William Gibson - Conde Cero

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La historia tiene lugar 8 años después de lo sucedido en 'Neuromante'. Turner, un mercenario profesional, es encargado de la extracción del científico Mitchel de la empresa Maas para llevarlo a la competencia, la Hosaka, otra empresa de investigación de biochips. Al mismo tiempo, Marly, una marchante de arte caída en desgracia, es contratada por un excéntrico y misterioso multimillonario, Josef Virek, para encontrar al autor de una serie de obras de arte. Para cerrar el círculo, en Barrytown, cerca de los Proyectos, Bobby Newmark, alias Conde Cero, experimenta un Wilson que casi lo mata al conectar en la matriz usando un bioware prestado por Dos-por-Dia, un traficante de soft de los Proyectos.

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La vergüenza. La residencia estudiantil. Mitchell había sabido, había sabido que no lo lograría. Y luego, de algún modo, lo hizo. ¿Cómo? No estaba en el dossier. Pero Mitchell, de una manera o de otra, se las ingenió para editar lo que proporcionó a la máquina de seguridad de la Maas. De otra forma se habrían dado cuenta... Alguien, algo, había encontrado a Mitchell en el bajón posterior a que se graduara y había comenzado a darle información. Datos, direcciones. Y Mitchell empezó a escalar con su arco duro y brillante y perfecto, que lo había llevado a la cima...

¿Quién? ¿Qué?

Miró el rostro dormido de Angie en el temblor de la luz del tren subterráneo.

Fausto.

Mitchell había hecho un trato. Tal vez Turner nunca llegara a conocer los detalles del acuerdo, o el precio de Mitchell, pero sabía que entendía la otra cara del asunto. Lo que a Mitchell se le había exigido a cambio.

Legba, Samedi, saliva surgiendo de los retorcidos labios de la niña.

Y el tren entró en la vieja Union en una negra bocanada de aire de medianoche.

—¿Taxi, señor? —Los ojos del hombre se agitaban detrás de unas gafas de tinte policromático que se movían como manchas de aceite en el agua. En el dorso de sus manos había cicatrices plateadas. Turner se acercó y lo tomó del brazo, sin dejar de andar, forzándolo contra una pared de rayadas baldosas blancas entre las columnas grises de la consigna.

—Efectivo —dijo Turner—. Pago en Nuevos Yens. Quiero mi taxi. Y ningún problema con el conductor. ¿Entendido? No soy tonto. —Apretó con más fuerza. —Si me creas problemas, volveré para matarte, o para hacerte desear que te hubiera matado.

—Entendido. Sí, señor. Entendido. Podemos hacer eso, señor, sí, señor. ¿Adonde quiere ir, señor? —Las demacradas facciones retorcidas de dolor.

—Hombre alquilado —la voz provenía de Angie, un ronco susurro. Y luego una dirección.

Turner vio los ojos aprehensivos del hombre temblar con nerviosidad tras los remolinos de colores. —¿Eso está en Madison? —alcanzó a decir—. Sí, señor. Yo le conseguiré un buen taxi, un taxi bueno de verdad...

* * *

—¿Qué sitio es éste? —preguntó Turner al taxista, al tiempo que se inclinaba hacia adelante para pulsar el botón del intercomunicador junto a la rejilla de acero—. ¿La dirección que le dimos?

Se oyó un ruido de estática. —El Hipermart. No hay muchas cosas abiertas a esta hora de la noche. ¿Busca algo determinado?

—No —dijo Turner. No conocía el lugar. Intentó recordar aquel tramo de Madison. Residencial, en su mayor parte. Incontables espacios de viviendas esculpidos en las cáscaras de edificios comerciales que databan de un tiempo en que el comercio necesitaba trabajadores administrativos que estuviesen físicamente presentes en un punto central. Algunos de los edificios eran lo bastante altos para penetrar una cúpula...

—¿Adonde vamos? —preguntó Angie con una mano apoyada en el brazo de él.

—Está todo bien —la tranquilizó—. No te preocupes.

— Dios — dijo ella, apoyándose en el hombro de Turner y alzando la vista hacia el logo de neón rosado del Hipermart, que desgarraba la fachada de granito del viejo edificio —. Allá en la meseta solía soñar con Nueva York. Tenía un programa de gráficos que me llevaba por todas las calles, a museos y otras cosas. Quería venir aquí más que nada en el mundo...

—Bueno, lo lograste. Estás aquí.

Ella se echó a llorar, abrazándolo, la cara contra su pecho desnudo. —Estoy asustada, estoy tan asustada...

