George Effinger - Un fuego en el Sol

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Un fuego en el Sol: краткое содержание, описание и аннотация

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En otros tiempos era un buscavidas callejero de los bajos fondos conocidos como el Budayén. Ahora, Marîd Audran se ha convertido en aquello que más odiaba. Ha perdido su orgullosa independencia para pasar a ser un títere de Friedlander Bey, aquell-que-mueve-los-hilos, y a trabajar como policia.
Al mismo tiempo que busca la forma de enfrentarse a sí mismo y al nuevo papel que le ha tocado adoptar, Audran se topa con una implacable ola de terror y violencia que golpea a una persona que ha aprendido a respetar. Buscando venganza, Audrán descubre verdades ocultas sobre su propia historia que cambiarán el curso de su propia vida para siempre.
Un fuego en el Sol

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—No he dicho nada de eso, Hajjar. Sólo deseo saber cuáles son tus planes.

Me sonrió con malicia.

—¿Qué? ¿Crees que no tengo otra cosa que hacer que sentarme a pensar cómo utilizar tus talentos especiales? Mierda, Audran, nos las hemos arreglado muy bien sin ti estos últimos días. Pero supongo que, ahora que estás aquí, debes hacer algo. —Volvió a sentarse tras su escritorio y hojeó una pila de papeles—. Ah sí, aquí están. Quiero que continúes la investigación que tú y Shaknahyi iniciasteis.

Eso no me hacía feliz. Quería participar directamente en la persecución de Jawarski.

—Creía que habías dicho que dejáramos en paz a Abu Adil.

Hajjar entornó los ojos.

—No he dicho nada de Abu Adil. Es mejor que te mantengas alejado de él. Hablo de ese asqueroso vietnamita de On Cheung. El vendedor de bebés. No podemos permitir que su rastro se enfríe.

Noté un escalofrío.

—¿Es que no puede seguir la pista de On Cheung otro? —dije—. Tengo especial interés en encontrar a Paul Jawarski.

—Marîd Audran. Un hombre y un destino. Olvídalo. No queremos que aúlles por toda la ciudad manifestando tu rencor. Además todavía no me has demostrado saber lo que estás haciendo. De modo que te asigno a un nuevo compañero, alguien con mucha experiencia. Esto no es un club de damas del voluntariado, Audran. Haz lo que te diga. ¿O es que consideras que quitar a On Cheung de la circulación es perder tu valioso tiempo?

Apreté los dientes. No me gustaba el trabajo, pero Hajjar tenía razón en el sentido de que era tan importante como cazar a Jawarski.

—Lo que tú digas, teniente.

Me miró con la misma sonrisa. Me habría gustado partirle la cara.

—A partir de ahora patrullarás con el sargento Catavina. Aprenderás mucho con él.

Se me puso el corazón en los pies. De todos los policías de la comisaría, Catavina era con el que menos deseaba pasar el rato. Era un pendenciero y un perezoso hijo de puta. Sabía que si llegamos a atrapar a On Cheung no sería por la contribución de Catavina.

El teniente debió de intuir mi reacción por la expresión de mi rostro.

—¿Algún problema, Audran? —preguntó.

—Si lo tuviera ¿existe alguna posibilidad de que cambies de opinión?

—Ni la más mínima —dijo Hajjar.

—Ya lo sabía.

Hajjar volvió a dirigir la mirada hacia su ordenador.

—Preséntate a Catavina. Quiero oír buenas noticias muy pronto. Pararle los pies a esa mierda, habrá recompensas para ambos.

—Me pondré manos a la obra ahora mismo, teniente.

Me impresionó la astucia de Hajjar. Arteramente me había alejado de Abu Adil y Jawarski encomendándome una investigación que llevaría un montón de tiempo pero perfectamente válida. Debía encontrar el modo de cumplir mis misiones oficiales y mis propósitos particulares.

Hajjar ya no me prestó más atención, así que salí de su despacho. Busqué al sargento Catavina. Prefería pasar de él, pero eso no sería posible.

Tampoco a Catavina le emocionaba ser mi compañero.

—Ya he hablado con Hajjar —me dijo, mientras bajábamos al garaje a buscar el coche patrulla de Catavina.

Catavina intentaba brindarme la ayuda de su experiencia de todos esos años en un discurso inconexo.

—No eres un buen policía —dijo con voz sombría—. Nunca lo serás. No quiero que me jodas como jodiste a Shaknahyi.

—¿Qué significa eso, Catavina? —le pregunté.

Se volvió hacia mí y me miró con los ojos muy abiertos.

