Me entraron ganas de partirle la cara.
No obstante, me di la vuelta y salí de sus aposentos. Kmuzu se apresuraba tras de mí.
—Ya puedes quitarte el módulo de personalidad, yaa Sidi — dijo nervioso.
—Mierda, me gusta. Creo que me lo dejaré puesto.
En realidad disfruté de la sensación que me producía. Parecía como si un flujo constante de hormonas violentas bombease mi sangre. Ahora comprendía por qué Saied lo llevaba siempre. Sin embargo, no era el más apropiado para llevar en la comisaría y Shaknahyi me había prometido destruir cualquier moddy que llevara en su presencia. Me lo desconecté a regañadientes.
De inmediato pude sentir la diferencia. Mi cuerpo aún temblaba por la subida de adrenalina, pero me calmé muy rápido. Devolví el moddy al maletín y sonreí a Kmuzu.
—Fui un poco brusco, ¿no?
Kmuzu no dijo ni una palabra, pero su mirada me demostró la baja opinión que tenía de mí.
Salimos y esperé a que Kmuzu acercara el coche. Cuando Kmuzu me dejó en la comisaría, le dije que regresara a casa y cuidara de que Ángel Monroe no se metiera en problemas.
—Y vigila a Umm Saad y al chico, también. Friedlander Bey está convencido de que tienen cierta relación con Reda Abu Adil, pero Umm Saad está jugando sus cartas con astucia. Quizás descubras algo.
—Seré tus ojos y tus oídos, yaa Sidi.
Como de costumbre, la muchedumbre de muchachos hambrientos merodeaba en torno a la comisaría. Cuando vieron mi sedán westfaliano tomar la curva empezaron a agitar las manos y a gritar.
—¡Oh amo! ¡Oh compasivo! —vociferaban.
Cogí un puñado de monedas, como solía hacer, pero entonces recordé a la dama del cordero, a quien había ayudado la semana anterior. Saqué la cartera y solté cinco kiams a cada uno de los chicos.
—Que Dios esté con vosotros —dije.
Me coartó descubrir que Kmuzu me vigilaba de cerca.
Los chicos se quedaron pasmados. Uno de los muchachos mayores me cogió del brazo y me apartó del resto. Tendría unos quince años y ya asomaba una sombra de barba en su rostro.
—Mi hermana estaría interesada en conocer a un hombre tan generoso —me dijo.
—Pero yo no tengo ningún interés en conocer a tu hermana.
Me sonrió. Tenía tres de sus dientes amarillos rotos por alguna pelea o accidente.
—También tengo un hermano —me dijo.
Di un respingo y avancé hacia el edificio. A mi espalda los muchachos cantaban mis alabanzas. Era muy popular entre ellos, al menos hasta mañana, que tendría que volver a comprar su respeto.
Shaknahyi me esperaba en el ascensor.
—¿Qué tal? —me dijo.
No importaba lo temprano que llegase a trabajar, Shaknahyi siempre llegaba antes.
—Bien.
En realidad aún estaba cansado y sentía algunas náuseas. Podía enchufarme un par de daddies que se habrían hecho cargo de todo, pero Shaknahyi me había intimidado. A su lado funcionaba sólo con mis talentos naturales y tenía la esperanza de que bastasen.
No hace mucho me enorgullecía de mi cerebro sin modificar, tan rápido y listo como el de cualquier moddy de la ciudad. Ahora depositaba toda mi confianza en la electrónica. Temía lo que pasaría si me veía obligado a enfrentarme a una emergencia sin ellos.
—Un día de éstos cazaremos a Abu Adil cuando no esté conectado —dijo Shaknahyi—. No quiero levantar sospechas, pero tendrá que responder a ciertas preguntas difíciles.
—¿Qué preguntas?
Shaknahyi se encogió de hombros.
—Las oirás la próxima vez que pasemos por allí.
Por alguna razón no confiaba en mí más de lo que lo hacía Papa.
