George Effinger - Un fuego en el Sol

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Un fuego en el Sol: краткое содержание, описание и аннотация

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En otros tiempos era un buscavidas callejero de los bajos fondos conocidos como el Budayén. Ahora, Marîd Audran se ha convertido en aquello que más odiaba. Ha perdido su orgullosa independencia para pasar a ser un títere de Friedlander Bey, aquell-que-mueve-los-hilos, y a trabajar como policia.
Al mismo tiempo que busca la forma de enfrentarse a sí mismo y al nuevo papel que le ha tocado adoptar, Audran se topa con una implacable ola de terror y violencia que golpea a una persona que ha aprendido a respetar. Buscando venganza, Audrán descubre verdades ocultas sobre su propia historia que cambiarán el curso de su propia vida para siempre.
Un fuego en el Sol

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—Seguro. A no ser que desees oír cómo puedes ganar mil kiams más.

Se acomodó las gafas de acero y volvió a sonreír. No sabía si necesitaba las gafas o era simple afectación. Si tenía los ojos mal, podía reconstruírselos por un precio bastante módico.

—De cualquier modo, esto es más interesante que lo que estaba haciendo.

—Muy bien. Quiero que encuentres a alguien.

Le hablé de Paul Jawarski.

Cuando mencioné la banda de los cabezas planas, Morgan asintió.

—¿Es el tipo que mató a un policía hoy? —preguntó.

—Se escapó.

—Bien, oye, tío, la ley lo atrapará tarde o temprano, apuesta a que sí.

No permití que mi expresión se alterara.

—No quiero oír hablar de tarde ni temprano, ¿vale? Quiero saber dónde se encuentra y hacerle un par de preguntas antes de que la policía lo atrape. Está escondido en algún agujero, probablemente herido por una pistola de agujas.

—¿Vas a pagar mil kiams por ponerle la mano encima a ese tipo?

Vertí un chorlito de lima en mi gimlet y bebí un trago.

—Aja.

—¿No quieres que le sacuda un poco de tu parte?

—Limítate a encontrarlo antes que Hajjar.

—Muy bien —dijo Morgan—. Ya te entiendo. Cuando el teniente ponga sus garras en él, Jawarski no volverá a estar en condiciones de hablar con nadie.

—Exacto. Y no queremos que eso suceda.

—Supongo que no, tío. ¿Cuánto vas a pagarme por adelantado?

—La mitad ahora y la mitad después. —Le solté otros quinientos kiams—. Quiero resultados mañana, ¿entendido?

Su manaza agarró el dinero mientras me dirigía una sonrisa de depredador.

—Vete a la cama, tío. Mañana te despertaré con la dirección y el teléfono de Jawarski.

Me levanté.

—Acaba tu cerveza y vámonos de aquí. Este lugar está empezando a romperme el corazón.

Morgan echó un vistazo al bar a oscuras.

—No es lo mismo sin las chicas y las bolas de espejos moviéndose.

Engulló de un trago el resto de su cerveza y dejó cuidadosamente el vaso sobre la barra.

Le seguí hasta la puerta de la entrada.

—Encuentra a Jawarski —le dije.

—Ya es tuyo, tío.

Saludó con la mano y se alejó Calle arriba. Volví dentro y me senté en mi sitio. La noche aún no había acabado.

Bebí un par de gimlets más antes de que apareciera Indihar. Sabía que iba a venir. La estaba esperando.

Se había puesto un abultado abrigo azul y un pañuelo marrón y dorado ceñido a la cabeza. Estaba pálida y ojerosa, y apretaba firmemente los labios. Vino hacia mí y se quedó mirándome. Sin embargo, sus ojos no estaban enrojecidos, no había llorado. No podía imaginarme a Indihar llorando.

—Quiero hablar contigo —dijo con voz fría y serena.

—Por eso estoy aquí.

Se dio la vuelta y se contempló en la pared de espejos de detrás del escenario.

—El sargento Catavina me dijo que no estabas en muy buena forma esta mañana, ¿es cierto?

Volvió a mirarme con la expresión totalmente ausente.

—¿Es cierto qué? ¿Que no me encontraba bien?

—Que estabas colgado o resacoso cuando saliste con mi marido.

—Me presenté a la comisaría con resaca. Pero eso no me incapacitaba.

Sus manos empezaron a crisparse. Podía ver la tensión de los músculos de su mandíbula.

—¿Crees que eso te hacía más lento?

—No, Indihar. No puedes culparme por lo que pasó.

