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Lois Bujold: Fronteras del infinito

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Lois Bujold Fronteras del infinito

Fronteras del infinito: краткое содержание, описание и аннотация

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Miles Vorkosigan, el entrañable personaje que se dio a conocer en , emprende gracias a la habilidad de la exitosa escritora de Lois McNaster Bujold nuevas aventuras. En esta ocasión se abordan asuntos de gran interés: los prejuicios sociales y sus consecuencias, una posible reflexión antirracista nacida en torno a la manipulación genética y una amena exploración de temas cuya conjunción resulta particularmente curiosa: religión, supervivencia y estrategia militar. Incluye los relatos: Las Montañas de la Aflicción Laberinto Fronteras del Infinito Premio Hugo a la mejor novela corta 1990 por .

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Le pasó un bloqueador médico entre los hombros y después le borró los números.

—Ay —gritó Miles—. ¿No podía esperar un segundo a que el bloqueador hiciera efecto? —El dolor desapareció rápidamente y se convirtió en entumecimiento, mientras la mano izquierda de Miles buscaba las marcas— ¿Qué diablos pasa?

—Lo lamento, señor —dijo la doctora sin sinceridad— No se toque, tiene los dedos sucios. —Le aplicó una venda. El rango tenía sus privilegios—. La capitana Bothari-Jesek y la comandante Quinn averiguaron algo nuevo cuando vieron los monitores de la prisión de los cetagandanos, algo que no sabíamos cuando usted entró ahí. Esos números de código tienen cápsulas con drogas y las membranas lípidas de esas cápsulas se mantienen enteras por medio de un alineamiento con un campo magnético de poca energía que genera la cúpula. Una hora fuera de la cúpula y las membranas se quiebran y sueltan el veneno. Unas horas después, el sujeto muere… Una muerte muy desagradable. Supongo que es una forma de asegurarse de que no haya ninguna fuga posible.

Miles tembló y dijo en voz baja:

—Ya veo… —Se aclaró la garganta y agregó en tono más firme—: Capitán Thorne, quiero una recomendación… los honores más altos, a la comandante Elli Quinn y la capitana Elena Bothari Jesek. Nuestro… servicio de inteligencia ni siquiera sospechaba eso. En realidad, los datos del servicio de inteligencia eran defectuosos en muchos sentidos. Tendré que hablar con ellos, y muy seriamente, cuando les presente la cuenta de esta operación. No, no guarde eso, doctora. Quiero que me anestesie la mano, por favor. —Miles extendió la mano derecha para que la mujer se la examinara.

—Otra vez, ¿eh? —murmuró la doctora—. Supuse que ya habría aprendido algo… —Manipuló el bloqueador médico y Mi EES dejó de sentir la mano hinchada. De la muñeca para abajo, nada. Sólo los ojos le aseguraban que todavía estaba allí.

—Sí, pero ¿van a pagar esta operación ampliada? —le preguntó el capitán Thorne, con ansiedad—, Esto empezó como un golpe simple para sacar a un solo hombre, el tipo de operación en la que nos especializamos. Ahora estamos usando toda la flota. Estos malditos prisioneros son más que nosotros. Dos a uno. Eso no fue lo que se estipuló en el contrato original. ¿Y si nuestro empleador misterioso de siempre no está de acuerdo y nos deja en la estacada?

—No —dijo Miles—. Doy mi palabra. Pero… no hay duda de que voy a tener que llevar la cuenta en persona.

—QueDios les ayude entonces —musitó la doctora y se dedicó a sacar los códigos de las espaldas de los prisioneros.

El comodoro Ky Tung, un eurasiático bajo, de edad madura, enfundado en una media armadura y con un equipo de canal de comando, apareció junto a Miles cuando los primeros transbordadores cargados de prisioneros cerraron las compuertas y se elevaron rugiendo hacia la niebla negra. Despegaron en la posición en que estaban, sin esperar. Miles, que conocía la importancia que daba Tung a las buenas formaciones, se dio cuenta de que el tiempo era ahora el factor más acuciante.

—¿Adónde los llevamos? ¿Al piso de arriba? —preguntó Miles.

—Hemos robado un par de cargueros usados. Podemos poner unos cinco mil en cada uno. La salida va a ser dura y fea. Y rápida. Tendrán que acostarse y respirar lo menos que puedan.

—¿Qué tienen los cetagandanos para seguirnos?

—En este momento, apenas unos transbordadores policiales. La mayoría de su contingente militar espacial está al otro lado de su sol, y por eso elegimos este momento para bajar. … hemos tenido que esperar a que volvieran a sus maniobras de práctica. Te lo digo en caso de que te estés preguntando por qué hemos tardado tanto. En otras palabras, buscamos lo mismo que pensábamos hacer en el plan original para sacar al coronel Tremont.