—Todo irá bien —dijo Turner mientras le acariciaba el pelo, con los ojos fijos en la entrada principal. No tenía por qué creer que nada llegase a estar bien para ninguno de los dos. Ella parecía no tener idea de que las palabras que los habían llevado hasta allí habían salido de su boca. Pero, pensó, no las había dicho ella...

Había mendigos acurrucados a ambos lados de la entrada del Hipermart, bultos horizontales de harapos que habían tomado el mismo color de la acera; miraron a Turner como si estuviesen siendo lentamente moldeados a partir del oscuro hormigón, para convertirse en extensiones móviles de la ciudad.

—El Jammer's —dijo la voz, ahogada en el pecho de Angie, y él sintió una fría repulsión—, un club. Busca el caballo de Dambala. —Y se echó a llorar otra vez. Él la tomó de la mano y, dejando atrás a los dormidos trashumantes, entraron por la puerta de cristal, bajo deslucidas volutas doradas. Vio una máquina de café exprés al final de un pasillo de toldos y puestos cerrados, una chica con una cresta de pelo negro limpiando un mostrador.

—Café —dijo—. Comida. Vamos. Necesitas comer.

Sonrió a la chica mientras Angie se acomodaba en un taburete. —¿Puedo pagar en efectivo? —preguntó—. ¿Aceptas efectivo?

Ella lo miró y alzó los hombros. Él sacó un billete de veinte del bolso de Rudy y se lo enseñó.

— ¿Qué queréis?

—Café. Y comida.

—¿Eso es todo lo que tiene? ¿Nada más pequeño?

Él sacudió la cabeza.

—Lo siento. No le puedo dar cambio.

—No tienes por qué.

—¿Está loco?

—No, pero quiero café.

—Vaya propina, jefe. No gano eso en una semana.

—Es tuyo.

El rostro se le contrajo de rabia. —Usted está con esos locos de arriba. Guárdese el dinero. Estoy cerrando.

—No estamos con nadie —dijo inclinándose ligeramente sobre el mostrador, de modo que el anorak se abriera y ella pudiese ver la Smith & Wesson—. Estamos buscando un club. Un sitio que se llama Jammer's.

La chica miró a Angie, y luego a Turner. —¿Está enferma? ¿Volada? ¿Qué es esto?

—Aquí está el dinero —dijo Turner—. Danos nuestro café. Si quieres ganarte el cambio, dime cómo encontrar el Jammer's. Tengo que saberlo. ¿Entiendes?

La chica escondió el gastado billete y fue hasta la máquina de café. —Creo que ya no entiendo nada. —Apartó ruidosamente unas tazas y vasos con restos de leche. — ¿Qué pasa con el Jammer's? ¿Eres amigo de Jammer? ¿Conoces a Jackie ?

—Claro —dijo Turner.

—Pasó por aquí esta mañana temprano con un taradito de las afueras. Supongo que subieron allá arriba...

—¿Adonde?

—Al Jammer's. Después empezaron a pasar cosas raras.

—¿Sí?

—Todos esos mal nacidos de Barrytown, engominados y de zapatos blancos, entrando como si fuera su casa. Y ahora, vaya si lo es, los dos últimos pisos. Empezaron a pagarle a la gente para que se fuera de los puestos. En los pisos de abajo muchos cerraron y se fueron. Demasiado raro...

— ¿Cuántos eran?

El vapor salió rugiendo de la máquina. —Unos cien. He pasado todo el día muerta de miedo, pero no puedo encontrar a mi jefe. De todos modos, cierro dentro de media hora. La que hace el turno del día no apareció, o quizá vino, olió problemas, y se fue... —Tomó la pequeña taza y la puso delante de Angie. —¿Te encuentras bien, cariño?

Angie asintió.

—¿Tienes alguna idea de lo que está haciendo esa gente? —preguntó Turner.

La chica había regresado a la máquina, que volvió a rugir. —Creo que esperan a alguien —dijo en voz baja, y sirvió el café de Turner—. O que alguien trate de salir del Jammer's, o que alguien trate de entrar...

Turner bajó la mirada y contempló los remolinos de espuma marrón de su café. —¿Y nadie ha llamado a la policía?

—¿La policía? Jefe, esto es el Hipermart. Aquí la gente no llama a la policía...

La taza de Angie se hizo añicos sobre el mostrador de mármol.

—Abrevia, hombre alquilado —susurró la voz—. Conoces el camino. Entra.

La chica quedó boquiabierta. —Dios mío —dijo—. Tiene que estar completamente volada... —Miró a Turner con frialdad. — ¿Es usted quien se la da?

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