George Effinger - Un fuego en el Sol

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Un fuego en el Sol: краткое содержание, описание и аннотация

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En otros tiempos era un buscavidas callejero de los bajos fondos conocidos como el Budayén. Ahora, Marîd Audran se ha convertido en aquello que más odiaba. Ha perdido su orgullosa independencia para pasar a ser un títere de Friedlander Bey, aquell-que-mueve-los-hilos, y a trabajar como policia.
Al mismo tiempo que busca la forma de enfrentarse a sí mismo y al nuevo papel que le ha tocado adoptar, Audran se topa con una implacable ola de terror y violencia que golpea a una persona que ha aprendido a respetar. Buscando venganza, Audrán descubre verdades ocultas sobre su propia historia que cambiarán el curso de su propia vida para siempre.
Un fuego en el Sol

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Su funeral había sido el día antes y por un momento pensé en quedarme en casa. Por un lado no sabía si estaba emocionalmente preparado para afrontarlo, por otro aún me sentía algo responsable de su muerte y no me creía con derecho a asistir. No quería encontrarme cara a cara con Indihar y los niños en esas circunstancias. Sin embargo, el miércoles por la mañana acudí a la pequeña mezquita cercana a la comisaría donde tenía lugar el funeral.

En el servicio fúnebre sólo se permite participar a los hombres. Me quité los zapatos y realicé las abluciones rituales, luego entré en la mezquita y me senté cerca de la salida. Me dio la impresión de que un montón de policías entre la multitud me miraban con semblantes vengativos. Aún era un extraño para ellos y a sus ojos bien podía haber apretado el gatillo del arma que mató a Shaknahyi.

Rezamos y luego un anciano imán de barba gris pronunció un sermón y un panegírico, incluyendo algunas vacuas trivialidades sobre el esfuerzo y el valor. Nada de eso hizo que me sintiera mejor. Me arrepentí de haber asistido al servicio religioso.

Entonces nos levantamos y salimos de la mezquita. A no ser por el canto de algunos pájaros y el ladrido de unos perros, todo estaba sobrenaturalmente silencioso. El sol ardía en lo alto de un cielo sin nubes. Una ligera y trémula brisa agitaba las polvorientas hojas de los árboles, pero el aire era demasiado cálido para respirar. El olor a leche agria fluía como una neblina ácida sobre los callejones empedrados. El día era demasiado opresivo como para prolongar mucho cualquier asunto. Estoy seguro de que Shaknahyi tenía muchos amigos, pero en aquel momento no deseaban más que acompañarlo a la tumba y darle sepultura cuanto antes.

Indihar presidía la procesión desde la mezquita hasta el cementerio. Llevaba un vestido negro con el rostro velado y el cabello cubierto por un pañuelo negro. Debía de contenerse. Los tres niños caminaban a su lado, con expresiones de perplejidad y desolación. Chiri me había contado que Indihar no tenía bastante dinero para pagar una tumba en el cementerio de Haffe al-Khala, donde los padres de Shaknahyi estaban enterrados, y no quiso aceptar un préstamo. Shaknahyi descansaría en una pobre sepultura en el cementerio del extremo oeste del Budayén. Seguí a Indihar, a mucha distancia, mientras cruzaba el bulevar il-Jameel y atravesaba la puerta este. La gente del barrio y los turistas extranjeros salieron a la Calle y miraban desde las aceras el paso del cortejo fúnebre. La gente lloraba y susurraba plegarias. No había modo de decir si esa gente conocía al difunto. Probablemente para ellos eso no cambiaba nada.

Todos los antiguos camaradas de Shaknahyi querían ayudar a transportar el ataúd por las calles, de modo que en lugar de seis portadores, una apretujada multitud de hombres uniformados se esforzaba por alcanzar la pobre caja. Los que no lograban acercarse lo suficiente para tocarla caminaban a los lados y detrás formando una gran procesión fúnebre, golpeándose el pecho y gritando el testamento de su fe. Se oían las oraciones y el manoseo de muchos rosarios musulmanes. Yo mismo me vi arrastrado por la muchedumbre y recitaba antiguas oraciones que se habían inscrito en mi memoria durante la infancia. Al cabo de un rato, también a mí me absorbió la peculiar mezcla de desesperación y ritual. Me encontraba rezando a Alá por infligir tanta injusticia y horror a nuestras almas desvalidas.

