—Friedlander me ha advertido de que otros amigos míos podrían estar en peligro, eso te incluye a ti, oh, inteligentísimo, y también a mí. Estoy seguro que hace semanas que comprendiste los riesgos, pero yo no soy un hombre valiente. Friedlander Bey no me eligió para realizar tu tarea porque sabe que no tengo valor, ni recursos internos, ni honor. Debo ser duro conmigo porque ahora comprendo la verdad. No tengo honor. Sólo pienso en mí mismo, en el peligro que me acecha, en la posibilidad de sufrir el mismo fin que…
En ese punto, Hassan se derrumbó. Se echó a llorar. Esperé con paciencia a que el chaparrón pasara; poco a poco, las nubes se apartaron, pero ni siquiera entonces el sol brilló.
—Estoy tomando precauciones, Hassan. Todos debemos tomarlas. Los que han sido asesinados han muerto por necios o demasiado confiados, que es lo mismo.
—Yo no confío en nadie —dijo Hassan.
Lo sé. Eso quizá te salve la vida, si es que algo puede hacerlo.
Cómo estar seguro —dijo dubitativo.
No sabía qué quería, ¿una promesa escrita de que yo le garantizaría su escabrosa y miserable vida?
—Estarás bien, Hassan. Pero si estás tan asustado, ¿por qué no pides asilo a «Papa» hasta que agarren a los asesinos?
—Entonces, ¿crees que hay más de uno? —Losé.
—Eso hace todo dos veces peor.
Se golpeó el pecho con el puño varias veces, apelando a la justicia de Alá: ¿qué había hecho Hassan para merecer eso?
—¿Qué vas a hacer tú? —preguntó el rollizo mercader. —Todavía no lo sé.
Hassan estaba distraído, pensativo.
Entonces, que Alá te proteja.
La paz sea contigo. Hassan.
—Y contigo. Toma este regalo de parte de Friedlander Bey.
El «regalo» era otro grueso sobre con dinero fresco dentro.
Atravesé la cortina colgada y la tienda vacía sin mirar a Abdul-Hassan. Decidí ir a ver a Chiri, para advertirle y darle algunos consejos. También quería esconderme allí media hora y olvidar que me jugaba la vida.
Chiriga me saludó con su entusiasmo característico.
—Habari gañil —gritó.
Era el equivalente en suahili de «¿Qué hay de nuevo?». Abrió mucho los ojos al ver mis injertos.
—Lo había oído, pero esperaba verte para creerlo. ¿Dos?
—Dos —admití.
Se encogió de hombros.
—Posibilidades —murmuró.
Me pregunté qué estaría pensando. Chiri iba siempre un par de pasos por delante de mí cuando se trataba de imaginar modos de pervertir y corromper las buenas intenciones de las instituciones legales.
—¿Qué tal lo has pasado? —pregunté.
—Bien, creo. Poco dinero, no ha ocurrido nada, el mismo viejo, maldito y aburrido trabajo.
Me mostró sus afilados dientes para demostrarme que aunque el club no hiciera dinero, y las chicas y los transexuales tampoco, Chiri sí lo hacía. Y no estaba preocupada.
—Bien —dije—, vamos a tener que trabajar para mantenerlo todo en orden.
Frunció el ceño.
—Debido al, uh… —movió la mano en un pequeño círculo.
Yo también hice un pequeño círculo con la mano.
—Sí, debido al «uh». Nadie quiere creer que estos asesinatos no han terminado y que casi todos los que conozco son posibles víctimas.
—Sí, tienes razón, Marîd —dijo Chiri en voz baja—. ¿Qué demonios crees que debo hacer?
Allí me tenía. Tan pronto como llegamos a un acuerdo, quiso que le explicase la lógica empleada por los asesinos. Diablos, había pasado un montón de tiempo corriendo de aquí para allá buscándola. Cualquiera podía resultar muerto, en cualquier momento, por cualquier motivo. Ahora, cuando Chiriga me pedía un consejo práctico, todo lo que podía decirle era: «Ten cuidado». Parecía como si tuvieras dos opciones: hacer lo habitual, pero con los ojos más abiertos, o irte a vivir a otro continente para estar a salvo. Lo último en el supuesto de que no escogieras el continente equivocado y te metieras en la boca del lobo o que te siguiera adonde fueses.
