George Effinger - Un fuego en el Sol

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Un fuego en el Sol: краткое содержание, описание и аннотация

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En otros tiempos era un buscavidas callejero de los bajos fondos conocidos como el Budayén. Ahora, Marîd Audran se ha convertido en aquello que más odiaba. Ha perdido su orgullosa independencia para pasar a ser un títere de Friedlander Bey, aquell-que-mueve-los-hilos, y a trabajar como policia.
Al mismo tiempo que busca la forma de enfrentarse a sí mismo y al nuevo papel que le ha tocado adoptar, Audran se topa con una implacable ola de terror y violencia que golpea a una persona que ha aprendido a respetar. Buscando venganza, Audrán descubre verdades ocultas sobre su propia historia que cambiarán el curso de su propia vida para siempre.
Un fuego en el Sol

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Quizás se estaba enmendando, pero no había estado lo suficiente atento como para darme cuenta. Cogí mi maletín y mi cazadora.

—Le concederé un par de minutos más —dije—. No es necesario que vengas conmigo.

Ya debería conocerlo mejor; Kmuzu no pronunció una palabra, pero me siguió fuera de las dependencias hasta la otra ala, donde se había dado a Ángel Monroe su propio grupo de habitaciones.

—Es un asunto personal —le dije a Kmuzu cuando estuvimos ante su puerta—. Quédate en el vestíbulo si lo deseas.

Llamé a la puerta y entré.

Estaba reclinada sobre un diván, ataviada muy púdicamente con un vestido negro holgado de mangas largas, una versión del hábito que llevan las musulmanas conservadoras. Un chal cubría su cabello, aunque el velo de su rostro estaba suelto de un lado y colgaba por encima de su hombro. Fumaba de la boquilla de una narjílah. La pipa de agua contenía tabaco fuerte, pero eso no impedía que hubiera albergado hachís recientemente, ni que no pudiera volver a albergarlo.

—Que tengas muy buenos días, madre —le dije.

Creo que le cogió por sorpresa mi cortés saludo.

—Buenos días, oh caíd —respondió ella, frunciendo el ceño mientras me estudiaba.

Esperó que le explicara a qué debía mi visita.

—¿Estás a gusto aquí? —le pregunté.

—Sí. —Aspiró una profunda bocanada de la boquilla y la narjílah burbujeó—. Te lo has montado muy bien. ¿Cómo has ido a parar a este lujoso remanso? ¿Realizando a Papa servicios personales?

Me dirigió una pérfida mueca.

—No el tipo de servicios que piensas, madre. Soy el ayudante administrativo de Friedlander Bey. Él toma las decisiones y yo las pongo en práctica. Eso es todo.

—¿Y una de sus decisiones comerciales fue que te hicieras policía?

—Así es.

Se encogió de hombros.

—Oh sí, si tú lo dices. ¿Por qué decidiste traerme aquí? ¿De repente te preocupas por el bienestar de tu anciana madre?

—Fue idea de Papa.

Se echó a reír.

—Nunca fuiste un muchacho atento, oh caíd.

—Por lo que recuerdo tú tampoco fuiste una madre modelo. Por eso me pregunto por qué has aparecido de repente por aquí.

Volvió a inhalar de la narjilah.

Argel es muy aburrido. He vivido allí la mayor parte de mi vida. Después de tu visita, supe que debía irme. Deseaba venir aquí, volver a ver la ciudad.

—¿Y verme a mí?

Se encogió de hombros otra vez.

—Sí, también.

—¿Y a Abu Adil? ¿Primero fuiste a su palacio, o todavía no has estado allí?

Eso era lo que en él oficio de policía llamamos un tiro a ciegas. Unas veces dan en el blanco, otras no.

—Ya no tengo nada que ver con ese hijo de puta —dijo, gruñendo.

Shaknahyi se habría sentido orgulloso de mí. Controlaba mis emociones bajo una expresión neutra.

—¿Qué ha significado Abu Adil para ti?

—Ese bastardo enfermo. No te importa, no es asunto tuyo.

Se concentró en su pipa de agua durante unos instantes.

—Está bien —dije—. Respetaré tus deseos, madre. ¿Puedo hacer algo por ti antes de irme?

—Todo es maravilloso. Lárgate y juega al protector de los inocentes. Ve a provocar a alguna pobre chica de la calle y piensa en mí.

Abrí la boca para devolverle una afilada respuesta, pero me controlé a tiempo.

—Si tienes hambre o necesitas algo, no tienes más que pedírselo a Youssef o Kmuzu. Que tengas un buen día.

—Que tu día sea próspero, oh caíd.

Cada vez que me llamaba así, lo hacía con voz irónica.

