—Déjame en paz, Rocky. Sólo quiero ginebra y bingara. —Me volví hacia Kmuzu, que estaba de pie a mi espalda—. Siéntate.
—¿Y éste quién es? —dijo Rocky—, ¿tu esclavo o algo así?
Asentí.
—Sírvele lo mismo.
Kmuzu levantó una mano.
—Simplemente un soda club, por favor —dijo.
Rocky me miró y yo le hice un discreto gesto con la cabeza.
Jo-Mama salió de su despacho y me sonrió.
—Marîd, ¿cómo estás? Ya no se te ve el pelo.
—He estado muy ocupado.
Rocky dejó una bebida ante mí y otra idéntica ante Kmuzu.
Jo-Mama le dio una palmada en el hombro a Kmuzu.
—Sabes, tu jefe tiene cojones —dijo con admiración.
—Algo he oído —respondió Kmuzu.
—Sí. Todos hemos oído algo —dijo Rocky, torciendo un poco la boca.
Kmuzu dio un sorbo a su ginebra con bingara e hizo un aspaviento.
—Este soda club sabe raro.
—Es el zumo de lima —dije sin pensar.
—Sí, te he puesto un poco de lima —dijo Rocky.
—Oh —dijo Kmuzu, dando otro sorbo.
Jo-Mama se rió. Era la mujer más grande que he visto en mi vida, grande, corpulenta y siempre cordial. Tenía una voz fuerte y ronca y una memoria prodigiosa para acordarse de quién le debe dinero y quién le ha hecho alguna mala pasada. Cuando se ríe, ves la cerveza espumear en los vasos por todo el bar, y cuando se enfada, no te da tiempo a ver nada.
—Tus amigos están en la mesa del fondo —me dijo.
—¿Quién?
—Mahmoud, Medio Hajj y ese cristiano altanero.
—Mis antiguos amigos.
Jo-Mama se encogió de hombros. Yo cogí mi bebida y me interné en la oscura caverna del club. Kmuzu me siguió.
Mahmoud, Jacques, Saied y ese adolescente americano, Abdul-Hassan, amante de Saied, estaban sentados a una mesa cerca del escenario. Al principio no me vieron porque estaban calibrando a la bailarina, a quien yo no conocía, pero era una mujer auténtica. Acerqué un par de sillas a su mesa y Kmuzu y yo nos sentamos.
—¿Cómo estás, Marîd? —dijo Medio Hajj.
—Mirad quién está aquí —dijo Mahmoud—. ¿Has venido a inspeccionar los permisos?
—Es un chiste malo que ya me ha contado Rocky.
Mahmoud ni se inmutó. Aunque como mujer había sido lo bastante ágil y hermosa como para bailar aquí en el club de Jo-Mama, después del cambio de sexo había ganado unos cuantos kilos y unos cuantos músculos. No tenía ganas de luchar con él para ver cuál de los dos era más duro.
—¿Por qué estamos mirando a esta titi? —preguntó Saied.
Abdul-Hassan contemplaba con rencor a la chica del escenario. Medio Hajj era un buen maestro.
—No es tan mala —dijo Jacques, haciéndonos partícipes de su punto de vista de heterosexual militante—. Es muy bonita, ¿no creéis?
Saied dio una patada en el suelo.
—Los travestis de la Calle lo son más.
—Los travestis de la Calle son productos —dijo Jacques—. Esta chica es natural.
—La toxina de los moluscos es natural, si es eso lo que te preocupa —dijo Mahmoud—. Prefiero mirar a alguien que ha perdido algo de tiempo y esfuerzo en mejorar su aspecto.
—Alguien que ha gastado una fortuna en moddies corporales, querrás decir —dijo Jacques.
—¿Cómo se llama? —pregunté.
Hicieron caso omiso de mi pregunta.
—¿Has oído lo de la muerte de Blanca? —le dijo Jacques a Mahmoud.
—Es probable que la mataran a palos en una batida policial —respondió Mahmoud, mirándome.
No iba a soportar nada más. Dejé mi silla.
—Acaba tu… soda club —le dije a Kmuzu.
Saied se levantó y se me acercó.
—Vamos, Marîd —susurró—, no les hagas caso. Intentan provocar tu cólera.
—Pues lo han logrado.
—Se cansarán pronto. Todo volverá a ser como antes.
