George Effinger - Un fuego en el Sol

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Un fuego en el Sol: краткое содержание, описание и аннотация

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En otros tiempos era un buscavidas callejero de los bajos fondos conocidos como el Budayén. Ahora, Marîd Audran se ha convertido en aquello que más odiaba. Ha perdido su orgullosa independencia para pasar a ser un títere de Friedlander Bey, aquell-que-mueve-los-hilos, y a trabajar como policia.
Al mismo tiempo que busca la forma de enfrentarse a sí mismo y al nuevo papel que le ha tocado adoptar, Audran se topa con una implacable ola de terror y violencia que golpea a una persona que ha aprendido a respetar. Buscando venganza, Audrán descubre verdades ocultas sobre su propia historia que cambiarán el curso de su propia vida para siempre.
Un fuego en el Sol

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No podía ver ni oír lo que estaba ocurriendo dentro. Supuso que Shaknahyi entraba con sigilo por la trastienda del café. Audran planeaba dar a su compañero todo el apoyo que le fuera posible. Saltó la verja de hierro.

El viejo de la mesa le miró.

—No dudo de que estás ansioso por leer mis manuscritos —dijo.

Audran reconoció a Ernst Weinraub, un expatriado de algún país centroeuropeo. Weinraub se creía un escritor, pero Audran nunca le había visto terminar otra cosa que no fueran cantidades industriales de anisette o bourbon.

—Señor —le dijo—, aquí corre peligro. Le ruego que salga a la calle. Por su propia seguridad, haga el favor de salir del café.

—Aún no es medianoche —se quejó Weinraub—. Déjeme al menos acabar mi bebida.

Audran no tenía tiempo para bromear con el viejo borracho. Cruzó el patio con decisión, hacia el interior del bar.

La escena del interior no parecía muy temible. Monsieur Gargotier estaba de pie tras la barra, ante el inmenso y agrietado espejo. Su hija Maddie estaba sentada a una mesa cerca de la pared trasera. Un joven se sentaba a una mesa junto a la pared oeste, bajo la colección de Gargotier de descoloridas fotos de la colonia de Marte. Las manos del joven descansaban sobre una cajita. Su cabeza se movió para mirar a Audran.

—¡Lárgate de aquí o todo este lugar explotará! —gritó.

—Estoy seguro de que hará lo que dice, Monsieur —dijo Gargotier, que parecía aterrorizado.

—¡Apuéstate el culo a que lo haré! —dijo el joven.

Ser un oficial de policía significaba enfrentarse a situaciones peligrosas y ser capaz de tomar decisiones rápidas y seguras. El Guardián Completo sugirió que, para tratar con un individuo mentalmente perturbado, Audran debía intentar descubrir qué le preocupaba e intentar calmarlo. El Guardián Completo recomendaba que Audran no se burlase del individuo, ni mostrase hostilidad, ni le desafiase a cumplir su amenaza. Audran levantó la mano y le habló con serenidad.

—No voy a amenazarte —dijo Audran.

El individuo se echó a reír. Llevaba el pelo largo y sucio, una barba de varios días, y vestía unos téjanos desgastados y una camisa de algodón a cuadros arremangada. Se parecía un poco a Audran antes de que Friedlander Bey elevara su nivel de vida.

—¿Te importa si me siento y charlamos? —preguntó Audran.

—Puedo acabar con esto cuando se me antoje —dijo el joven—. Siéntate, si tienes cojones. Pero extiende las manos sobre la mesa.

—Seguro.

Audran apartó una silla y se sentó. Daba la espalda al encargado, pero por el rabillo del ojo podía ver a Maddie Gargotier llorar en silencio.

—No vas a convencerme para que lo deje —dijo el joven.

Audran se encogió de hombros.

—Sólo quiero saber de qué va todo esto. ¿Cómo te llamas?

—¿Y eso qué cono importa?

—Yo me llamo Marîd. Nací en Mauritania.

—Me puedes llamar Al-Muntaqim.

El muchacho de la bomba se había apropiado de uno de los noventa y nueve hermosos nombres de Dios. Significaba «el vengador».

—¿Siempre has vivido en la ciudad? —le preguntó Audran.

—Claro que no. Misr.

—Ése es el nombre común de El Cairo, ¿no? —preguntó Audran.

Al-Muntaqim se irguió furioso. Apuntó con un dedo a Gargotier detrás de la barra y sollozó:

—¿Lo ves? ¿Ves lo que quiero decir? ¡Eso es precisamente de lo que estaba hablando! Bueno, ¡voy a acabar con esto de una vez por todas! Agarró la caja y la destapó.

