Comprendía.
—De modo que han enviado a alguien. Te necesitan para restaurar el orden.
—Sin los ingresos de los impuestos, el nuevo gobierno no puede pagar a sus empleados ni continuar los servicios normales. Es probable que pronto Songhay se vea paralizada por huelgas generales. El ejército puede desertar y entonces el país estará a merced de las naciones vecinas mejor organizadas.
—¿Por eso la mujer está enfadada contigo?
Papa separó las manos.
—Los problemas de Songhay no son asunto mío —dijo—. Te expliqué que Reda Abu Adil y yo nos dividimos el mundo musulmán. Ese país es de su jurisdicción. No tengo nada que ver con los estados subsaharianos.
—Akwete debió acudir primero a Abu Adil.
—Exacto. Youssef le transmitió el mensaje, pero ella gritó y pegó al pobre hombre. Cree que intentamos extorsionar a su gobierno por un pago más sustancioso. —Papa dejó su taza de té y buscó entre las desordenadas pilas de papeles sobre sus mantas, escogió un grueso sobre y me lo ofreció con mano temblorosa—. Éstas son las condiciones materiales y el contrato que me ha ofrecido. Dile que se lo lleve a Abu Adil.
Respiré profundamente. No parecía que tratar con Akwete resultase divertido.
—Se lo diré.
Papa asintió ausente. Había arreglado una molestia de orden menor y ya volcaba su atención en otra cosa. Después de un momento murmuré unas palabras y abandoné la habitación. Ni siquiera notó que me había ido.
Kmuzu me esperaba en el pasillo que conducía a las dependencias privadas de Papa. Le conté lo que habíamos hablado Friedlander Bey y yo.
—Voy a ver a esa mujer —dije—, y luego tú y yo daremos un paseo hasta la casa de Abu Adil.
—Sí, yaa Sidi, pero será mejor que te espere en el coche. Sin duda, Reda Abu Adil me considera un traidor.
—Aja. ¿Porque fuiste contratado como guardaespaldas de su esposa y ahora te cuidas de mí?
—Porque dispuso que me convirtiera en un espía en la casa de Friedlander Bey y ya no me considero en ese empleo.
Sabía desde el principio que Kmuzu era un espía. Sólo que pensaba que era espía de Papa y no de Abu Adil.
—¿Ya no le informas de todo?
—¿Informar a quién, yaa Sidil —A Abu Adil.
Kmuzu me dedicó una breve y solemne sonrisa.
—Te aseguro que no. Ahora informo al amo de la casa.
—Bueno, está bien.
Bajamos la escalera y me detuve fuera de una de las salas de espera. Las dos Rocas Parlantes flanqueaban la puerta. Miraron amenazadoramente a Kmuzu. Kmuzu les devolvió la mirada. Yo hice caso omiso y entré.
La mujer negra se puso en pie tan pronto pisé el umbral.
—¡Exijo una explicación! —gritó—. Se lo advierto, como embajadora legítima de la República de Songhay…
La hice callar con una mirada incisiva.
—Señora Akwete —dije—, el mensaje que ha recibido antes era muy explícito. De verdad, ha venido al sitio equivocado. Sin embargo, puedo acelerar sus trámites. Transmitiré la información y el contrato que contiene este sobre al caíd Reda Abu Adil, que participo en la fundación del Reino Segu. Podrá ayudarla a usted del mismo modo.
—¿Y qué pago espera como mediador? —me preguntó agriamente Akwete.
—Ninguno en absoluto. Es un gesto de amistad por parte de nuestra casa hacia la nueva república islámica.
—Nuestro país es aún joven. Desconfiamos de semejante amistad.
—Están en su derecho —dije encogiéndome de hombros—. Sin duda al rey Segu le pasó lo mismo.
Le di la espalda y abandoné la sala de espera.
Kmuzu y yo cruzamos enérgicamente el vestíbulo hacia las grandes puertas de madera. Oía los zapatos de Akwete repicar en el parquet detrás de nosotros.
—Espere —gritó.
Me pareció distinguir un tono de excusa en su voz.
Me detuve y la miré.
—¿Sí, señora?
—Ese caíd… ¿puede hacer lo que usted dice? ¿O se trata de un complicado truco?
