George Effinger - Un fuego en el Sol

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En otros tiempos era un buscavidas callejero de los bajos fondos conocidos como el Budayén. Ahora, Marîd Audran se ha convertido en aquello que más odiaba. Ha perdido su orgullosa independencia para pasar a ser un títere de Friedlander Bey, aquell-que-mueve-los-hilos, y a trabajar como policia.
Al mismo tiempo que busca la forma de enfrentarse a sí mismo y al nuevo papel que le ha tocado adoptar, Audran se topa con una implacable ola de terror y violencia que golpea a una persona que ha aprendido a respetar. Buscando venganza, Audrán descubre verdades ocultas sobre su propia historia que cambiarán el curso de su propia vida para siempre.
Un fuego en el Sol

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George Alec Effinger

Un fuego en el Sol

Los niños empiezan amando a sus padres. Después de un tiempo los juzgan. Raras veces los perdonan.

Óscar Wilde El retrato de Dorian Gray

1

Durante varios días viajamos por la autopista de la costa hacia Mauritania, la parte de Argelia en la que nací. En aquella ocasión, a pesar de su letárgico ritmo, el destartalado y viejo autobús nos condujo desde la ciudad hasta un pueblo olvidado de Alá sin siquiera darme tiempo a aprender su nombre. Los siglos transcurren sin cesar, en el mundo árabe llegan y parten sobre el techo de traqueteantes autobuses que tienen más problemas para mantenerse en servicio que los que tenían las grandes recuas de camellos. Recordé cómo eran esos viajes en autobús cuando yo era niño, sentado o de pie en el pasillo con otros cincuenta muchachos y hombres, y unas dos docenas más apiñados sobre el techo. Los autobuses pasaban entonces ante mi casa. Veía cabezas con turbantes, feces o gorros de lana, cabezas con keffiyas blancas o a cuadros. Todos eran hombres. Pensaba preguntárselo a mi padre, cuando lo encontrase.

—Oh padre —le diría—, dime por qué sólo van hombres en el autobús. ¿Dónde están sus mujeres?

Siempre imaginaba que mi padre —yo lo concebía alto y delgado, con una feroz barba oscura, un hombre como un halcón o un águila, en mi fantasía, árabe, aunque mi madre me había dado su palabra de que era francés— se quedaría pensativo mirando hacia el sol radiante, meditando una estudiada respuesta a su joven hijo.

—Oh Marîd, querido —diría él, con una voz profunda y enérgica que nacería del fondo de su garganta como si no empleara los labios para hablar, aunque mi madre me decía que no era en absoluto así—. Marîd, las mujeres irán más tarde. Los hombres enviarán luego por ellas.

—Ah —exclamaría yo.

Mi padre podía penetrar en todos los misterios. Conocía la respuesta correcta a todas mis preguntas. Era más sabio que el caíd de nuestro pueblo, más culto que el hombre cuya cara llenaba los carteles de la pared donde meábamos.

—Padre —le preguntaría—, ¿por qué meamos en la cara de ese hombre?

—Porque es idolatría colocar su rostro en tal cartel, sólo es propio de un sucio callejón como éste y, por tanto, el Profeta, que la bendición de Alá y la paz sean con él, nos diría que lo que hacemos con estas imágenes es justo y honesto.

—Padre… —Yo siempre tendría una nueva pregunta y él la paciencia de un santo. Me sonreiría, me pondría la mano tiernamente sobre la cabeza—. Padre, siempre he deseado preguntarte qué harías si fueras a mear y tuvieras la vejiga tan llena que te explotase sin que pudieras evitarlo, y mientras estuvieras meando, precisamente entonces, el muecín…

Saied me propinó un fuerte golpe en la sien con la palma de la mano.

—¿Te duermes aquí?

Le miré. Todo me deslumbraba. No podía recordar dónde demonios estábamos.

—¿Dónde demonios estamos? —le pregunté.

—Tú eres el del Magreb, el grande y salvaje oeste —resopló—. Dímelo tú.

—¿Hemos llegado ya a Argelia? —No lo creía.

—No, estúpido. Llevo tres horas sentado en este maldito café contemplando las verrugas de ese gordo loco. Se llama Hisham.

—¿Dónde estamos?

—Acabamos de pasar Cartago. Estamos en las afueras del Antiguo Túnez. Escúchame. ¿Cómo se llama el viejo?

—¿Eh? No me acuerdo.

