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Lois Bujold: Fronteras del infinito

Здесь есть возможность читать онлайн «Lois Bujold: Fronteras del infinito» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1992, ISBN: 84-406-2526-X, издательство: Ediciones B, категория: Космическая фантастика / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Lois Bujold Fronteras del infinito

Fronteras del infinito: краткое содержание, описание и аннотация

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Miles Vorkosigan, el entrañable personaje que se dio a conocer en , emprende gracias a la habilidad de la exitosa escritora de Lois McNaster Bujold nuevas aventuras. En esta ocasión se abordan asuntos de gran interés: los prejuicios sociales y sus consecuencias, una posible reflexión antirracista nacida en torno a la manipulación genética y una amena exploración de temas cuya conjunción resulta particularmente curiosa: religión, supervivencia y estrategia militar. Incluye los relatos: Las Montañas de la Aflicción Laberinto Fronteras del Infinito Premio Hugo a la mejor novela corta 1990 por .

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Caminó a trompicones por la rampa. Un último Dendarii armado lo llevaba del brazo. Sentía que la rampa se movía de una forma extraña bajo los pies. Miró hacia abajo y vio una raya medio fundida en el sitio que había tocado el último arco de plasma.

Se dejó caer por la entrada, aferrándose al equipo y aullando:

—¡Arriba, arriba! ¡Ahora, ahora mismo! ¡Ya!

—¿Quién es? —llegó la voz de la piloto.

—Naismith.

—Sí, señor.

El transbordador se elevó con los motores rugiendo, antes de que la rampa hubiera sido colocada en su lugar. El mecanismo de la rampa trabajaba en el vacío y el metal y el plástico se quejaban… De pronto, se atascaron por la distorsión del metal fundido. . .

—¡Cierren eso! —aulló la voz de la piloto por el equipo.

—La rampa se ha atascado —contestó Miles—. ¡Arrójela al vacío!

El mecanismo crujió y gimió. La rampa tembló, se atascó de nuevo. Las manos de varios se estiraron para apartarla de la nave.

—¡Así no! —aulló Beatrice desde el otro lado y se acercó para darle una patada con el pie desnudo. El viento del vuelo aulló sobre la escotilla abierta, haciendo vibrar el transbordador como un gigante que sopla dentro de una botella.

En medio de un coro de gritos, golpes e insultos, el transbordador se inclinó de lado. Hombres, mujeres y equipo suelto se deslizaron sobre la cubierta. Beatrice golpeó con fuerza el último perno que sostenía la rampa. Ésta se soltó y Beatrice, que se deslizaba en el movimiento de la patada, cayó al vacío.

Miles se lanzó tras ella, sobre la escotilla. Nunca supo si llegó a tocarla porque tenía la mano derecha como un globo insensible. Vio su cara, una mancha blanca que desaparecía en la oscuridad.

Fue como un silencio, un gran silencio, en su cabeza. Aunque el rugido del viento y los motores, los gritos, los insultos y los aullidos siguieron igual que antes, todo eso se perdió en alguna parte entre sus oídos y su cerebro y Miles no lo registró. Sólo vio una mancha blanca que caía en la oscuridad, repetida una y otra vez, volviendo a empezar como un vídeo que se repite.

Se descubrió a cuatro patas mientras la aceleración del transbordador lo succionaba hacia la cubierta. Habían cerrado la escotilla. La charla humana del interior parecía trivial y ahogada ahora que las voces de los dioses se habían callado. Miles miró la cara pálida del lugarteniente de Pitt, en cuclillas a su lado con el arma del soldado Dendarii todavía en la mano sin disparar, ese arma que Miles había aferrado en otro momento de su vida.

—Será mejor que mates a muchos cetagandanos por Marilac, muchacho —le dijo Miles con amargura—. Será mejor que valgas algo para alguien, porque he pagado un precio muy caro por ti.

La cara del hombre de Marilac se oscureció, demasiado conmocionada hasta para parecer arrepentida. Miles se preguntó qué aspecto tendría su propia cara. Por el reflejo que le parecía ver en el espejo, extraña, muy extraña.

Empezó a arrastrarse hacia adelante, buscando algo, a alguien… Brillos de luz sin forma le marcaban rayas amarillas en los costados de la visión. Una Dendarii armada, con el casco en la mano, lo puso de pie.

—¿Señor? ¿No seria mejor que viniera con la piloto, señor?

—Sí, claro…

Ella le pasó un brazo por la cintura para que no cayera de nuevo. Caminaron por el transbordador atestado de gente, a través de los cuerpos de los hombres y mujeres Dendarii y Marilac, mezclados, sin fronteras. Las caras lo miraban, con miedo, pero nadie se atrevió a decirle nada. Miles vio al pasar una cabeza plateada.

