George Effinger - Cuando falla la gravedad

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El Budayén, los bajos fondos de una ciudad árabe anónima, está construido al lado del cementerio, y quien se interna en sus callejones lo hace consciente del peligro que corre: ni sus habitantes —prostitutas, proxenetas y traficantes de drogas— ni la policía se preocupan demasiado si un desconocido aparece acuchillado y tirado en la esquina.
Tal es el ambiente en el que se ha criado Marîd Audran, un hombretón que nunca ha necesitado llevar armas y que es respetado en su independencia.
Pero nadie podría haber imaginado la pesadilla en la que se convertiría su vida después de que un extraño muriera asesinado por alguien conectado a un módulo de James Bond…
Una novela vertiginosa, en la que se dan cita los logros de la informática, la novela negra y la ciencia ficción.

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Dejé el Budayén y atravesé la gran avenida hasta un conjunto de tiendas bastante caras; parecían más boutiques que el zoco que yo esperaba. Los turistas encontraban los recuerdos que buscaban, a pesar de que la mayor parte de abalorios estaban hechos en otros países, a muchos kilómetros de distancia. Probablemente no exista artesanía local en toda la ciudad, así que los turistas curioseaban felices entre loros de paja de alegres colores de México y abanicos de plástico de Kowloon. A los turistas no les importaba; así, nadie quedaba decepcionado. Todos éramos muy civilizados aquí, al borde del desierto.

Fui a un almacén de ropa de caballero donde vendían trajes europeos. Normalmente, no tengo dinero ni para comprarme un par de calcetines, pero «Papa» me estaba costeando una nueva imagen. Era tan diferente que ni siquiera sabía lo que necesitaba comprar. Me puse en manos del empleado, que parecía interesado de verdad en ayudar a los clientes. Le hice saber que era serio; a veces, \osfellahin entran en estas tiendas sólo para dejar su sudor sobre los trajes Oxford. Le dije que quería vestirme de los pies a la cabeza, lo que quería gastarme y que reuniese el vestuario. Yo no sabía combinar camisas y corbatas: ni siquiera sabía cómo hacer el nudo de la corbata, así que me llevé un folleto impreso con los diferentes nudos; en verdad, necesitaba la ayuda del empleado. Imaginé que se llevaba una comisión, así que le dejé que se excediese en un par de cientos de kiam. Hacía más que simular amabilidad, como la mayoría de dependientes. Ni siquiera evitaba tocarme y yo entonces estaba de lo más zarrapastroso que se puede estar. En el Budayén, eso incluye una amplia gama de estados andrajosos.

Pagué la ropa, le di las gracias al empleado y me llevé los paquetes dos manzanas más allá, al hotel Palazzo di Marco Aurelio. Formaba parte de una gran cadena internacional de capital suizo: todos eran iguales y ninguno tenía la elegancia que hacía al original tan encantador. No me importó. No buscaba elegancia ni encanto, buscaba un lugar para dormir en donde nadie me dejase frito por la noche. Tampoco sentí curiosidad para preguntar por qué un hotel, en esta plaza fuerte del Islam, llevaba el nombre de algún hijo de puta romano.

El tipo del despacho no mostró la actitud del vendedor de la tienda de ropa. En seguida supe que el encargado de las habitaciones era un esnob, que le pagaban por serlo, que el hotel le había llevado a elevar su esnobismo natural a cumbres etéreas. Nada de lo que yo pudiera decir rompería su enojo, era más tieso que un palo. Sin embargo, podía hacer algo y lo hice. Saqué todo el dinero que llevaba encima y lo desparramé sobre el mostrador de mármol rosado. Le dije que necesitaba una buena habitación individual para una semana o dos y le pagué en efectivo por adelantado.

Su expresión no cambió —seguía odiando mis tripas—, pero llamó a un ayudante y le dio instrucciones para que me encontrara una habitación. No le costó mucho. Subí los paquetes en el ascensor y los puse sobre la cama de la habitación. Creo que era una habitación agradable, con una buena vista de la parte trasera de unos edificios en el distrito comercial. Tenía mi propio aparato holo y bañera en lugar de una simple ducha. Vacié la bolsa sobre la cama y me puse›el traje árabe. Era el momento de hacerle otra visita a Herr Lutz Seipolt. Ésta vez, llevé unos cuantos daddies conmigo. Seipolt era un hombre astuto y su chico, Reinhardt, me causaría problemas. Me conecté un daddy de alemán y me llevé algunos de los controles mente-corporales. De ahora en adelante, sólo iba a ser algo borroso para la gente normal. No planeaba merodear por ningún sitio lo suficiente como para que alguien hiciera puntería conmigo. Marîd Audran, el supermán de las arenas.