Engullí el resto de mi bebida.
—Seguro —dije, sorprendido por la ingenuidad de Saied.
Abdul-Hassan me dirigió una mirada seductora, batiendo sus largas pestañas. Me pregunté de qué sexo sería cuando fuera mayor.
Jo-Mama había vuelto a desaparecer en el despacho y Rocky no se molestó en decirme adiós. Kmuzu me siguió fuera del bar.
—Bien —le dije—, ¿te diviertes?
Me ofreció una mirada vacua. No parecía divertirse demasiado.
—Pasaremos por el local de Chiri —le dije—. Allí si alguien me mira mal lo puedo echar. Es mi club.
Me gustaba como sonaba.
Guié a Kmuzu hacia el sur y luego giramos Calle arriba. Conducía con una mirada solemne de desaprobación en el rostro. No era el perfecto compañero para ir de copas, pero era leal. Sabía que no me abandonaría si encontraba alguna chica ardiente en cualquier parte.
—¿Por qué no te relajas? —le pregunté.
—Mi trabajo no consiste en relajarme —dijo.
—Eres un esclavo. Tu trabajo consiste en lo que yo te diga. Aminora un poco.
Al entrar en el club me brindaron una agradable bienvenida.
—Aquí llega, señoras —gritó Chiri—, el jefe.
Esta vez no parecía amargada cuando me llamó eso. Había tres transexuales y dos travestís trabajando con ella. Las chicas de verdad estaban todas en el turno de día con Indihar.
Es bueno sentirse como en casa en algún sitio.
—¿Qué tal, Chiri? —le pregunté.
Parecía disgustada.
—Una noche floja, no se ha hecho dinero.
—Siempre dices lo mismo.
Entré y busqué mi asiento de siempre en el extremo más alejado de la barra, donde ésta se curva hacia el escenario. Allí sentado divisaba toda la barra y podía ver quién entraba en el club. Kmuzu se sentó a mi lado.
Chiri me lanzó un posavasos de corcho. Yo di unos golpecitos en la barra delante de Kmuzu y Chiri asintió.
—¿Quién es este guapo demonio? —me preguntó.
—Se llama Kmuzu, es poco comunicativo.
Chiri sonrió.
—Yo puedo remediarlo. ¿De dónde eres, cielo?
Se dirigió a Chiri en algún idioma africano del que no comprendí ni una palabra, al igual que ella.
—Soy el esclavo de Sidi Marîd —dijo.
Chiri alucinó. Se quedó casi sin habla.
—¿Esclavo? Perdóname por decirlo, cariño, pero ser esclavo no es algo de lo que enorgullecerse. No puedes decirlo como si fuera una hazaña,¿sabes?
Kmuzu sacudió la cabeza.
—Es una larga historia.
—Ya me imagino —dijo Chiri, mirándome como si esperara una explicación.
—Si es una historia, nadie me la ha contado —dije.
—Te lo dio Papa, ¿no? Como te dio el club. —Yo asentí. Chiri puso ginebra y bingara sobre mi posavasos y lo mismo ante Kmuzu—. Si estuviera en tu lugar, a partir de ahora me cuidaría mucho de lo que desenvolviera bajo el árbol de navidad.
Yasmin me miró durante media hora antes de acercarse a decir «hola» y sólo porque los otros dos transexuales me estaban besando y restregándose contra mí, intentando quedar bien con el dueño. También funcionaba.
—Has llegado lejos, Marîd —dijo Yasmin.
Me encogí de hombros.
—Me siento como si aún fuera el sencillo norafde, siempre.
—Sabes que no es cierto.
—Bueno, todo te lo debo a ti. Fuiste tú quien me incitó a operarme el cráneo y hacer lo que Papa deseaba.
Yasmin cambió de tema.
—Sí, supongo que sí. —Se volvió hacia mí—. Oye, Marîd, lo siento si…
Le cogí la mano.
—No digas que lo sientes, Yasmin. Hace mucho de eso.
Parecía agradecida.
—Gracias, Marîd.
Se inclinó y me besó en la mejilla. Luego se apresuró hacia la barra a la que se habían sentado dos marinos mercantes de tez oscura.
El resto de la noche transcurrió rápido. Torné una copa detrás de otra y me aseguré de que Kmuzu hiciera lo mismo. Seguía creyendo que bebía soda club con un extraño zumo de lima.
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