William Gibson - Conde Cero

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La historia tiene lugar 8 años después de lo sucedido en 'Neuromante'. Turner, un mercenario profesional, es encargado de la extracción del científico Mitchel de la empresa Maas para llevarlo a la competencia, la Hosaka, otra empresa de investigación de biochips. Al mismo tiempo, Marly, una marchante de arte caída en desgracia, es contratada por un excéntrico y misterioso multimillonario, Josef Virek, para encontrar al autor de una serie de obras de arte. Para cerrar el círculo, en Barrytown, cerca de los Proyectos, Bobby Newmark, alias Conde Cero, experimenta un Wilson que casi lo mata al conectar en la matriz usando un bioware prestado por Dos-por-Dia, un traficante de soft de los Proyectos.

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—¿Accidente? ¡Usted mató a Jackie !

—Mis sistemas están sobreextendidos, hoy —dijo el hombre, con las manos en los bolsillos de un holgado abrigo marrón—. Realmente, esto es extraordinario...

—Eso no se hace —dijo Bobby, los ojos nublados por las lágrimas—. No se hace. No se puede matar a alguien sólo por estar allí...

— ¿Allí dónde? —El hombre se quitó las gafas y comenzó a limpiarlas con un inmaculado pañuelo blanco que sacó del bolsillo de su abrigo.

—Sólo por estar viva —dijo Bobby, dando un paso hacia adelante.

El hombre volvió a ponerse las gafas. —Esto nunca había sucedido antes.

—No se hace. —Más cerca, ahora.

—Esto se está poniendo aburrido. ¡Paco!

—Señor.

Bobby se volvió al oír la voz del niño y vio a un muchachito con un extraño traje almidonado, con botines de cuero negro abrochados con botones.

—Quítalo.

—Señor —dijo el chico; hizo una rígida reverencia y extrajo una diminuta Browning automática azul de la oscura chaqueta de su traje. Bobby miró los ojos negros bajo el lustroso mechón y vio una mirada que ningún niño pudo haber tenido jamás. El chico apuntó a Bobby con la pistola.

—¿Quién es usted? —Bobby ignoró el arma, pero no intentó acercarse más al hombre del abrigo.

El hombre lo miró con los ojos entrecerrados. — Virek. Josef Virek. Casi todo el mundo, tengo entendido, reconoce mi cara.

—¿Usted actúa en Gente de Importancia o algo así?

El hombre parpadeó, frunciendo el ceño. —No sé de qué hablas. Paco, ¿qué está haciendo esta persona aquí?

—Un trasvase accidental —dijo el niño, con voz dulce y hermosa—. Hemos concentrado el grueso de nuestro sistema vía Nueva York, en un intento de impedir la fuga de Ángela Mitchell. Éste trató de meterse en la matriz, junto a otra operadora, y se encontró con nuestro sistema. Aún estamos intentando determinar cómo atravesó nuestras defensas. Usted no corre ningún peligro. —El cañón de la pequeña Browning estaba absolutamente firme.

Y de nuevo la sensación de que algo le tocaba el brazo. No el brazo, exactamente, sino una parte de su mente, algo...

—Señor —dijo el niño—, estamos experimentando fenómenos anómalos en la matriz, tal vez como resultado de nuestra propia sobreextensión actual. Recomendamos enfáticamente que nos permita cortar sus lazos con la estructura hasta que podamos determinar la naturaleza de la anomalía.

Ahora la sensación era más intensa. Algo que rascaba, en el fondo de su mente...

—¿Qué? —dijo Virek—. ¿Y regresar a los tanques? Dudo mucho de que eso garantice que...

—Existe una posibilidad de peligro real —dijo el chico, y ahora el tono de su voz había cambiado. Movió ligeramente el cañón de la Browning—. Tú —dijo a Bobby—, acuéstate sobre los adoquines con los brazos y las piernas abiertas.

Pero Bobby miraba detrás de él, un cantero de flores, marchitándose y muriendo poco a poco, la hierba haciéndose gris y polvorienta mientras miraba, el aire sobre el cantero retorciéndose y arremolinándose. La sensación de que algo rascaba dentro de su cabeza era más fuerte, más urgente.

Virek se había vuelto para mirar las flores moribundas. —¿Qué sucede?

Bobby cerró los ojos y pensó en Jackie . Se oyó un sonido, y supo que era él quien lo hacía. Se estiró, dentro de sí mismo, y tocó la consola de Jammer. ¡Ven!, gritó, dentro de sí, sin saber ni preocuparse por saber a qué se dirigía. ¡Ven ahora! Sintió que algo cedía, algún tipo de barrera, y la sensación de algo que rascaba desapareció.