—Espere…

Se dejó caer de rodillas junto a Suegar. Algo de esperanza.

—Suegar. ¡Eh, Suegar!

Suegar entreabrió los ojos. Una rendija apenas. Miles no sabía cuánto podría comprender a través de la inconsciencia del dolor, la impresión y las drogas.

—Ahora estamos en camino. Lo hemos conseguido. Lo logramos a tiempo. Con facilidad. Con rapidez y agilidad. A través de las regiones del aire, más alto que las nubes. Tenías la escritura. Sí.

Los labios de Suegar se movieron. Miles se agachó más todavía. —… no era realmente una escritura —susurró—. Yo lo sabía… tú lo sabías… no digas estupideces…

Miles hizo una pausa. Atónito, de piedra. Después se inclinó otra vez hacia adelante.

—No, hermano —susurró—. Porque aunque entramos con ropa, sin duda, salimos desnudos.

Los labios de Suegar dejaron escapar una risa seca.

Miles no lloró hasta que pasaron por la ventana del salto.

CUATRO

Illyan estaba sentado en silencio.

Miles yacía en la cama de nuevo, pálido y exhausto, con un temblor estúpido en el estómago que le quebraba la voz.

—Lo lamento. Creí que ya lo había superado. Hubo tanta locura desde entonces, ni tiempo para pensar, digerir…

—Fatiga de combate —sugirió Illyan.

—El combate duró sólo un par de horas.

—¿Eh? Por lo que dices, a mí me parece que fueron seis semanas.

—Como sea. Pero si tu conde VorvoIk quiere discutir si había que cambiar vidas por equipo, bueno… Tuve cinco minutos para decidirme, bajo fuego enemigo. Si hubiera tenido un mes, habría llegado a la misma conclusión. Y pienso repetirlo, bajo corte marcial o donde mierda quiera pedirme que le diga.

—Tranquilo —aconsejó Illyan—. Yo me ocuparé de Vorvolk y de sus consejeros secretos. Creo… no, garantizo que su complot no volverá a interrumpir tu curación, teniente Vorkosigan. —Le brillaban los ojos. Illyan había servido treinta años en Seguridad Imperial, recordó Miles. El perro de Aral Vorkosigan todavía tenía dientes.

—Lamento que mi… mi descuido haya hecho que dudaras de mí —se excusó Miles. La duda de Illyan le había dejado una herida extraña; todavía la sentía, un dolor invisible en el pecho, un dolor difícil de curar. Así que la confianza era mucho más una cadena de ida y vuelta de lo que él se había imaginado. ¿Tenía razón Illyan? ¿Debía prestar más atención a las apariencias?—. Trataré de ser más inteligente en el futuro.

Illyan lo miró de una forma extraña, indescifrable, con expresión dura y el cuello enrojecido.

—Yo también, teniente.

El rumor de la puerta, el crujido de unas faldas. La condesa Vorkosigan era una mujer alta, el cabello rojo oscuro, con un paso que nunca se había acomodado a las modas femeninas de Barrayar. Usaba las largas faldas de las matronas de la clase Vor con tanta alegría como una niña que juega a disfrazarse y casi con el mismo convencimiento.

—Señora —dijo Illyan, levantándose.

—Hola, Simon. Adiós, Simon —sonrió ella—. El doctor que echaste me ruega que use mi poder para echarte a ti. Sé que vosotros, caballeros y oficiales, tenéis asuntos que resolver, pero se ha acabado el tiempo. Por lo menos, eso es lo que indican los monitores médicos. —Echó una ojeada a Miles. Frunció el ceño, y el gesto tembló a través de sus rasgos relajados, una señal de hierro.

Illyan lo vio y se inclinó.

—Ya terminamos, señora. No hay problema.

—Eso espero. —Ella observó cómo se retiraba con el mentón levantado.

Miles, que estudiaba ese perfil firme, se dio cuenta con una impresión súbita de la razón por la que la muerte de cierta pelirroja alta y agresiva todavía le revolvía el estómago, incluso después de haber aceptado la muerte de otras víctimas por las que era igualmente responsable. Ajá. Qué tarde se comprenden estas cosas. Y la comprensión nunca tiene sentido. Sin embargo, cuando la condesa Vorkosigan le dio la espalda, sintió que se le aflojaba una tensión en la garganta.

—Pareces un cadáver, querido. —Los labios de ella le tocaron la frente con cariño.

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