Me golpeó fuerte en la sien derecha con la palma de la otra mano. Llevaba dos noches sin dormir. Estaba algo aturdido. En cualquier caso, él hacía la parte fácil del trabajo: se sentaba en torno a las paradas de autobús, bebía té de menta con los cabecillas locales y maldecía a los bandidos de los cristianos, a los bandidos de los judíos, a los bandidos de los negros idólatras y todo en general, en maldita calma; mientras que para mí quedaban los callejones malolientes y llenos de moscas. No recordaba por qué nos repartimos así el trabajo. Después de todo, se suponía que yo era el jefe, yo había tenido la idea de buscar a esa mujer, era mi viaje y empleábamos mi dinero. Pero Saied se llevó el té de menta y la charla y yo, bueno, no voy a volver sobre lo mismo.

Esperamos el tiempo adecuado. El sol desaparecía tras la muralla occidental, era casi el momento de llamar a la oración del ocaso. Miré a Saied, que dormitaba. Bien, pensé, ahora le sacudiré en la cabeza. Apenas me levanté y di un pasito, cuando abrió los ojos.

—Creo que ya es la hora —dijo bostezando.

Asentí, no tenía nada que decir. Me puse cómodo y Saied Medio Hajj inició su representación.

Saied es un mentiroso por naturaleza, y es un placer verlo en plena actuación. Se había enchufado el módulo de personalidad que más le gustaba: su moddy de los trabajos difíciles, acorazado, el moddy de tipo duro hijo de mala madre. Nadie se metía con Medio Hajj cuando lo llevaba puesto.

De nuevo en casa, en la ciudad, Saied pensaba que ganar dinero era rebajarse. Le gustaba sentarse en los cafés conmigo, Mahmoud y Jacques, todo el día y toda la noche. Su pipiolo, el muchacho americano a quien todos llamaban Abdul-Hassan, salía con hombres maduros y era quien llevaba el dinero a casa para pagar el alquiler. A Saied le gustaba fanfarronear y ceñir su gallebeya con un ancho cinturón de cuero negro, adornado con delgadas tiras de acero y tachuelas. Medio Hajj cuidaba mucho su aspecto.

Consideraba una diversión lo que estaba haciendo en el borde del camino de ese suburbio piojoso. Esperé unos minutos y le seguí, doblé la esquina hasta el café. Me colé en él, desarreglado, sucio, y tomé asiento en un rincón sombrío. El propietario me miró, frunció el ceño y se volvió hacia Saied. Nadie se fijaba en mí. Saied terminaba la coletilla de un chiste que le había oído una docena de veces desde que salimos de la ciudad. Cuando llegó al desenlace, el encargado y los otros cuatro hombres del largo mostrador rompieron a reír. Les agradaba Saied. Sabía gustar a la gente allí donde iba. Ese talento estaba programado en un chip potenciador añadido a su moddy de tipo malo. Con el moddy y los daddy chips apropiados, no importaba dónde hubieras nacido ni dónde te hubieras criado. Podías hacerte con todo tipo de gente, hablar cualquier idioma, y dominar cualquier situación. Tu memoria a corto plazo recibía directamente la información. Podías convertirte literalmente en otra persona, Ramsés II o Buck Rogers en el siglo xxv, hasta que te desconectases el moddy y los daddies.

Saied se comportaba con rudeza y ferocidad, pero también con encanto, si podéis imaginar la mezcla. Observé al propietario agarrar la tetera. Sirvió té en el vaso de Medio Hajj y derramó un poco en el mostrador de madera. Nadie se movió para limpiarlo. Saied levantó el vaso para beber y lo volvió a dejar.

Yaa salaam! — rugió, dando un salto.

—¿Qué sucede, amigo? —preguntó Hisham, el propietario.

—¡Mi anillo! —gritó Saied.

Llevaba un gran anillo de oro, que había estado pasando por las narices del viejo durante dos horas. En el centro tenía un enorme diamante redondo.

—¿Qué pasa con tu anillo?

—¡Míralo tú mismo! ¡La piedra, el diamante, ha desaparecido!

Hisham cogió el nervioso brazo de Saied y vio que, en verdad, había perdido el diamante.

—Debe de haberse caído —dijo el viejo, con la sabiduría popular propia de estos fosilizados andurriales.

—Sí, caído —dijo Saied, sin tranquilizarse lo más mínimo—. Pero ¿dónde?

—¿Lo ves?

Saied realizó una brillante actuación, buscando por el suelo alrededor de su taburete.

—No, estoy seguro de que no está aquí —dijo por fin.

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