George Effinger - Un fuego en el Sol

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Un fuego en el Sol: краткое содержание, описание и аннотация

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En otros tiempos era un buscavidas callejero de los bajos fondos conocidos como el Budayén. Ahora, Marîd Audran se ha convertido en aquello que más odiaba. Ha perdido su orgullosa independencia para pasar a ser un títere de Friedlander Bey, aquell-que-mueve-los-hilos, y a trabajar como policia.
Al mismo tiempo que busca la forma de enfrentarse a sí mismo y al nuevo papel que le ha tocado adoptar, Audran se topa con una implacable ola de terror y violencia que golpea a una persona que ha aprendido a respetar. Buscando venganza, Audrán descubre verdades ocultas sobre su propia historia que cambiarán el curso de su propia vida para siempre.
Un fuego en el Sol

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Pasó la tarde y volvió a caer la noche. Por toda la feria, los hombres colocaban antorchas encendidas en baluartes de hierro, sobre altos postes. Maryam seguía llevando a la mujer de tienda en tienda, pero la mujer ya no disfrutaba del espectáculo. Sentía la proximidad de la catástrofe. Sentía la urgente necesidad de escapar, pero sabía que jamás encontraría la salida del infinito territorio de la feria.

Y entonces sonó un grito de alarma.

—¿Qué es eso? —preguntó atónita.

La gente huía a su alrededor.

Yallah! — gritó Maryam, con el rostro lleno de horror—. ¡Corre! ¡Corre y salva tu vida!

—¿Qué es eso? —gritó la mujer —. ¡Dime qué es eso!

Maryam cayó al suelo, llorando y sollozando.

—¡En el nombre de Alá, el clemente, el misericordioso! —murmuraba una y otra vez.

La mujer no pudo obtener más información de ella.

La dejó allí y siguió al río de gente aterrorizada que corría entre las tiendas. Y entonces la mujer los vio: dos inmensos gigantes, de un tamaño utópico, cientos de metros de altura, aplastando el paisaje al aproximarse. Caminaron por las remotas montañas y el estruendo de sus impresionantes pisadas agitaba las aguas del lago. La tierra palpitaba a medida que se acercaban. La mujer se llevó una mano al pecho, luego retrocedió unos pasos, temblorosa.

Uno de los gigantes volvió la cabeza y la miró directamente. Era espantoso y horrible, con una gran cicatriz que le surcaba la cuenca vacía de un ojo y un puñado de colmillos podridos y rotos. Extendió el brazo y señaló hacia ella.

—No —dijo ella, con la voz enronquecida por el miedo—, ¡a mí no!

Quiso correr pero no podía moverse. El gigante se detuvo ante ella, feroz y amenazador. Se inclinó para cogerla en su enorme mano.

—¡María! —sollozó la mujer—. ¡Por favor!

No ocurrió nada. El puño del gigante la atenazó.

La mujer intentó desconectarse el moddy, pero sus brazos estaban paralizados.

El gigante desfigurado la levantó del suelo y se la acercó a su único ojo. Esbozó una horrible sonrisa y se echó a reír del terror de la mujer. Su apestoso aliento le producía náuseas. Luchó por levantar las manos y quitarse el moddy. Pero sus manos estaban rígidas. Lloraba y lloraba y, por fin, se desmayó.

Se me nublaron los ojos por un instante y pude oír a Chiri recuperando el aliento a mi lado. No creí que estuviera tan alterada. Después de todo sólo era un juego Transpex, no era la primera vez que lo hacía. Sabía lo que le esperaba.

—Eres un cabrón morboso, Marîd —dijo por fin.

—Oye, Chiri, sólo estaba…

Movió la mano ante mí.

—Lo sé, lo sé. Has ganado el juego y la apuesta. Aún estoy un poco aturdida, eso es todo. Te daré el dinero esta noche.

—Olvídate del dinero, Chiri, yo…

No debí decir eso.

—Hey, hijo de puta, cuando pierdo una apuesta, pago. Cogerás el dinero o te lo haré tragar. Pero, Dios, tienes una imaginación retorcida.

—Esa última parte —dijo Courane con aprobación—, cuando no podía levantar las manos para desenchufarse el moddy, fue realmente desalmada.

—Algo endiabladamente sádico, por tu parte —dijo Chiri, temblando aún—. Es la última vez que toco un Transpex contigo.

—Unos cuantos puntos adicionales, eso es todo, Chiri. No sabía cuál era mi puntuación. Podía haber necesitado dos puntos más.