Sentía un vacío asqueroso en el vientre porque llevaba todo el día pensando lo mismo. Me había ido sintiendo cada vez más culpable desde que dejé a Shaknahyi sobre una camilla del hospital con una maldita sábana cubriéndole el rostro.

—Sí te culpo. Si hubieras estado en forma para cubrirle, mi marido estaría vivo y mis hijos aún tendrían un padre. Ellos no lo saben. Todavía no se lo he dicho. No sé cómo decírselo. Para serte sincera, ni siquiera sé cómo decírmelo a mí misma. Quizás mañana caiga en la cuenta de que Jirji está muerto. Entonces tendré que buscar el modo de pasar el día sin él, de pasar la semana, el resto de mi vida.

De repente sentí náuseas y cerré los ojos. Era como si yo no estuviera realmente allí, como si aquello fuese una pesadilla. Pero cuando abrí los ojos Indihar aún me miraba. Todo era verdad y ambos teníamos que representar aquella terrible escena.

—Yo…

—No me digas que lo sientes, hijo de puta —dijo ella, sin siquiera levantar la voz—. No quiero escuchar a nadie diciendo que lo siente.

Me senté y dejé que ella dijera lo que necesitaba decir. No podía acusarme de nada que yo no hubiera confesado ya mentalmente. Si no me hubiera emborrachado tanto anoche, si no hubiera tomado todos esos sunnies esa mañana…

Me miraba con una expresión desesperada, me condenaba con su presencia y su silencio. Ella sabía y yo sabía, y eso era suficiente. Luego se dio la vuelta y se fue del club, con paso firme y postura perfecta.

Me sentí absolutamente destrozado. Encontré el teléfono donde Chiri lo había dejado y pronuncié el código de mi casa. Sonó tres veces y Kmuzu respondió.

—¿Quieres venir a recogerme? —dije, susurrando las palabras.

—¿Estás en el local de Chiriga? —preguntó.

—Sí. Ven antes de que me mate.

Arrojé el teléfono al suelo y me serví otra bebida mientras esperaba.

Cuando llegó, yo tenía un pequeño regalo para él.

—Extiende la mano.

—¿Qué es, yaa Sidil Vacié mi caja de píldoras en su palma, luego la cerré y me la guardé en el bolsillo.

—Deshazte de ellas.

Su expresión no se alteró mientras cerraba el puño.

—Es una sabia medida —me dijo.

—Un poco tarde.

Me levanté del taburete y le seguí en el fresco aire de la noche. Cerré la puerta del club de Chiri y dejé que Kmuzu me llevara a casa.

Me di una larga ducha y mantuve el chorro caliente aguijoneando mi piel hasta que empecé a relajarme. Me sequé y fui al dormitorio. Kmuzu me había preparado una taza de chocolate caliente. Lo tomé agradecido.

—¿Deseas algo más, yaa Sidil — me preguntó.

—Escucha, mañana no iré a la comisaría. Déjame dormir, ¿de acuerdo? No deseo que se me moleste. No quiero responder a ninguna llamada telefónica ni saber de los problemas de nadie.

—Excepto si el amo de la casa requiere tu presencia —dijo Kmuzu.

Suspiré.

—Eso no hace falta decirlo. Aparte de eso…

—Procuraré que nadie te moleste.

No me conecté el daddy despertador antes de irme a la cama y pasé una mala noche. Las pesadillas me despertaron una y otra vez hasta que al alba me sumí en un profundo sueño. Cerca del mediodía me levanté de la cama. Me puse mis viejos téjanos y una camisa, un atuendo que no solía llevar en la mansión de Friedlander Bey.

—¿Deseas algo de desayuno, yaa Sidil — me preguntó Kmuzu.

—No, hoy me tomaré todo el día libre.

Frunció el ceño.

Hay un problema que requiere tu atención, más tarde.

—Más tarde —asentí.

Fui al despacho donde había tirado mi maletín la noche anterior y cogí el Sabio Consejero de la ristra de moddies. Pensé que mi atormentada mente podía utilizar cierta terapia instantánea. Me senté en una cómoda butaca de cuero y me enchufé el moddy.

Érase una vez en Mauritania un famoso loco, embustero y bribón llamado María Audran, o quizá no lo fuera. Un día Miaran conducía su sedán westfaliano de color crema dispuesto a resolver un importante asunto, cuando chocó con otro coche. El segundo coche era viejo y destartalado, y aunque el accidente fue claramente culpa del otro conductor, el hombre saltó del demolido montón de chatarra y empezó a gritar a Audran.

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