Cuando abrió los ojos, había algo en el cantero de flores muertas. Parpadeó. Parecía una sencilla cruz de madera pintada de blanco; alguien había colocado las mangas de una viejísima túnica naval sobre los brazos horizontales, una especie de frac manchado de moho con pesadas charreteras ribeteadas con deslucidos galones dorados, botones herrumbrosos, más galones en los puños... Un oxidado alfanje estaba apoyado contra el poste vertical blanco, y al lado había una botella medio llena de un fluido traslúcido.

El niño giró violentamente, la pequeña pistola fue como un borrón... Y se desmoronó, se replegó sobre sí mismo como un globo al desinflarse, un globo succionado hacia la nada, y la Browning cayó sobre el sendero de piedra como un juguete olvidado.

—Mi nombre —dijo una voz, y Bobby quiso gritar cuando se dio cuenta de que salía de su propia boca— es Samedi, y tú has matado a la montura de mi primo... Y Virek echó a correr, el holgado abrigo agitándose a sus espaldas, por los meandros del camino de bancos serpenteantes, y Bobby vio que otra de las cruces blancas esperaba allí, justo donde el sendero desaparecía en una curva. En ese momento también Virek debió verla; lanzó un grito, y el barón Samedi, el Señor de los Camposantos, el loa cuyo reino era la muerte, se cernió sobre Barcelona como una lluvia fría y oscura.

—¿Qué demonios pretendes? ¿Quién eres? —Una voz conocida, de mujer. No era la de Jackie .

—Bobby —dijo él, atravesado por pulsaciones de oscuridad—, Bobby...

—¿Cómo llegaste hasta aquí?

—Jammer. Él sabía. Su consola te detectó cuando me atrapaste. —Acababa de ver algo, algo descomunal... No recordaba... — Me envió Turner. Conroy. Dijo que le dijera que fue Conroy. El que usted busca es Conroy.... —Oía su voz como si fuese la de otro. Había estado en algún lugar, y regresado, y ahora estaba aquí, en el croquis esquemático de neón de Jaylene Slide. Cuando regresaba, había visto que la cosa enorme, la cosa que los había chupado, empezaba a mudar y desplazarse, pantagruélicos bloques que giraban, se fundían, adoptando nuevas posiciones, cambiando toda la configuración...

—Conroy —dijo ella. El sensual garabato se apoyó junto a la ventana de vídeo, algo en sus brazos expresaba cierto agotamiento, incluso fastidio—. Ya me parecía. —La imagen de vídeo quedó en blanco, y volvió a formarse como una toma de un antiguo edificio de piedra.— Park Avenue. Está allá arriba con todos esos euros, maquinando algún nuevo embrollo. — Suspiró. — Cree que está a salvo, ¿sabes? Aplastó a Ramírez como a una mosca, me mintió en la cara, salió volando a Nueva York y su nuevo trabajo, y ahora cree que está a salvo... —La figura se movió, y la imagen volvió a cambiar. Ahora la cara del hombre de pelo blanco, el hombre que Bobby había visto hablar con el tipo grandote, en el teléfono de Jammer, llenó la pantalla. Ella se ha metido en su línea, pensó Bobby...

—O no —dijo Conroy, cuando entró el audio—. En cualquiera de los casos, la tenemos. No hay problemas. —El hombre parecía cansado, pensó Bobby, pero lo superaba. Duro. Como Turnen

—Te he estado observando, Conroy —dijo Slide con suavidad—. Mi buen amigo Bunny me ha hecho el favor de observarte. No eres el único que sigue despierto en Park Avenue esta noche...

—No —decía Conroy—, podemos tenérsela mañana mismo en Estocolmo. Sin lugar a dudas. —Sonrió a la cámara.

—Mátalo, Bunny —dijo la mujer—. Mátalos a todos. Vuela todo el maldito piso y el de abajo también. Ahora.

—Muy bien —dijo Conroy, y entonces sucedió algo, algo que sacudió la cámara, desenfocando la imagen del hombre—. ¿Qué pasa? —preguntó con un tono de voz completamente distinto, y la pantalla quedó en blanco.

—Muere, hijo de puta —dijo Jaylene Slide.

Y Bobby fue impulsado de nuevo hacia la oscuridad...

Capítulo 33

Tromba y remolino

Marly pasó la hora a la deriva en la lenta tormenta, contemplando la danza del hacedor de cajas. La amenaza de Paco no la había atemorizado, aunque no dudaba de que estuviese dispuesto a cumplirla. Ignoraba qué ocurriría si abrían la escotilla. Morirían. Ella moriría, y Jones, y Wigan Ludgate. Tal vez el contenido de la cúpula se dispersaría en el espacio, una nube floreciente de encaje y plata manchada, canicas y pedazos de cordel, hojas marrones de libros viejos, en órbita perpetua alrededor de los núcleos. Aquello tenía el tono adecuado, de algún modo; el artista que había puesto al hacedor de cajas en movimiento se sentiría complacido...

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