De modo que me encogí de hombros y le pregunté qué le parecía una ginebra con bingara al caer la tarde. Se sirvió una bebida larga y a mí un doble a cargo de la casa, nos sentamos y nos miramos el uno en los infelices ojos del otro durante un rato. Sin bromear, sin flirtear, sin mencionar el moddy de Dulce Pilar. Ni siquiera eché un vistazo a sus nuevas chicas. Chiri y yo estábamos demasiado cerca como para que alguien pudiera irrumpir y decir hola. Cuando acabé con mi bebida, di un trago de su tende; empezaba a saber mejor. La primera vez que lo probé fue como morder el costado de un animal muerto bajo un tronco una semana atrás. Me levanté para marcharme, pero entonces una ternura repentina, que no fui lo bastante rápido de reprimir, me impulsó a acariciar la mejilla escarificada de Chiri y darle un golpecito en la mano. Me dirigió una mirada que casi devolvía la fuerza. Salí de allí antes de que decidiéramos huir juntos al Kurdistán libre o a cualquier otro sitio.
En mi apartamento, Yasmin se estaba esforzando por llegar tarde al trabajo. Esa mañana se había levantado pronto para verter su sufrimiento sobre mí, de modo que para llegar tarde al club de Frenchy tenía que volver a dormirse y empezar de nuevo. Me ofreció una soñolienta sonrisa desde la cama.
—Hola —dijo con una débil vocecilla.
Creo que ella y «Medio Hajj» eran las únicas personas de la ciudad que no estaban absolutamente aterrorizadas. Saied tenía su moddy para estimular el coraje, pero Yasmin sólo me tenía a mí. Estaba absolutamente convencida de que yo iba a protegerla. Eso la hacía incluso más torpe que Saied.
—Yasmin, mira, tengo un millón de cosas que hacer y vas a tener que estar en tu casa unos días, ¿de acuerdo?
Parecía herida otra vez.
—¿No me quieres a tu lado? —dijo, queriendo significar: «¿Hay otra ahora?».
—No te quiero a mi lado porque soy un gran blanco luminoso. Este apartamento va a volverse peligroso para cualquiera que se encuentre en él. No quiero que te halles en la línea de fuego, ¿lo comprendes?
Eso le gustó más, significaba que todavía me preocupaba por ella, la muy puta. Tienes que estar diciéndoselo cada diez minutos o creen que vas a escabullir el bulto.
—Está bien, Marîd. ¿Quieres que te devuelva tus llaves?
Lo pensé un segundo.
—Sí. Así sabré dónde están. Conozco a alguien que te las robaría para entrar en mi casa.
Las sacó del bolso, me las lanzó y las recogí en el aire. Hizo el ademán de ir-a-trabajar y le dije veinte o treinta veces que la quería, que sería extremadamente cuidadoso y astuto, y que la llamaría un par de veces al día como comprobación. Me besó, miró furtivamente la hora, lanzó un sonoro suspiro y se apresuró hacia la puerta. Hoy tendría que pagar cincuenta de los grandes a Frenchy.
En cuanto Yasmin se fue, empecé a reunir todo lo que tenía y pronto me di cuenta de lo poco que era. No quería que ninguno de los asesinos me cazara en mi propia casa, de modo que necesitaba un lugar para estar hasta que volviera a sentirme a salvo. Por la misma razón, en la calle quería parecer diferente. Todavía tenía un montón de dinero de «Papa» en mi cuenta corriente y el dinero en efectivo que Hassan me había dado me permitiría moverme con un poco de libertad y seguridad. Nunca tardo mucho en hacer las maletas. Metí algunas cosas en una bolsa de nylon con cremallera, envolví la caja de daddies especiales en una camiseta y la puse encima de todo, cerré la bolsa y salí del apartamento. Cuando pisé la acera, me pregunté si a Alá le placería dejarme regresar a ese lugar. Sabía que me preocupaba sin motivo, como cuando sigues tocándote un diente dolorido. Jesús, qué fastidio era estar desesperado por seguir vivo.
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