—Has terminado con novecientos cuarenta y uno —dijo Shaknahyi. Me miraba con extrañeza, impresionado por mi puntuación y al mismo tiempo con repugnancia—. Tenemos que irnos.

Se levantó y echó el último trago de su bebida floja.

Yo también me levanté.

—¿Estás bien ya, Chiri? —dije, poniéndole la mano en el hombro.

—Estoy perfectamente. Aún tiemblo por el juego. Fue como una pesadilla —dijo mientras respiraba hondo—. Tengo que regresar al club para que Indihar pueda irse a casa.

—¿Te acercarnos? —dijo Shaknahyi.

—Gracias —dijo Chiri—, pero tengo mi propio vehículo.

—Entonces, nos vemos luego —le dije.

Kwa herí, bastardo.

Al menos se rió al decirlo. Pensé que quizás las cosas se habían arreglado entre nosotros. Me alegraba mucho de eso.

Una vez afuera, Shaknahyi sacudió la cabeza y sonrió.

—Ella tenía razón, sabes. Fue algo muy sádico. Como una tortura innecesaria. Eres un degenerado hijo de puta.

—Tal vez.

—Y tengo que circular por la ciudad contigo.

Ya estaba harto de hablar de eso.

—¿Es hora de fichar? —pregunté.

—Casi. Vayamos a la comisaría y luego ¿por qué no vienes a cenar a mi casa? ¿Tienes algún plan? ¿Crees que Friedlander Bey se las arreglará sin ti por una noche?

No soy una persona muy sociable y siempre me siento incómodo en las casas de los demás. Sin embargo, la idea de pasar una noche lejos de Papa y su circo de emociones me resultó extraordinariamente atractiva.

—Seguro —dije.

—Déjame llamar a mi esposa y preguntarle si le va bien esta noche.

—No sabía que estuvieras casado, Jirji.

Se limitó a levantar las cejas y dictar su código al teléfono. Mantuvo una breve conversación con su esposa y luego volvió a colgarse el teléfono en el cinturón.

—Dice que perfecto. Ahora se dedicará a limpiar y a cocinar. Se vuelve loca cuando llevo a alguien a casa.

—No tiene que molestarse por mí —le dije.

Shaknahyi sacudió la cabeza.

No es por ti, créeme. Procede de una familia anticuada y se pasa todo el tiempo demostrando que es la perfecta esposa musulmana.

Nos detuvimos en la comisaría, cedimos el coche patrulla a los muchachos del turno de noche y nos reportamos brevemente a Hajjar. Luego fichamos y bajamos la escalera hacia la calle.

—Normalmente voy a casa caminando a no ser que llueva —dijo Shaknahyi.

—¿A cuánto queda? —pregunté.

Era una tarde agradable pero no deseaba dar una larga caminata.

—A unos cinco kilómetros o cinco y medio.

—Olvídalo —dije—. Buscaré un taxi.

Siempre había siete u ocho taxis esperando pasajeros en el bulevar il-Jameel, cerca de la puerta este del Budayén. Busqué a mi amigo Bill, pero no lo vi. Tomamos otro taxi y Shaknahyi indicó la dirección al taxista.

Era una casa de apartamentos en una zona de la ciudad llamada Haffe al-Khala, el umbral del desierto. Shaknahyi y su familia vivían tan al sur como se extendía la ciudad, tan cerca del desierto que montañas de arena, que parecían pequeñas dunas, reptaban hasta las paredes de los edificios. En estas calles no había ni árboles ni flores. Estaban desiertas, silenciosas y muertas, era el lugar más triste que había visto en mi vida.

Shaknahyi debió de adivinar lo que estaba pensando.

—Es todo lo que puedo pagar —dijo amargamente—. Vamos, es mejor por dentro.

Lo seguí hasta el zaguán de la casa y luego escalera arriba hasta su piso de la tercera planta. Abrió la puerta de la entrada y de inmediato fue atajado por dos niños pequeños. Se colgaron de sus piernas mientras entraba en el recibidor. Shaknahyi se inclinó riendo y puso las manos en las cabezas de los niños.

—Mis hijos —dijo con orgullo—. Éste es el pequeño Jirji, tiene ocho años, y Hakim de cuatro. Zahra tiene seis. Seguramente está ayudando a su madre en la cocina.

Bueno, no tengo demasiada paciencia con los niños. Supongo que a los demás les gustan, pero yo nunca he comprendido para qué son. Sin embargo, cuando se tercia puedo ser educado con ellos.

—Tienes unos hijos muy guapos —dije—. Te hacen honor.

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