Por fin Jawarski llegó a la última casa de la manzana y subió por el porche. Shaknahyi apuntó con su pistola de agujas y disparó. Jawarski se tambaleó.
—Vamos —dijo Shaknahyi respirando con dificultad—. Me parece que ya le tenemos. —Abrió la puerta del coche y cayó sobre el pavimento. Yo bajé de un salto y le ayudé a incorporarse—. ¿Dónde están? —dijo.
Miré por encima del hombro. Un puñado de policías uniformados subían la escalera hacia el escondite de Jawarski y tres coches patrulla más se acercaban por la calle a toda velocidad.
—Están aquí, Jirji —dije.
Su piel empezaba a adquirir un horrible color gris.
Se apoyó contra el acribillado coche y respiró con dificultad.
—Duele como un demonio —dijo serenamente.
—Tranquilo, Jirji. Te llevaremos al hospital.
—No fue un accidente, la llamada sobre On Cheung, luego el aviso de Jawarski.
—¿De qué estás hablando? —le pregunté.
El dolor le mortificaba, pero no entraba en el coche.
—El archivo Fénix —dijo. Me miró intensamente a los ojos, como si intentara inculcar esa información directamente a mi cerebro—. Hajjar cometió un error con el archivo Fénix. Desde entonces he estado tomando notas. No les gustaba. Pon atención en quién se queda mis pertenencias, Audran. Pero juega con astucia o también se llevarán tus huesos.
—¿Qué demonios es el archivo Fénix, Jirji?
La ansiedad me embargaba.
—Toma —dijo, ofreciéndome la libreta de tapas de vinilo de su bolsillo.
Cerró los ojos y se desplomó sobre el capó del coche. Miré al conductor.
—¿Quiere llevarnos al hospital?
El renacuajo calvo me miró. Luego miró a Jirji.
—¿Cree que podré limpiar toda esa sangre de mi tapicería? —preguntó.
Cogí al cabrón de las solapas y lo arrojé fuera de su propio coche. Metí con mucho cuidado a Shaknahyi en el asiento del copiloto y me dirigí hasta el hospital más rápido de lo que he conducido en mi vida.
No sirvió de nada. Era demasiado tarde.
En mi mente se repetía uno de los Rubáiyyat de Khayyam. Algo sobre la enmienda:
Una y otra vez prometí enmendarme,
¿estaría sobrio al hacer la promesa?
Una y otra vez fracasé, llevado de mi necedad juvenil;
mi frágil enmienda quedó en vaniloquio.
—Chiri, por favor —dije, levantando el vaso vacío.
El club estaba casi desierto. Era tarde y estaba muy cansado. Cerré los ojos y escuché la música, la misma música hispana, machacona y estridente, que Kandy ponía cada vez que subía a bailar. Empezaba a hartarme de oír las mismas canciones una y otra vez.
—¿Por qué no te vas a casa? —me preguntó Chiri—. Puedo llevar este local yo sola. ¿Cuál es el problema, no te fías de que haga bien las cuentas?
Abrí los ojos. Me puso un gimlet de vodka. Sentía una melancolía insondable, de esas que no alivia ningún licor. Puedes beber toda la noche y nunca te emborrachas. Acabas con el estómago destrozado y un agudo dolor de cabeza, pero el consuelo que esperabas nunca llega.
—Está bien —dije—, me quedo. Tú sigue con lo tuyo y cállate. Nadie recibirá su parte hasta dentro de una hora al menos.
—Lo que tú digas, jefe —dijo Chiri, dirigiéndome una mirada de preocupación.
No le había contado lo de Shaknahyi. No había hablado a nadie de él.
—Chiri, ¿conoces a alguien en quien pueda confiar para hacer un trabajito sucio?
No parecía muy impresionada. Ésa era una de las razones por las que me gustaba tanto.
—¿Con tus relaciones no puedes encontrar a nadie? ¿No tienes bastantes matones trabajando para ti en casa de Papa?
Negué con la cabeza.
—Alguien que sepa lo que hace, alguien con el que pueda contar y no llame la atención.
Chiri sonrió.
—Alguien como eras tú antes de que tu número saliese premiado. ¿Qué te parece Morgan? Es de confianza y seguro que no te traiciona.
