó con la espada, de la misma forma que lo había hecho Valentine. En ese momento entendió que así era como debía ser. Él había muerto así, y ella se lo había arrancado a la muerte. Pero ésta había vuelto de nuevo.

«No puedes engañar a la muerte. Al final, tendrá lo que es suyo.»

Gloriosa se le hundió en el pecho, y Clary notó que la mano ensangrentada le resbalaba en la empuñadura cuando la hoja chocó contra las costillas y se fue hundiendo hasta que el puño de Clary chocó con el cuerpo de él y se quedó inmóvil. Él no se había movido, y ella estaba pegada a él, aferrando Gloriosa mientras la sangre comenzaba a manar de la herida del pecho.

Se oyó un grito, un alarido de furia, dolor y terror: el sonido de alguien a quien estaban despedazando brutalmente.

«Sebastian», pensó Clary. Sebastian gritando al cortarse el lazo que lo unía a Jace.

Pero Jace no. Jace no hizo ningún ruido. A pesar de todo, su rostro estaba aclamado y tranquilo, como el rostro de una estatua. Miró a Clary, y los ojos le brillaron, como si estuvieran llenos de luz.

Y entonces, Jace comenzó a arder.

Alec no recordaba haber bajado de lo alto de la piedra de la tumba, o abrirse paso por la planicie rocosa entre los cuerpos caídos: cazadores de sombras oscuros, licántropos muertos y heridos. Sus ojos buscaban sólo a una persona. Tropezó y casi cayó; cuando alzó la mirada y barrió el campo que tenía delante, vio a Isabelle, arrodillada junto a Magnus sobre el suelo pedregoso.

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