William Gibson - Conde Cero

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La historia tiene lugar 8 años después de lo sucedido en 'Neuromante'. Turner, un mercenario profesional, es encargado de la extracción del científico Mitchel de la empresa Maas para llevarlo a la competencia, la Hosaka, otra empresa de investigación de biochips. Al mismo tiempo, Marly, una marchante de arte caída en desgracia, es contratada por un excéntrico y misterioso multimillonario, Josef Virek, para encontrar al autor de una serie de obras de arte. Para cerrar el círculo, en Barrytown, cerca de los Proyectos, Bobby Newmark, alias Conde Cero, experimenta un Wilson que casi lo mata al conectar en la matriz usando un bioware prestado por Dos-por-Dia, un traficante de soft de los Proyectos.

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—¿Matar a quién?

—Al que más quieres matar, hombre alquilado.

Angie dejó escapar un gemido, se estremeció, y comenzó a sollozar.

—Está bien —dijo Turner—. Estamos a mitad de camino, casi en casa. —Lo que acababa de decir era absurdo, pensó, mientras la ayudaba a levantarse del asiento; ninguno de los dos tenía casa. Encontró la caja de cartuchos en el anorak y sustituyó el que había usado contra el Honda. Encontró una navaja salpicada de pintura en la canastilla de herramientas del tablero, y desgarró el forro aislante del anorak; un millón de microtubos de poliaislamiento iban surgiendo a medida que cortaba. Cuando lo hubo sacado, metió la Smith & Wesson en la funda y se puso el anorak. Colgaba sobre él en grandes pliegues, como un impermeable demasiado grande, y no dejaba ver el bulto de la voluminosa pistola.

—¿Por qué hiciste eso? —preguntó ella pasándose el dorso de la mano por la boca.

—Porque ahí fuera hace calor y necesito cubrir el arma. —Metió el estuche lleno de Nuevos Yens usados en el bolsillo.— Vamos —dijo—, tenemos que tomar muchos trenes...

La condensación goteaba con insistencia desde la vieja cúpula de Georgetown, construida cuarenta años después de que los debilitados Federales se retiraran hacia los más bajos confines de McLean. Washington era una ciudad del sur, siempre lo había sido, y aquí podías sentir que el tono del Sprawl cambiaba si ibas en tren desde Boston. Los árboles del distrito de Columbia eran exuberantes y verdes, y sus hojas atenuaban las luces de arco a medida que Turner y Ángela Mitchell caminaban por las rotas aceras hacia Dupont Circle y la estación. Había bidones en la plaza, y alguien había encendido una fogata de basura en el gigantesco cuenco de mármol del centro. Pasaron junto a unas figuras silenciosas que estaban sentadas al lado de unas mantas extendidas sobre las que había depositado una surrealista variedad de trastos: estuches de cartón, hinchados por la humedad, de discos de audio de vinilo negro, maltrechas prótesis que arrastraban sus rudimentarias conexiones nerviosas, una polvorienta pecera de vidrio llena de chapas de identificación cuadradas, fajos de descoloridas postales sujetas con cinta elástica, baratos trodos Indo aún envueltos en el plástico del mayorista, juegos incompletos de saleros de cerámica, un palo de golf con un raído mango de cuero, navajas suizas a las que les faltaban hojas, una abollada papelera de lata con la cara de un presidente cuyo nombre Turner casi pudo recordar (¿Cárter? ¿Grosvenor?), impresa en ella, borrosos hologramas del Monumento...

Entre las sombras próximas a la entrada de la estación, Turner regateó en voz baja con un muchacho chino de téjanos blancos, cambiando el billete más pequeño de Rudy por nueve fichas de aleación estampadas con el barroco logotipo de la Autoridad de Tránsito del EMBA.

Dos fichas les dieron acceso a la estación. Tres de ellas se gastaron en máquinas expendedoras de café malo y pastas rancias. Las otras cuatro los llevaron hacia el norte, en el tren que corría silenciosamente sobre un cojín magnético. Turner se reclinó, rodeando a Angie con el brazo, y fingió cerrar los ojos; observó su reflejo en la ventana opuesta. Un hombre alto, ahora demacrado y sin afeitar, encorvado por la derrota, con una niña de ojos hundidos acurrucada junto a él. Ella no había hablado desde que salieran del callejón donde él había abandonado el deslizador.