Audran sintió un terrible dolor por todo el cuerpo. Era como si le estiraran y retorcieron todas las junturas hasta separarle los huesos. Cada músculo de su cuerpo parecía retorcido y la superficie de la piel le dolía como si se la hubieran lijado. La agonía duró escasos segundos y Audran perdió la consciencia.

—¿Estás bien?

No, no me encontraba bien. Por fuera me sentía ardiendo e incandescente como si hubiera estado atado bajo el sol del desierto un par de días. Por dentro mis músculos trepidaban. Pequeños espasmos incontrolados me recorrían los brazos, las piernas, el tronco y el rostro. Tenía un fuerte dolor de cabeza y un horrible gusto amargo en la boca. Me costaba mucho enfocar la vista, como si alguien hubiera extendido un velo ante mis ojos.

Me esforzaba por descubrir quién me hablaba. Apenas podía distinguir la voz porque me retumbaban los oídos. Debía de ser Shaknahyi y eso me indicaba que aún estaba vivo. Durante un terrible minuto, pensé que podía estar en la habitación verde de Alá o en algún otro sitio. No es que estar vivo fuese algo excitante en aquel preciso momento.

—Qué… —dije con voz ronca.

Tenía la garganta tan seca que apenas podía hablar.

—Toma.

Shaknahyi me acercó un vaso de agua fría. Me di cuenta de que estaba tumbado en el suelo y Shaknahyi y Monsieur Gargotier se encontraban de pie a mi lado, cariacontecidos, meneando la cabeza.

Bebí el agua, agradecido. Cuando la terminé, intenté hablar otra vez.

—¿Qué ha ocurrido?

—Levántate —respondió Shaknahyi.

—Está bien.

Una fina sonrisa arrugó el rostro de Shaknahyi. Se agachó y me ofreció una mano.

—Levántate del suelo.

Me puse en pie, tambaleante, y me senté en la silla más cercana.

—Ginebra y bingara —dije a Gargotier—. Póngale una pizca de bingara.

El camarero hizo una mueca, pero se dispuso a prepararme la bebida. Saqué mi caja de píldoras y cogí ocho o nueve soneínas.

—Ya había oído hablar de ti y de tus drogas —dijo Shaknahyi.

—Todo es cierto —dije.

Cuando Gargotier me trajo mi bebida, tragué los opiáceos. No podía esperar a que me curasen. Todo estaría bien en un par de minutos.

—Casi consigues que muramos todos, intentando hablar con ese tipo —dijo Shaknahyi. Ya me sentía bastante mal para entonces, no deseaba oír su sermoncito. De cualquier modo, prosiguió—: ¿Qué demonios intentabas hacer? ¿Hacer amistades? No trabajamos así cuando hay vidas en peligro.

—¿Sí? —dije—. ¿Cómo lo hacéis?

Separó las manos como si la respuesta fuera perfectamente evidente.

—Te sitúas donde no pueda verte y fríes a ese cabrón.

—¿Me freíste antes o después de freír a Al-Muntaqim?

—¿Así era como se denominaba a sí mismo? Demonios, Audran, hay un pequeño haz de difusión en estas pistolas estáticas. Lo siento, tuve que abatirte a ti también, pero no deja lesiones permanentes, inshallah. Se levantó con esa caja, y no podía esperar a que te quitaras de enmedio para disparar. No tuve más remedio.

—Está bien —dije—. ¿Dónde está el vengador ahora?

—Mientras dormías vino el camión de la carne. Se lo llevó a la sala de seguridad de un hospital.

Eso me molestó.

—Al artificiero loco lo llevan a una preciosa cama de hospital, pero yo debo yacer en el suelo asqueroso de este maldito salón.

Shaknahyi se encogió de hombros.

—Él está mucho peor que tú. A ti sólo te alcanzó el rebote de la carga. A él le dio de lleno.

Al-Muntaqim iba a sentirse un poco decaído durante un tiempo. No me preocupaba en absoluto.

—No hay necesidad de discutir sobre moralidad con un imbécil —dijo Shaknahyi—. Debes aprovechar la primera oportunidad para neutralizar al mamón.

Hizo el ademán de disparar con su dedo índice.

—Eso no era lo que el Guardián Completo me decía. Por cierto, ¿me desconectaste tú el moddy? ¿Qué has hecho con él?

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