—Pero nos hemos sobrepasado en diez mil. Y tenemos que hacer… ¿cuánto?, unas cuatro operaciones de carga, en lugar de una sola —dijo Miles.

—Sí, y será mejor que entiendas esto —sonrió Tung—. Pusieron esta prisión en este planeta externo y miserable para no tener que gastar en tropas y equipo para cuidarla y defenderla. Contaban con la distancia a Marilac y la continuación de la guerra allí mismo. Esperaban que eso impidiera cualquier idea de rescate. Y en el período en que entramos, la mitad del complemento de guardia se ha trasladado a otros puntos problemáticos. ¡La mitad!

—Confiaban en la cúpula. —Miles lo miró—. ¿Y las malas noticias?

La sonrisa de Tung se llenó de amargura.

—Esta vez nuestro tiempo total de ventana es de dos horas.

—La mitad de la flota local espacial es demasiado para nosotros. Aunque sea la mitad. ¿Y volverán en dos horas?

—Una hora cuarenta. Ya han pasado veinte minutos. —Una mirada a los ojos de Tung y Miles supo dónde estaba el reloj de operación, proyectado en holovídeo por el equipo de comando a un lado del campo de visión del comodoro.

Miles hizo un cálculo mental y bajó la voz.

—¿Vamos a poder levantar vuelo de la última operación de carga?

—Depende de lo rápido que podamos hacer las primeras tres —dijo Tung. Su cara, siempre inescrutable lo era más que nunca y no expresaba ni miedo ni esperanza.

Y eso depende, a su vez, de lo efectivo que haya sido yo en la práctica del ejercicio… Lo que se había hecho, se había hecho y punto. Lo que venía, todavía no estaba allí. Miles puso su atención el aquí y el ahora.

—¿Han encontrado a Elli y a Elena?

—Tengo a tres patrullas buscándolas.

Todavía no las habían encontrado. A Miles se le revolvió el estómago.

—No habría intentado ampliar esta operación si no hubiera sabido que me vigilabas todo el tiempo y que sabrías traducir mis palabras en órdenes concretas.

—¿Lo entendí bien? —preguntó Tung—. Estuvimos discutiendo mucho sobre algunas de las cosas que usted decía con doble sentido.

Miles miró a su alrededor.

—No. Está muy bien. ¿Tienes vídeos de todo? —Un gesto de la mano para señalar todo el círculo del campo.

—De ti, por lo menos. Directamente de los monitores de los cetagandanos. Los espías nos transmitían todos los días. Muy… muy entretenido, señor —agregó Tung con inocencia.

Algunos encuentran muy entretenido ver c6mo otros tienen que tragar varios sapos, uno tras otro, reflexionó Miles.

—Muy peligroso, diría yo… ¿cuándo os comunicasteis por, última vez?

—Ayer. —La mano de Tung tocó el brazo de Miles y abortó así un salto involuntario—. No puedes ser más eficiente que tres patrullas y así no tendré que usar otras tres para buscarte a ti.

—Sí, sí. —Miles se golpeó la palma de una mano con el puño de la otra sin pensar. Sus dos coagentes, los lazos vitales entre la cúpula y los Dendarii, no habían aparecido todavía. Los cetagandanos mataban siempre a los espías, siempre, con una coherencia deprimente. Después de una serie de interrogatorios que convertían la muerte en un alivio muy bienvenido… Trató de razonar. Si los hubieran descubierto, Tung se habría encontrado con una picadora de carne al bajar. No había sido así, o sea que el disfraz de técnicos de monitores había dado resultado. Claro está que podían haber muerto bajo fuego amigo… Amigos. Tenía demasiados amigos para poder permanecer cuerdo en medio de ese asunto de locos.

—Tú —dijo Miles mientras tomaba su ropa de manos del soldado que se la había traído—, vete allí —señaló con el dedo— y busca a una pelirroja que se llama Beatrice y a un hombre herido que se llama Suegar. Tráemelos. Cuidado con él. Tiene heridas internas.

El soldado saludó y se fue. Ah, el placer de dar una orden sin tener que acompañarla de un razonamiento teológico. Miles suspiró. El agotamiento estaba allí, esperando para tragárselo, agazapado en el borde de su burbuja de adrenalina e hiperactividad. Todos los factores —los transbordadores, el tiempo, el enemigo que se acercaba, la distancia hasta el punto de salto que se cerraría en dos horas— se formulaban y reformulaban en su mente en todas las variedades posibles. Pequeñas variaciones en el factor tiempo derivaban en problemas insuperables. Era un milagro que hubieran logrado lo que habían conseguido hasta el momento. No… Miró a Tung, a Thorne: un milagro, no. Era la iniciativa y la devoción extraordinarias de su gente. Bien hecho, sí, bien hecho.

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