Bill estaba sentado en su viejo y cascado taxi, y me senté a su lado en el asiento delantero. No se dio cuenta. Esperaba órdenes desde dentro como era lo normal. Le llamé por su nombre y le sacudí el hombro durante casi un minuto antes de que se volviera y me mirara.

—¿Sí? —dijo.

—Bill, ¿me llevas a casa de Lutz Seipolt?

— ¿Te conozco?

—Aja. Fuimos allí hace unas semanas.

—Para ti es fácil decirlo. Seipolt, ¿eh? ¿El alemán que le van las rubias con piernas? Puedo decirte ahora mismo que tú no eres, en absoluto, su tipo.

Seipolt me había dicho que ya no le iba nadie. Dios mío, Seipolt me había mentido. Yo estaba impresionado. Me senté y miré pasar la ciudad desde el coche mientras Bill la atravesaba. Siempre hace el viaje un poco más difícil de lo que es. Claro que esquivaba cosas en la carretera que la mayoría de la gente ni siquiera puede ver y lo hacía muy bien. No creo que chafase ni un solo demonio en todo el trayecto hasta la casa de Seipolt.

Salí del taxi y caminé despacio hasta la puerta de madera maciza de la casa de Seipolt. Llamé a la puerta y al timbre, y esperé… , nadie acudió. Rodeé la casa esperando encontrar al viejo encargado fellah que había visto la primera vez que estuve allí. La hierba crecía frondosa y las flores palpitaban en el curso de su temporada botánica. Oí el canto de los pájaros en lo alto de un árbol, sonido bastante raro en la ciudad, pero nada que indicara la presencia de personas en la finca. Quizá Seipolt había ido a la playa. Tal vez estaba comprando cigüeñas de bronce a la medínah. Quizá Seipolt y Reinhardt, ojos azules, se habían tomado la tarde libre para deambular por los cálidos lugares de la ciudad, e ir a cenar y a bailar bajo la luz de la luna y de las estrellas.

Alrededor de la gran casa, hacia la derecha, entre dos altos palmitos, se hallaba una puerta lateral en la pared encalada. Pensé que Seipolt no la había utilizado nunca; debía servir para entrar los víveres y sacar la basura. En esa parte de la casa crecían los áloes y la yuca y florecían los cactus, distintos de los de la parte frontal de la villa, con sus brotes de selva tropical. Empuñé el pomo y cedió. Alguien había ido a la ciudad a por el periódico. Entré y miré: hacia abajo, un tramo de la escalera sumido en la árida oscuridad; hacia arriba, un tramo más corto se adentraba en la despensa. Subí, atravesé la despensa, una fulgurante y bien equipada cocina, y un cuidado comedor. No vi ni oí a nadie. Hice un poco de ruido para hacer saber a Seipolt y a Reinhardt que estaba allí. No quería que me disparasen, pensando que era un espía o algo por el estilo.

Del comedor crucé por un recibidor y bajé por el pasillo donde estaba la colección de artefactos antiguos de Seipolt. Ahora me encontraba en terreno conocido. El despacho de Seipolt se hallaba precisamente… encima… de mí. La puerta permanecía cerrada, así que me situé frente a ella y llamé fuerte. Esperé y volví a llamar. Nada. Abrí la puerta y entré en la oficina de Seipolt. Estaba a oscuras con las cortinas corridas sobre las ventanas. La atmósfera olía a cargada y rancia, como si el aire acondicionado no funcionara y la habitación llevase cerrada bastante tiempo. Me pregunté si me atrevería a registrar el material del escritorio de Seipolt. Me acerqué y hojeé rápidamente algunos de los informes que se hallaban encima de una pila de papeles.

Seipolt yacía en una especie de glorieta, entre el ventanal de detrás de su escritorio y dos cómodas situadas contra la pared derecha. Llevaba un traje oscuro, oscurecido aún más por la sangre. Cuando miré sobre el escritorio por primera vez. pensé que era un tapete gris extendido sobre la alfombra marrón clara, pero entonces vi que se trataba de un trozo de su camisa azul pálido y una mano. Me acerqué unos pasos, sin mucho interés por comprobar lo cortado a pedacitos que estaba. Tenía el pecho abierto desde la garganta hasta la ingle y un par de masas sanguinolentas estaban desparramadas sobre la alfombra. Uno de sus órganos internos estaba metido en su otra mano tiesa.

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