En el cementerio, guardé las distancias mientras el ataúd desnudo era depositado en la tierra. Varios de los amigos más íntimos de Shaknahyi en la policía se turnaron para echar una paletada de tierra. El cortejo fúnebre elevó más plegarias al unísono, aunque el imán había declinado acompañar al funeral hasta su fin. Indihar permanecía valientemente de pie, apretando las manos de Hakim y Zahra, y el pequeño Jirji de ocho años cogía la otra mano de Hakim. Algunos representantes de la ciudad se acercaron a Indihar, murmuraron algo y ella asintió con circunspección. Luego desfilaron todos los oficiales de policía uniformados y le ofrecieron sus condolencias personales. Ahí fue cuando los hombros de Indihar empezaron a flaquear, sabía que estaba llorando. Mientras tanto el pequeño Jirji miraba las destartaladas tumbas y las lápidas cubiertas de hierba con la expresión completamente en blanco.

Cuando el funeral concluyó, todo el mundo se fue, excepto yo. El departamento de policía había preparado un pequeño refrigerio en la comisaría, porque Indihar tampoco tenía dinero para eso. Vi lo humillante que la situación era para ella. Además de la pena por su marido, Indihar sufría también el dolor de revelar su pobreza a todos sus amigos y conocidos. Para muchos musulmanes, un funeral indigno es una calamidad tan grande para los supervivientes como la muerte del ser querido.

Preferí no asistir a la recepción en la comisaría. Me quedé atrás, contemplando la tumba sin nada escrito de Jirji, con la mente llena de confusión y dolor. Recé unas oraciones y recité algunos pasajes del Corán.

—Te prometo, Jirji —susurré—, que Jawarski no se librará de ésta.

No me hacía ilusiones pensando que si conseguía que Jawarski pagara por su crimen, Shaknahyi descansaría en paz o la pena de Indihar sería menor o eso facilitaría las cosas al pequeño Jirji, a Hakim o a Zahra. No sabía qué más decir. Cuando acabé, me alejé de la tumba maldiciéndome a mí mismo por mi vacilación y rezando por que eso no acarreara sufrimientos a nadie más.

Mientas conducía desde el escondrijo de Catavina hasta la comisaría pensé en el funeral. Oí el retumbar del trueno y me sorprendí, porque no se presenciaban muchas tormentas con truenos en la ciudad. Miré al cielo a través del parabrisas, pero no se divisaba ninguna nube. Sentí un extraño escalofrío, al pensar que el trueno había sido un modesto signo divino que recalcaba mis recuerdos del entierro de Shaknahyi. Por primera vez desde su muerte, sentí una gran pérdida emocional.

También empezaba a pensar que mi idea de venganza no sería suficiente. Encontrar a Paul Jawarski y llevarlo ante la justicia no me devolvería a Shaknahyi, ni me libraría de la intriga en la que Jawarski, Reda Abu Adil, Friedlander Bey y el teniente Hajjar estaban de algún modo implicados. En una repentina intuición, me percaté de que había llegado el momento de dejar de pensar en el enigma como un gran problema con una solución sencilla. Ninguno de los jugadores sabía la historia completa, estaba seguro. Tenía que investigarlos por separado y reunir todas las pistas que pudiera, con la esperanza de que al final conducirían a algo encausable. Si las sospechas de Shaknahyi eran infundadas y me perdía en una absurda misión, acabaría peor que mal. Con toda probabilidad acabaría muerto.

Aparqué el coche patrulla en el garaje y subí hasta mi cubículo del tercer piso de la comisaría. Hajjar rara vez salía de su cuarto de cristal, de modo que no era probable que me pescase. ¡Que me pescase! Demonios, todo lo que quería era hacer cierto trabajo.

Hacía dos semanas que no realizaba ningún trabajo serio en el ordenador. Me senté en el despacho y coloqué una célula de memoria de aleación de cobalto nueva en uno de los puertos de entrada del ordenador.

—Crear archivo —le dije.

—Nombre del archivo —precisó la voz apática del ordenador.

—Archivo Fénix —dije.

En realidad no tenía demasiada información para entrar. Primero leí los nombres de la libreta de Shaknahyi. Luego miré la pantalla del monitor. Quizá era el momento de proseguir la investigación de Shaknahyi.

Todos los ordenadores de la red de la comisaría estaban conectados a la base de datos de la central de policía. El problema era que el teniente Hajjar nunca confió del todo en mí y me había concedido la autorización mínima. Con mi contraseña sólo podía obtener información a la que tenía acceso cualquier civil que entrase por la puerta de la comisaría y preguntase algo en la oficina de información. Sin embargo, en los meses que llevaba trabajando para la policía, accidentalmente había averiguado todos los códigos de otros plumíferos con graduaciones más altas. Existía una extensa y activa circulación clandestina de material confidencial entre el personal no uniformado. Técnicamente era del todo ilegal, pero en realidad era el único modo de poder hacer nuestros trabajos.

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