Por segunda vez en una hora consideró la posibilidad de llamar a su agente. Si tienes que confiar en alguien, decía la regla, entonces confía en tu agente. Pero Conroy había dicho que había contratado a Oakey y a los demás a través del agente de Turner, y esa conexión lo hacía dudar. ¿Dónde estaba Conroy esa noche? Turner estaba relativamente seguro de que era Conroy quien había enviado a Oakey a darles caza con el láser. ¿Acaso la Hosaka habría dispuesto la explosión de Arizona para eliminar la evidencia de un abortado intento de defección? Pero de ser así, ¿por qué ordenarle a Webber que destruyese a los médicos, su unidad de neurocirugía, y la consola Maas-Neotek? Y otra vez la Maas... ¿Habría la Maas matado a Mitchell? ¿Cabía pensar que Mitchell estuviese realmente muerto? Sí, pensó, mientras la niña se movía a su lado en incómodo sueño; había una razón: Angie. Mitchell había temido que la mataran; había concertado la defección para sacarla, llevarla a la Hosaka, sin intención alguna de escapar él mismo. O, al menos, ésa era la versión de Angie.

Cerró los ojos, escapó al reflejo. Algo se movió en lo más profundo del aluvión de memorias grabadas de Mitchell. La vergüenza. Pero no pudo alcanzarlo del todo... Abrió los ojos repentinamente. ¿Qué había dicho ella en casa de Rudy? ¿Que su padre le había puesto eso en la cabeza porque no era lo bastante lista? Cuidando de no molestarla, retiró el brazo de su espalda y, metiendo dos dedos en el bolsillo de la cintura de sus pantalones, sacó el pequeño sobre de nailon negro de Conroy tirando de la cinta que tenía para llevarlo al cuello. Abrió el velero y dejó caer el hinchado y asimétrico biosoft gris sobre la palma de su mano abierta. Sueños mecánicos. Montaña rusa. Demasiado rápidos, demasiado ajenos para dejarse aprehender. Pero si querías algo, algo específico, tendrías que ser capaz de encontrarlo...

Hundió la uña del pulgar bajo la tapa del conector, la sacó y la depositó a su lado sobre el asiento de plástico. El tren estaba casi vacío, y ninguno de los otros pasajeros parecía prestarle atención. Respiró hondo, apretó los dientes, e insertó el biosoft...

Veinte segundos después tenía lo que había salido a buscar. Esta vez no fue afectado por la sensación de extrañeza, y concluyó que fue porque había salido a buscar esa cosa específica, ese hecho, exactamente el tipo de información que uno esperaría encontrar en el dossier de un investigador de primera: el cociente intelectual de su hija, reflejado por series enteras de exámenes anuales.

Ángela Mitchell tenía un cociente muy superior al promedio. Y lo había tenido siempre.

Sacó el biosoft del conector y distraídamente lo hizo girar entre el pulgar y el índice. La vergüenza. Mitchell y la vergüenza y el curso de posgrado... Las calificaciones, pensó. Quiero las notas del hijo de puta. Quiero los informes.

Conectó el dossier otra vez.

Nada. Lo tenía, pero no había nada.

No. Otra vez.

Otra vez...

—Maldita sea —dijo, viéndolo.

Un adolescente de cabeza rapada lo miró desde su asiento al otro lado del pasillo, y luego volvió a prestar atención al monólogo de su amigo: —Van a hacer los juegos otra vez, en la colina, a medianoche. Nosotros vamos a ir, pero sólo a mirar, no vamos a participar, sólo recostarnos y dejarlos que se rompan el culo entre ellos, y nos vamos a reír, a ver a quién le pegan más, porque la semana pasada le rompieron el brazo a Susan, ¿tú estabas allí cuando sucedió? Y fue divertido, porque Cal estaba tratando de llevarlos al hospital, pero estaba volado y se estrelló con esa Yamaha de mierda...

Turner volvió a conectar el biosoft.

Esta vez, cuando terminó, no dijo nada. Volvió a rodear a Angie con el brazo y sonrió, viendo su sonrisa en la ventana. Era una sonrisa feérica, propia del estado en que se encontraba.

Los antecedentes académicos de Mitchell eran buenos, extremadamente buenos. Excelentes. Pero el arco no estaba allí. El arco era algo que Turner había aprendido a buscar en los dossiers de los investigadores, esa inequívoca curva indicadora de brillantez. Podía detectar el arco del mismo modo en que un metalúrgico experto es capaz de identificar un metal observando la chispa que despide a alta fricción. Y Mitchell no lo había tenido.

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