—Entonces, ¿has estado en su casa? Okking sacudió la cabeza.
—Tengo informes —dijo—. Soy un influyente oficial de policía, ¿recuerdas?
—Está bien, lo olvidaré. El ángulo Nikki-Seipolt es un callejón sin salida. ¿Y sobre el ruso, Bogatyrev?
—Era un ratón que trabajaba para los bielorrusos. Primero se pierde su hijo y luego tiene la mala suerte de parar esa bala de James Bond. Todavía guarda menos relación que Seipolt con los otros crímenes.
Sonreí.
—Gracias, teniente. Friedlander Bey quiere que me asegure de que no ocultas ninguna prueba. De verdad que no deseo interrumpir tu investigación. Dime qué debo hacer ahora.
Hizo una mueca.
—Te sugeriría que salieras en una misión en busca de hechos a Tierra del Fuego o a Nueva Zelanda o a cualquier lugar fuera de mi vista, pero te reirías y no me tomarías en serio. Así que interroga a cualquiera que pueda tener un motivo contra Abdulay o entérate de si alguien en particular quería matar a las «Viudas Negras». Investiga si alguna de las «hermanas» fue vista con un desconocido o un sospechoso poco antes de que las mataran.
—Está bien —dije, poniéndome en pie.
Acababa de recibir la primera lección sobre medios evasivos, pero quería que Okking creyera que me había derrotado. Era posible que tuviera algunas pistas que no quisiera compartir conmigo, pese a lo que «Papa» había dicho. Eso explicaría su deliberada mentira. Fuera cual fuese la razón, yo planeaba volver pronto, cuando Okking no estuviera, y utilizar los registros del ordenador para profundizar un poco más en los datos de Seipolt y Bogatyrev.
Al llegar a casa, Yasmin señaló la mesa.
—Alguien ha dejado una nota para ti.
—¿Ah, sí?
—La deslizaron por debajo de la puerta y llamaron. Fui a abrir y no vi a nadie. Bajé la escalera, pero tampoco había nadie en la acera.
Sentí un escalofrío. Abrí el sobre. Contenía un corto mensaje impreso en papel de ordenador. Decía:
AUDRAN:
¡TÚ ERES EL SIGUIENTE!
JAMES BOND SE HA IDO.
AHORA SOY OTRA PERSONA, ¿ADIVINAS QUIÉN?
PIENSA EN SELIMA Y LO SABRÁS.
NO QUIERO HACERTE NINGÚN FAVOR, PORQUE ¡PRONTO ESTARÁS MUERTO!
—¿Qué dice? —preguntó Yasmin.
—Oh, nada —respondí.
Sentí un pequeño temblor en mi mano. Me alejé de Yasmin, arrugué el papel y me lo metí en el bolsillo.
Desde la noche en que Bogatyrev fue asesinado en el local de Chinga, yo había sentido todas las emociones fuertes que una persona puede sentir. Asco, terror y júbilo. Había conocido el amor y el odio, la esperanza y la desesperación. En ocasiones había sido tímido y audaz en otras. Sin embargo, nada me llenó tanto como la furia que surgía ahora en mí. El forcejeo preliminar había acabado, las ideas como honor, justicia y deber se supeditaban a la todopoderosa necesidad de seguir vivo, de evitar ser asesinado. El tiempo de la duda había pasado. Me amenazaban, a mí, personalmente. Ese mensaje anónimo captó mi atención. Mi rabia estaba dirigida directamente contra Okking. Me había ocultado información, quizá encubría algo y, con ello, ponía mi vida en peligro. Si quiso poner en peligro a Abdulay o a Tami, bien, creo que era asunto de la policía. Pero si me ponía en peligro a mí, era asunto mío. Cuando fuera a su oficina, Okking se enteraría, de malas maneras.
Caminé a grandes y furiosas zancadas «Calle» arriba y, mientras, pensaba y ensayaba lo que iba a decirle al teniente. No me costaría mucho. Okking se sorprendería al verme de nuevo, a la hora de salir de su oficina. Planeaba irrumpir en ella, dar un portazo tan fuerte que los cristales temblasen, meterle la amenaza de muerte en las narices y pedirle una relación completa de pruebas. Si no, le arrastraría a una de las salas de interrogatorios y le haría rebotar contra sus propias paredes. Apostaba a que el sargento Hajjar me prestaría toda la ayuda que yo necesitara.