Asentí con la cabeza y salí de la habitación, cerrando la puerta con cuidado tras de mí. Kmuzu estaba en el vestíbulo justo donde lo había dejado. Era asquerosamente leal, casi le rasco detrás de las orejas. Faltó un minuto para que lo hiciera.

—Sería bueno que saludases al amo de la casa antes de que te vayas a la comisaría —me dijo.

—No necesito que me enseñes modales, Kmuzu. —Empezaba a cargarme—. ¿Insinúas que no conozco mis obligaciones?

—No insinúo nada, yaa Sidi. Son suposiciones tuyas.

—Seguro.

Es inútil discutir con un esclavo.

Friedlander Bey ya estaba en su despacho, sentado detrás de su gran escritorio, dándose masaje en las sienes con una mano. Vestía una almidonada túnica de seda amarilla y por encima de ella una camisa blanca, abotonada en el cuello y sin corbata. Sobre la camisa llevaba una americana de tweed en espiga que parecía muy cara. Sólo un viejo y reverenciado caíd podía vestir semejante traje. Pensé que le sentaba muy bien.

—Habib, Labib —llamó.

Habib y Labib son las Rocas Parlantes. El único modo de que acudan por separado es pronunciando uno de sus nombres. Existe la posibilidad de que uno de ellos parpadee. De no ser así, es casi imposible distinguirlos. En realidad no podría jurar que parpadean como respuesta a sus nombres. Deben de hacerlo sólo por diversión.

En el despacho, ambas Rocas Parlantes flanqueaban una silla de respaldo recto. En la silla me sorprendió ver al joven hijo de Umm Saad. Las Rocas tenían una mano en cada uno de los hombros de Saad, presionando y estrujando los huesos del muchacho. Estaba siendo interrogado. Yo había recibido el mismo trato y puedo asegurar que no tiene un pelo de divertido.

Papa me sonrió brevemente cuando entré en la habitación. No me saludó, sino que miró a Saad.

—Antes de venir a la ciudad —dijo en voz baja—, ¿dónde vivíais tú y tu madre?

—En muchos lugares —respondió Saad.

Había miedo en su voz.

Papa volvió a frotarse la frente. Bajó la vista hacia la superficie de la mesa, pero movió algunos dedos hacia las Rocas Parlantes. Los dos hombretones aferraron la espalda del muchacho. La sangre encendió el rostro de Saad y jadeó.

—Antes de venir a la ciudad —repitió Friedlander Bey con calma—, ¿dónde vivíais?

—Últimamente en París, oh caíd —dijo Saad con voz débil y tensa.

La respuesta sorprendió a Papa.

—¿Le gustaba a tu madre vivir entre los franchutes?

—Creo que sí.

Friedlander Bey estaba realizando una formidable representación de una persona aburrida. Cogió un abrecartas de plata y jugueteó con él.

—¿Vivíais bien en París?

—Creo que sí.

Habib y Labib empezaron a machacar los huesos del cuello de Saad. Le alentaron a dar más detalles.

—Teníamos una gran casa en la Rué de Paradis, oh caíd. A mi madre le gusta comer bien y dar fiestas. Los meses que pasamos en París fueron agradables. Me sorprendió que me comunicara que veníamos aquí.

—¿Y tú trabajabas para ganar dinero y que tu madre pudiera comer comida franchute y comprar ropa franchute?

—Yo no trabajaba, oh caíd.

Papa entornó los ojos.

—¿De dónde crees que procedía el dinero para pagar todo eso?

Saad titubeó. Oí su quejido mientras las Rocas le atornillaban aún más.

—Me dijo que procedía de su padre —gritó.

—¿Su padre? —dijo Friedlander Bey, dejando el abrecartas y mirando directamente a Saad.

—Me dijo que de ti, oh caíd.

Papa hizo una mueca y un rápido gesto con ambas manos. Las Rocas se apartaron, lejos del joven. Saad se derrumbó hacia adelante, con los ojos cerrados. Su rostro estaba perlado de sudor.

—Deja que te diga una cosa —dijo Papa—. Y recuerda que yo no miento. Yo no soy el padre de tu madre y no soy tu abuelo. No tenemos sangre en común. Ahora vete.

Saad intentó ponerse en pie, pero se cayó en la silla. Su expresión era solemne y resuelta y contemplaba a Friedlander Bey como si intentase memorizar cada detalle de la cara del viejo. Papa acababa de llamar mentirosa a Umm Saad y estoy seguro de que en ese momento el muchacho estaba concibiendo una deplorable fantasía de venganza. Por fin se las arregló para ponerse en pie y se fue tambaleándose hasta la puerta. Lo intercepté.

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