George Effinger - Un fuego en el Sol

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Un fuego en el Sol: краткое содержание, описание и аннотация

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En otros tiempos era un buscavidas callejero de los bajos fondos conocidos como el Budayén. Ahora, Marîd Audran se ha convertido en aquello que más odiaba. Ha perdido su orgullosa independencia para pasar a ser un títere de Friedlander Bey, aquell-que-mueve-los-hilos, y a trabajar como policia.
Al mismo tiempo que busca la forma de enfrentarse a sí mismo y al nuevo papel que le ha tocado adoptar, Audran se topa con una implacable ola de terror y violencia que golpea a una persona que ha aprendido a respetar. Buscando venganza, Audrán descubre verdades ocultas sobre su propia historia que cambiarán el curso de su propia vida para siempre.
Un fuego en el Sol

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—Es la voluntad de Alá —dijo Shaknahyi, encendido de orgullo como una maldita linterna.

Dijo al pequeño Jirji y a Hakim que fueran a jugar y, para mi desilusión, me dejó a solas con ellos mientras iba a comprobar los progresos de la cena. A los niños no les deseo ningún mal, pero mi filosofía sobre la crianza de los niños es algo excesiva. Creo que se debe conservar al niño unos pocos días después de su nacimiento —hasta que la sensación de novedad se extingue— y entonces meterlo en una gran caja de cartón con los mejores libros de las civilizaciones oriental y occidental. Luego enterrar la caja y abrirla cuando el niño tenga dieciocho años.

Miré con aprensión primero al pequeño Jirji y luego a Hakim, que me controlaban mientras me sentaba en el sofá. Hakim se me acercó con un muñeco de juguete de color encarnado intenso y otro en su boca.

—¿Y ahora qué hago? —murmuré.

—¿Muchachos, cómo lo estáis pasando ahí fuera? —dijo Shaknahyi.

Estaba salvado. Shaknahyi regresó al salón y se sentó a mi lado en un viejo y ruinoso sillón.

—Fantástico —dije.

Elevé una pequeña oración a Alá. Parecía que iba a ser una noche muy larga.

Una niña muy guapa, con una cara muy seria, entró en la habitación, llevando una bandeja de porcelana con hummus y pan. Shaknahyi le cogió la bandeja y la besó en ambas mejillas.

—Ésta es Zahra, mi pequeña princesa —dijo—. Zahra, éste es el tío Marîd.

¡Tío Marîd! Nunca había oído algo tan grotesco.

Zahra me miró, se sonrojó violentamente y corrió a la cocina mientras su padre reía. Siempre he causado ese efecto en las mujeres.

Shaknahyi señaló la bandeja de hummus.

Por favor —dijo—, sírvete tú mismo.

—Que crezca tu prosperidad, Jirji.

—Que Dios prolongue tu vida. Voy a buscar un poco de té —dijo, levantándose y entrando en la cocina.

Deseaba que cesara de preocuparse. Me ponía nervioso y además me dejaba en inferioridad numérica con los niños. Corté un trozo de pan y lo mojé en el hummus, sin perder de vista al pequeño Jirji y a Hakim. Parecían jugar entre ellos sin, en apariencia, prestarme atención, pero no iban a concederme una tregua tan fácilmente.

Shaknahyi regresó al cabo de unos minutos.

—Creo que conoces a mi esposa.

Alcé la vista. Allí estaba Indihar. Esbozando una sonrisa, aunque parecía absolutamente enojada.

Me levanté azorado.

—Indihar, ¿cómo estás? —dije, sintiéndome un idiota—. No sabía que estuvieras casada.

—Se supone que nadie lo sabe —dijo ella, mirando a su marido y luego mirándome a mí.

—Está bien, cariño —dijo Shaknahyi—. Marîd no se lo dirá a nadie, ¿verdad?

—Marîd es un… —empezó Indihar, pero entonces se acordó de que yo era un huésped en su hogar. Humilló los ojos con pudor—. Tu visita es un honor para nuestra familia, Marîd.

Yo no sabía qué decir. Vaya sorpresa: Indihar, durante el día hermosa bailarina del Budayén, púdica esposa musulmana por la noche.

—Por favor —dije, un poco incómodo—, no os molestéis por mí.

Indihar me miró fijamente antes de echar a Zahra de la habitación. No pude leer lo que estaba pensando.

—Toma un poco de té —dijo Shaknahyi—. Y un poco más de hummus.

Por fin Hakim encontró el valor para acercarse. Se cogió de mi pierna y me tiró del pantalón.

Iba a ser peor de lo que me temía.

