En algún momento empecé a estar borracho y Kmuzu casi desvalido. Recuerdo a Chiri cerrando el bar a las tres de la madrugada. Contó la caja registradora y me ofreció el dinero. Le di la mitad de los billetes, como correspondía a nuestro acuerdo, luego pagué los salarios de Yasmin y de las otras cuatro. Todavía me quedó un grueso fajo de billetes.
Me gané un ardiente beso de buenas noches de un transexual llamado Lily y un pedazo de papel con el teléfono de alguien llamado Rani. Creo que Rani también le dio el papel a Kmuzu, para cubrir sus apuestas.
Ahí es cuando sobrevino el apagón. No sé cómo logramos volver a casa, pero no trajimos el coche con nosotros. Lo siguiente que recuerdo es despertarme en la cama y a Kmuzu a punto de derramar zumo de naranja y café caliente sobre mí.
—¿Dónde está el agua? —dije, vagando por la habitación, con los sunnies en una mano y los zapatos en la otra.
—Aquí, yaa Sidi.
Le quité el vaso y me tragué las tabletas.
—Te dejo un par para ti —le dije.
Parecía consternado.
—No puedo.
—No es recreativa. Es medicinal.
Kmuzu superó su aversión a las drogas lo suficiente como para tomar una soneína.
Yo distaba mucho de estar sobrio y los sunnies no me iban a resultar de mucha ayuda. Ya no me dolía, pero sólo estaba vagamente consciente. Me vestí rápido sin reparar en lo que me ponía. Kmuzu se ofreció a hacerme el desayuno, pero la mera idea me revolvía el estómago. Por una vez Kmuzu no insistió en que comiera. Creo que se alegraba de no tener que cocinar.
Bajamos la escalera a duras penas. Llamé un taxi para que me llevara al trabajo y Kmuzu me acompañó a fin de recuperar el sedán. En el taxi, recliné la cabeza contra el asiento, cerré los ojos y oí ruidos peculiares en mi cabeza. Mis oídos repicaban como la sala de máquinas de un antiguo remolcador.
—Que tengas un buen día —dijo Kmuzu, cuando llegamos a la comisaría.
—Que viva hasta la hora de comer, quieres decir.
Salí del taxi y me abrí paso entre mi grupo de jóvenes partidarios, arrojándoles un poco de dinero.
El sargento Catavina me miró con displicencia entrar en mi cubículo.
—No tienes buen aspecto.
—No me encuentro bien.
Catavina chasqueó la lengua.
—Te he contado lo que hago cuando estoy un poco resacoso.
—No apareces por el trabajo —le dije, desplomándome en la silla de plástico; no tenía ganas de charlar con él.
—Eso siempre funciona —dijo, saliendo de mi cubículo.
Yo no le gustaba, y a mí parecía no importarme.
Shaknahyi llegó quince minutos tarde. Yo seguía contemplando mi ordenador, incapaz de escarbar en la montaña de papeles que esperaban en mi escritorio.
—¿Qué tal? —dijo. No esperó mi respuesta—. Hajjar quiere vernos ahora mismo.
—No estoy presentable —dije abatido.
—Ya se lo he dicho. Vamos, mueve el culo.
Le seguí, renuente, por el pasillo hasta la pequeña oficina de Hajjar entre paredes de cristal. Aguardamos de pie ante su escritorio mientras él jugueteaba con una pequeña montaña de clips. Tras unos segundos levantó la vista y nos dirigió una mirada escrutadora. Era un acto meditado. Tenía algo difícil que decirnos y quería que supiéramos que le-dolía-más-a-él-que-a-nosotros.
—No me gusta tener que hacer esto —dijo, y parecía realmente apenado.
—Entonces olvídalo, teniente —le dije—. Vamos, Jirji, dejémoslo solo.
—Cállate, Audran —dijo Hajjar—. Reda Abu Adil ha presentado una queja oficial. Creo que os dije que le dejarais en paz.
No habíamos vuelto a ver a Abu Adil, pero hablamos con todos sus macarras a sueldo que pudimos arrinconar.
—Muy bien —dijo Shaknahyi—, lo suspenderemos.
—La investigación ha terminado. Hemos reunido toda la información que necesitábamos.