Mientras me encaminaba hacia la puerta del extremo Este del Budayén, vacilé entre paso y paso. Una idea afloró en mi mente. Esa mañana había sentido el mismo hormigueo, como de asunto sin zanjar, cuando hablé con Okking. Lo sentí después de ver el cadáver de Selima. Siempre dejo que mi subconsciente trabaje en esos hormigueos y, más tarde o más temprano, los desvela. Tenía la respuesta, como un timbre eléctrico sonando en mi cabeza.
Pregunta: ¿Qué falta en este cuadro?
Respuesta: Observémoslo de cerca. Primero, en las últimas semanas tenemos varios crímenes sin resolver en el vecindario. ¿Cuántos? Bogatyrev, Tami, De vi, Abdulay, Nikki, Selima. Ahora, ¿qué hace la policía cuando se enfrenta a un hueso duro de roer en una investigación homicida? El trabajo de la policía es reiterativo, aburrido y metódico: acuden a todos los testigos una y otra vez, y les hacen repetir sus declaraciones por si han descuidado alguna pista vital. Los policías repiten las mismas preguntas, cinco, diez, veinte y cien veces. Te arrastran a la comisaría o te despiertan a mitad de la noche. Más preguntas, las mismas tediosas respuestas.
Con una pizarra que muestra seis asesinatos sin resolver relacionados en apariencia, ¿por qué la policía no ha importunado más, haciendo pesquisas y averiguaciones? No tenía que volver a repasar mi versión y dudo que Yasmin o alguien necesitara hacerlo.
Deberían despedir a Okking y al resto del departamento. Por mi honor y por mis ojos, ¿por qué no lo hacen? Seis muertos por el momento, y yo estaba seguro de que la cuenta aumentaría. Me habían prometido personalmente al menos un cadáver más, el mío.
Al llegar a la comisaría de policía, entré en el despacho del sargento sin decir una palabra. No pensaba en los modales ni en el protocolo, sino en la sangre. Quizá era la expresión de mi rostro o el aura negra como la medianoche que me rodeaba, lo cierto es que nadie me detuvo. Subí la escalera y atravesé el laberinto de pasillos hasta llegar ante Hajjar, sentado fuera del pequeño cuartel general de Okking. También Hajjar debió percatarse de mi expresión, porque sacudió el pulgar por encima de su hombro. No iba a cruzarse en mi camino, ni tampoco a correr riesgos con su jefe. Hajjar no era inteligente, aunque sí astuto. Dejaría que Okking y yo nos sacudiéramos pero no estaría cerca. No recuerdo si le dije algo a Hajjar o no. Lo siguiente que recuerdo es que me apoyaba en el escritorio de Okking y le tenía agarrado de la camisa en mi puño tenso. Los dos gritamos.
—¿Qué demonios significa esto? —dije a voces, moviendo el papel de ordenador frente a sus ojos.
Eso es todo lo que puedo recordar antes de ser volteado, derribado e inmovilizado contra el suelo por dos policías, mientras otros tres me apuntaban con sus pistolas de agujas. Mi corazón estaba acelerado todavía, no podía ir más rápido sin explotar. Quería darle una patada en el rostro, pero mi movilidad estaba controlada.
—Soltadle —ordenó Okking.
También él respiraba agitado.
—Teniente —objetó uno de los hombres—, si…
—Soltadle.
Le obedecieron. Me puse en pie y miré a los hombres uniformados guardar sus armas y abandonar el despacho. Hubo un revuelo general. Okking esperó a que el último de ellos cruzase el umbral y cerró despacio la puerta, se pasó la mano por el cabello y volvió a su escritorio. Empleó mucho tiempo y esfuerzo en intentar calmarse. Supongo que no quería hablar hasta haberse controlado. Por último, se sentó en su silla giratoria y me miró.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
Sin burla, sin sarcasmo, sin amenazas veladas ni artimañas de policía. El tiempo del temor y la incertidumbre había acabado para mí, también el del desdén y la condescendencia para Okking.
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