El sargento Catavina nos encontró en el pasillo. No sabía mucho de él, excepto que era la mano derecha de Hajjar y eso significaba que, de una u otra forma, debía de estar comprado. Era un hombre bajito que no llegaría ni a los treinta kilos. Su ondulado pelo negro estaba dividido por un enchufe para moddies, siempre ocupado por al menos un daddy, pues no entendía una palabra de árabe. Para mí era un completo misterio cómo había llegado Catavina a la ciudad.
—Os andaba buscando a vosotros dos —dijo con voz chillona, a pesar de estar filtrada por el daddy de árabe.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
Sus ojos castaños de depredador revolotearon entre Shaknahyi y yo.
—Acaban de informarme de un posible homicidio. —Le dio a Shaknahyi un pedazo de papel con una dirección escrita—. Echad un vistazo.
—En el Budayén —dijo Shaknahyi.
—Sí —dijo el sargento.
—¿Quién dio el aviso? ¿Nadie reconoció la voz?
—¿Por qué debían reconocer la voz? —preguntó Catavina.
Shaknahyi se encogió de hombros.
—Hemos tenido dos o tres avisos como éste en los últimos dos meses, por eso.
Catavina me miró.
—Es uno de esos tipos intrigantes. Los hay por todas partes.
El sargento se fue, moviendo la cabeza.
Shaknahyi volvió a mirar la dirección y se metió el papel en un bolsillo de su camisa.
—La trastienda del Budayén, a un escupitajo del cementerio.
—Si no se trata de la llamada de un chiflado —dije—, si es que hay un cadáver.
—Lo habrá.
Le seguí hasta el garaje. Subimos al coche patrulla y atravesamos el bulevar il-Jameel y la gran puerta. Esa mañana la Calle estaba llena de peatones, de modo que Shaknahyi giró hacia el sur por la calle Uno y luego hacia el oeste por uno de los callejones estrechos, llenos de basura, que serpenteaban entre las casas de tejado plano, fachadas estucadas y los antiguos inmuebles de ladrillo.
Shaknahyi subió el coche a la acera. Salimos y echamos una detallada mirada al edificio. Era una casa de dos plantas, pintada de verde pálido, en un estado deplorable. La entrada principal y el vestíbulo apestaban a orina y vómitos. Las celosías de madera que cubrían las ventanas se habían roto hacía tiempo, a juzgar por el aspecto de las cosas. Por dondequiera que pisáramos, aplastábamos ladrillos rotos y fragmentos de cristales. El lugar llevaba meses, o quizás años, abandonado.
Estaba muy silencioso, la calma mortal de una casa en la que han cortado la luz y se echa de menos incluso el débil zumbido de los motores. Mientras nos dirigíamos desde la planta a las habitaciones de la familia en el piso superior, creí oír algo pequeño y rápido escabullirse a través de la basura ante nosotros. Noté el latido de mi corazón y añoré la sensación de serena eficacia que me producía el Guardián Completo.
Shaknahyi y yo registramos un gran dormitorio que una vez perteneció al propietario y a su mujer, y otra habitación que había sido la de los niños. No encontramos nada, excepto más destrucción patética. Un rincón de la casa se había derrumbado por completo, abriéndose al exterior; el clima, los gusanos y los vagabundos habían completado la ruina del cuarto de los niños. Al menos el aire fresco limpiaba el olor agrio y rancio que sofocaba el resto de la casa.
Encontramos el cadáver en la siguiente habitación. Era el cuerpo de una mujer joven, un transexual llamado Blanca que solía bailar en el club de Frenchy Benoit. La conocía lo suficiente para saludarla, pero no mucho más. Yacía en el suelo con las piernas dobladas hacia un lado y los brazos levantados por encima de la cabeza. Sus ojos azules estaban abiertos, mirando de soslayo al techo descolorido por el agua, por encima de mi hombro. Su rostro dibujaba una mueca, como si en la habitación algo horrible la hubiera aterrorizado primero y matado después.
—Te encuentras bien, ¿no? —me preguntó Shaknahyi.
—¿De qué hablas?
Golpeó levemente la mano de Blanca con la punta de su bota.
—¿No irás a vomitar o algo así?
—Las he visto peores.
Читать дальше