—Imagínatelo. Si hubieras sabido lo que hacías, Shaknahyi aún estaría vivo y yo no tendría que llevarte de la mano. Aléjate de mi camino y haz lo que yo te diga.

Era una maldita locura, pero no dije nada. Planeaba apartarme de su camino. Pensé que tenía que deshacerme de Catavina si quería hacer algún progreso.

Subimos al coche patrulla y no me dijo nada en un buen rato. Por mi encantado. Pensé que se dirigía al barrio donde On Cheung fue visto por última vez. Quizás pudiéramos averiguar algo útil entrevistando a esa gente otra vez, aunque hubieran sido tan reacios a cooperar.

Sin embargo, ése no era su plan. Nos dirigimos hacia el oeste, en dirección contraria. Circulamos casi dos kilómetros y medio por una zona de angostas y serpenteantes calles y callejas. Por fin, Catavina aparcó frente a un edificio de aspecto ruinoso, el edificio más alto de la manzana. Las ventanas de la planta baja habían sido tapadas con madera contrachapada y la puerta principal del zaguán había sido arrancada de las bisagras. Por dentro y por fuera las paredes estaban llenas de nombres y divisas pintadas con spray. El vestíbulo apestaba, llevaba mucho tiempo sirviendo de water. Mientras caminábamos hacia el ascensor, los cristales crujían bajo nuestras botas. Una gruesa capa de polvo y arena cubría todo.

—¿Qué estamos haciendo aquí? —pregunté.

—Ya lo verás —respondió Catavina.

Apretó el botón del ascensor. Cuando llegó, yo dudaba en subir. Las condiciones del edificio no me inspiraban ninguna confianza de que los cables sostuvieran nuestro peso. Cuando el ascensor preguntó a qué piso deseábamos ir, Catavina murmuró: «Octavo».

Nos miramos mientras la puerta se cerraba. Subimos en silencio, el único ruido procedía del roce del ascensor abriéndose paso hacia lo alto.

Bajamos en el octavo y Catavina me guió por el oscuro pasillo hasta la habitación 814. Sacó una llave de su bolsillo y abrió la puerta.

—¿Qué es esto? —pregunté, siguiéndole al interior.

—Una salita de recreo para oficiales de policía —repuso.

Había una gran sala de estar, una pequeña cocina y un baño. No tenía muchos muebles, una mesa barata y seis sillas en la sala de estar junto a un sofá roñoso de vinilo negro, un pequeño aparato holo y cuatro catres plegables. En dos de los catres dormían policías uniformados. Reconocí a dos de ellos pero no conocía sus nombres. Catavina se dejó caer pesadamente sobre el sofá y me miró.

—¿Quieres una copa? —me preguntó.

—No.

—Entonces tráeme un whiskey. El hielo está en la cocina.

Fui a la cocina y encontré una colección de botellas de licor.

Metí unos cuantos cubitos de hielo en un vaso y serví tres dedos del fuerte licor japonés.

—¿Qué estamos haciendo aquí? —pregunté, pensando en el lema del departamento—, ¿proteger o servir?

Llevé la bebida a la sala de estar y se la ofrecí a Catavina.

—Tú estás sirviendo —dijo con un gruñido—. Yo estoy protegiendo.

Me senté en una de las sillas plegables y le miré; vi como se tragaba la mitad del whiskey japonés de un trago.

—¿Protegiendo qué?

Catavina me sonrió con desdén.

—Protegiéndome el culo, eso es. Mientras estoy aquí seguro que no me disparan.

Eché una ojeada a los dos policías dormidos.

—¿Se van a quedar aquí mucho rato?

—Hasta que acabe el turno —me dijo.

—¿Te importa si me llevo el coche y hago algún trabajo mientras tanto?

El sargento me miró por encima del borde de su vaso.

—¿Por qué demonios quieres hacerlo?

Me encogí de hombros.

—Shaknahyi nunca me dejaba conducir.

Catavina me miró como si estuviera loco.

—Claro que sí, pero no lo estrelles. —Hurgó en su bolsillo, pilló las llaves del coche y me las arrojó—. Será mejor que vuelvas a buscarme a las cinco en punto.

—De acuerdo, sargento.

Le dejé mirando el aparato de holo que ni siquiera estaba encendido. Bajé en ascensor hasta el cochambroso zaguán, preguntándome qué iba a hacer a continuación. Me sentía en la obligación de encontrar algo que me condujera hasta On Cheung, pero en cambio era Jirji Shaknahyi quien ocupaba mi mente.

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