Le sonreí con frialdad.
—No creo que ni usted ni su país estén en condiciones de dudarlo. Su situación es desesperada y Abu Adil no la empeorará. No tiene nada que perder y todo que ganar.
—No somos ricos —dijo Akwete—. No después del modo en que el rey Olujimi sangró a nuestro pueblo y disipó nuestra escasa riqueza. Tenemos un poco de oro…
Kmuzu alzó una mano. Era muy raro que él interrumpiera.
—El caíd Reda no está tan interesado en su oro como en el poder —dijo.
—¿Poder? —preguntó Akwete—. ¿Qué clase de poder?
—Estudiará vuestra situación —dijo Kmuzu—, y luego se reservará cierta información para él.
Noté que la mujer negra vacilaba.
—Insisto en ir con ustedes a ver a ese hombre. Estoy en mi derecho.
Kmuzu y yo nos miramos. Ambos sabíamos que era una ingenua al creerse con derechos en tales circunstancias.
—Muy bien —dije—, pero dejará que yo hable con Abu Adil primero.
Parecía sospechar.
—¿Y eso por qué?
—Porque lo digo yo.
Salí al exterior con Kmuzu, donde esperé al sol mientras él iba a buscar el coche. La señora Akwete me siguió al cabo de un momento. Parecía furiosa, pero no dijo nada más.
En el asiento trasero del sedán, abrí mi maletín y cogí el moddy de tipo duro de Saied y me lo conecté. Me invadió una sensación de seguridad, de que nadie podía interponerse en mi camino, no a partir de ahora, ni Abu Adil, ni Hajjar, ni Kmuzu, ni Friedlander Bey.
Akwete se sentó tan lejos de mí como pudo, con las manos crispadamente cruzadas sobre su regazo y la cabeza hacia el lado contrario. No me importaba la opinión que tenía de mí. Miré la libreta de tapas de vinilo de Shaknahyi. En la primera página había escrito Archivo Fénix en letras grandes. Debajo de eso había varias entradas:
Ishaq Abdul-Hadi Bouhatta — Elwau Chami (Corazón, pulmones) Andreja Svobik — Fatima Hamdan (Estómago, intestino, hígado) Abbas Karami — Nabil Abu Khalifeh (Riñones, hígado) Blanca Mataro Shaknahyi estaba convencido de que los cuatro nombres de la izquierda tenían alguna relación, pero en palabras de Hajjar eran sólo «casos abiertos». Bajo los nombres, Shaknahyi había escrito tres letras árabes: alif, lam, mim, que corresponden a las letras latinas A.L.M.
¿Qué podían significar? ¿Se trataba de unas siglas? Podía encontrar cientos de organizaciones cuyas iniciales eran A.L.M. La A y la L podían formar el artículo definido y la M podía ser la primera letra de un nombre, alguien llamado al-Mansour o al-Magre-bi. O eran letras de la taquigrafía de Shaknahyi, una abreviación referente a un alemán (almání) o un diamante (almas) o a cualquier otra cosa. Me pregunté si alguna vez descubriría el significado de esas tres letras sin que Shaknahyi me explicara su código.
Coloqué un audiochip en el sistema holo del coche, luego guardé la agenda y el sobre de Tema Akwete en el maletín y lo cerré. Mientras Umm Khalthoum, la dama del siglo xx, cantaba sus lamentos, imaginé que era una canción fúnebre por Shaknahyi, que lloraba por Indihar y sus hijos. Akwete seguía mirando por la ventana, sin prestarme atención. Mientras tanto Kmuzu conducía el coche por las angostas, serpenteantes calles de Hámidiyya, los suburbios que encerraban los alrededores de la mansión de Reda Abu Adil.
Después de conducir durante casi media hora entramos en la finca. Kmuzu se quedó en el coche simulando dormitar. Akwete y yo salimos y subimos por el camino de baldosas hacia la casa. En la visita que hicimos Shaknahyi y yo, me impresionaron los lujosos jardines y la hermosa casa. Aquel día no noté nada de eso. Llamé a la puerta de madera tallada y un sirviente respondió de inmediato, mirándome con insolencia pero sin decir nada.
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