—No sé.
Morgan era un enorme tipo rubio, un americano de la Nueva Inglaterra Federada. No nos movemos en los mismos círculos, pero si Chiri me lo recomendaba, seguro que era de fiar.
—¿Qué necesitas que haga?
Me froté la mejilla. Reflejada en el espejo de atrás, mi barba roja empezaba a volverse gris.
—Quiero que liquide a alguien por mí. A otro americano.
—Mira, Morgan es un buen tipo.
—Aja —dije con amargura—. Si se matan entre sí nadie los echará de menos. ¿Puedes llamarlo ahora mismo?
Parecía dudar.
—Son las dos de la madrugada.
—Dile que aquí hay cien kiams esperándole. Sólo por venir y hablar conmigo.
—Vendrá —dijo Chiri.
Sacó una agenda del bolso y cogió el teléfono del bar.
Tragué la mitad del gimlet de vodka y miré la puerta. Ahora esperaba a dos personas.
—¿Quieres pagarnos? —dijo Chiri un poco más tarde.
Había estado contemplando la puerta, sin percatarme de que la música había cesado y que las cinco bailarinas se habían vestido. Sacudí la cabeza para desenturbiar la niebla que había en ella, pero no dio resultado.
—¿Cómo ha ido hoy? —pregunté.
—Lo mismo que siempre —dijo Chiri—. Asqueroso.
Partí las ganancias con ella y empecé a contar el dinero de las bailarinas. Chiri tenía una lista de las bebidas que cada chica había sacado a sus clientes. Calculé las comisiones y añadí los salarios.
—Será mejor que nadie llegue tarde mañana —dije.
—Sí, de acuerdo —dijo Kandy, cogiendo el dinero y precipitándose hacia la salida.
Lily, Rani y Jámila la siguieron.
—¿Estás bien, Marîd? —preguntó Yasmin.
Levanté la vista hacia ella, agradecido por el interés.
—Muy bien. Ya te contaré más tarde.
—¿Quieres que vayamos a desayunar?
Habría sido maravilloso. Hacía meses que no salía con Yasmin. Entonces me di cuenta de que hacía mucho tiempo que no salía con nadie. Pero esa noche tenía cosas que hacer.
—Es mejor que lo dejemos para otro rato —dije—. Mañana tal vez.
—Claro, Marîd —dijo.
Se dio la vuelta y se fue.
—Algo va mal, ¿no? —dijo Chiri.
Me limité a asentir con la cabeza y me guardé el resto del dinero de la noche. No importaba lo rápido que lo gastase, siempre se acumulaba.
—Y no quieres hablar de ello.
Negué con la cabeza.
—Vete a casa, Chiri.
—¿Vas a quedarte aquí solo en la oscuridad?
Hice el ademán de disparar con la mano. Chiri se encogió de hombros y me dejó solo. Terminé el gimlet de vodka, luego fui detrás de la barra y me preparé otro. Al cabo de unos veinte minutos el americano rubio entró en el club. Me hizo un gesto y me dijo algo en inglés.
Sacudí la cabeza. Abrí el maletín sobre la barra, saqué un daddy de inglés y me lo conecté. En sólo un instante mi mente dejó de esforzarse por traducir lo que había dicho: el daddy empezó a trabajar y fue como si siempre hubiera hablado inglés.
—Siento hacerte venir tan tarde, Morgan.
Se pasó una gran manaza por su largo pelo rubio.
—Oye, tío, ¿qué es lo que pasa?
—¿Quieres una copa?
—Si me invitas, dame una cerveza.
—Sírvete tú mismo.
Se agachó hacia la barra y colocó un vaso limpio bajo uno de los grifos.
—Chiri me habló de cien kiams, tío.
Saqué el dinero. El tamaño del fajo me sorprendió. Tendría que ir al banco con más frecuencia o tener a Kmuzu como guardaespaldas a jornada completa. Saqué cinco billetes de veinte kiams y se los largué a Morgan.
Se secó la boca con el dorso de la mano y agarró el dinero. Miró los billetes y luego me miró a mí.
—Ahora me puedo ir, ¿no?
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