—Vale —dijo Shaknahyi.
—¿Comprendéis? A partir de ahora dejad tranquilo a Abu Adil. No tenemos nada contra él. No está bajo ningún tipo de sospecha.
—Correcto —dijo Shaknahyi.
Hajjar me miró.
—Perfecto —dije.
Hajjar asintió.
—Muy bien. Ahora, hay algo que quiero que comprobéis.
Le ofreció a Shaknahyi una hoja de papel azul claro.
Shaknahyi la observó.
—Esta dirección está por aquí cerca.
—Aja —respondió Hajjar—. Hemos recibido ciertas quejas del vecindario. Parece otro traficante de bebés, pero ese tipo tiene un horrible método. Si encontráis a On Cheung, detenedlo y traedlo a la comisaría. No os molestéis por las pruebas, ya las fabricaremos más tarde. Si no está allí, mirad a ver qué encontráis y traedlo.
—¿De qué le acusamos? —pregunté.
Hajjar se encogió de hombros.
—No es necesario acusarle de nada. Ya oirá bastantes cargos en el juicio.
Miré a Shaknahyi, que se encogió de hombros. Así era como antaño solía actuar el departamento de policía. El teniente Hajjar debía de sentir nostalgia de los viejos tiempos.
Salimos de la oficina de Hajjar y nos dirigimos al ascensor. Shaknahyi se metió el papel azul en el bolsillo de la camisa.
—No tardaremos mucho —dijo—. Luego iremos a comer algo.
La mera idea de la comida me produjo náuseas. Me di cuenta de que todavía estaba medio borracho. Pedí a Alá que mi estado no acarreara complicaciones en la calle.
Circulamos seis manzanas hacia una zona de desmedrados edificios de ladrillo rojo. Los niños jugaban en la calle, chutando un balón de fútbol de aquí para allá y lanzando fuertes gritos.
— Yaa Sidi! Yaa Sidi! — gritaron cuando divisaron el coche policía.
Observé que algunos de ellos eran los niños a quienes daba dinero cada mañana.
—Te estás convirtiendo en una celebridad en este barrio —dijo Shaknahyi divertido.
Grupos de hombres se sentaban frente a los edificios en viejas sillas de cocina, bebiendo té, conversando y mirando pasar el tráfico. Dejaron de hablar en cuanto aparecimos. Nos miraron caminar con los ojos entornados, llenos de odio. Al pasar alcancé a oír sus comentarios sobre nosotros.
Shaknahyi consultó la hoja azul y comprobó la dirección de uno de los edificios.
—Éste es —dijo.
Se trataba de una turbia tienda, cuyo escaparate estaba tapado por trozos de cajas de cartón pegados por dentro.
—Parece abandonado —dije.
Shaknahyi asintió y nos acercamos a algunos de los hombres que nos vigilaban de cerca.
—¿Alguien sabe algo sobre un tal On Cheung? —preguntó.
Los hombres se miraron entre sí, pero ninguno de ellos dijo nada.
—Un bastardo que compra niños. ¿Lo habéis visto?
No creí que ninguno de esos hombres desaliñados y muertos de hambre nos tendiera una mano, pero al fin uno de ellos se levantó.
—Yo os lo explicaré —dijo.
Los demás se burlaron de él y escupieron a sus pies mientras nos seguía a Shaknahyi y a mí hasta la acera.
—¿Qué es lo que sabes? —preguntó Shaknahyi.
—Ese tal On Cheung apareció hace unos meses —dijo el hombre. Miraba por encima del hombro con nerviosismo—. Cada día acudían mujeres a su tienda. Al entrar llevaban niños. Poco después salían, pero no con los niños.
—¿Qué hacía con los niños? —pregunté.
—Les rompía las piernas —dijo el hombre—. Les cortaba las manos o les arrancaba la lengua para que la gente se compadeciera de ellos y le diesen dinero. Luego los vendía a los propietarios de esclavos, quienes los lanzaban a la calle a mendigar. A veces vendía a las niñas más mayores a los chulos.
—On Cheung morirá al atardecer si Friedlander Bey se entera de esto —dije.
Shaknahyi me miró como si me hubiera vuelto loco. Se dirigió a nuestro informador.
Читать дальше