9

Tenía ante mí la pequeña libreta marrón de Shaknahyi, la que llevaba en el bolsillo. La primera vez que la vi fue cuando investigamos el asesinato de Blanca. Ahora contemplaba sus tapas de vinilo, manchadas con huellas de sangre, y meditaba sobre las entradas codificadas de Shaknahyi. Se suponía que debía descubrir su significado.

Esto ocurría una semana después de mi visita a la casa de Jirji e Indihar. El día había comenzado con mal pie y no mejoró. Levanté la vista para ver a Kmuzu junto a mi cama sosteniendo una bandeja de zumo de naranja, tostadas y café. Supuse que había esperado a mi daddy despertador para aparecer. Tenía tan mal aspecto que casi sentí lástima por el pobre mamón.

—Buenos días, yaa Sidi — dijo bajito.

Yo también me encontraba fatal.

—¿Dónde está mi ropa?

Kmuzu se encogió de hombros.

—No lo sé, yaa Sidi. No recuerdo lo que hiciste con ella anoche.

Yo tampoco me acordaba de nada. Sólo una molesta oscuridad desde que anoche crucé la puerta principal, ya tarde, hasta hace un momento. Salté de la cama desnudo, con la cabeza martilleándome y el estómago amenazando con una inmediata revolución.

—Ayúdame a encontrar los téjanos —dije—. Mi caja de píldoras está en los téjanos.

—Por esto es que el Señor prohibe beber —dijo Kmuzu.

Le eché una mirada, tenía los ojos cerrados y aún sostenía la bandeja, que oscilaba peligrosamente. En pocos segundos el café y el zumo de naranja se verterían sobre mi cama. Pero en aquel momento para mí no tenía ninguna importancia.

Mi ropa no estaba debajo de la cama, que era el lugar lógico donde buscar. No estaba en el armario, ni en el ropero, ni en el baño. Miré sobre la mesa de la zona del comedor y en mi pequeña cocina. Sin suerte. Por fin encontré los zapatos y la camisa hecha una pelota en la estantería, encajada entre unas novelas de Lutfy Gad, un escritor detective palestino de mediados del siglo xx. Mis téjanos estaban primorosamente doblados y escondidos en mi escritorio entre varios pliegues de papel de impresora.

Ni siquiera me puse los pantalones. Cogí la caja de píldoras y volví a entrar en el dormitorio. Mi plan era tragarme varios opiáceos, tal vez una docena de soneínas, con el zumo de naranja.

Demasiado tarde. Kmuzu contemplaba horrorizado el pegajoso charco de mis sábanas apestosas a sudor. Se quedó mirándome.

—Limpiaré eso ahora mismo —dijo, reprimiendo una náusea.

Su expresión decía que esperaba perder su cómodo empleo en la Casa Grande y ser enviado a los polvorientos campos con los otros brutos no cualificados.

—No te preocupes por eso ahora, Kmuzu. Acércame esa taza de…

Oí el chasquido de la taza de café y el platillo deslizándose hacia el sur y cayéndose por el borde de la bandeja. Miré las sábanas hechas un asco. Al menos ya no se distinguía la mancha del jugo de naranja derramado.

Yaa Sidi…

Quiero un vaso de agua, Kmuzu, inmediatamente.

Había sido una noche infernal. Tuve la brillante idea de ir al Budayén después de trabajar.

—Hace mucho tiempo que no salgo de noche —le dije a Kmuzu cuando vino a buscarme a la comisaría.

—Al amo de la casa le complace que te concentres en tu trabajo.

—Sí, tienes razón, pero eso no significa que no pueda ver a mis amigos de vez en cuando.

Le di la dirección del club griego de Jo-Mama.

—Si lo haces, volverás a casa tarde, yaa Sidi.

Ya sé que será tarde. ¿Prefieres que salga a tomar unas copas por la mañana?

—Por la mañana debes estar en la comisaría.

—Falta mucho para entonces —puntualicé.

—El amo de la casa…

—¡Gira a la derecha, Kmuzu, vamos!

No iba a tolerar ni una queja más. Le guié hacia el norte por las intrincadas calles de la ciudad. Dejamos el coche en el bulevar y cruzamos la puerta del Budayén.

El club de Jo-Mama estaba en la calle Tres, descansando contra la alta muralla norte del barrio. Rocky, la camarera auxiliar, frunció el ceño cuando acerqué un taburete a la barra. Era bajita y corpulenta, con un hirsuto cabello negro, y no se alegró de verme.

—¿Quieres ver mi licencia de encargada, policía? —dijo en tono mordaz.

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