—¿Por qué me necesitaba Bogatyrev para encontrar a su sobrino? Okking se encogió de hombros.
—En los últimos tres años de exilio del príncipe, éste se las arregló para disfrazarse y esconderse muy bien. Antes o después, se dio cuenta de que su vida corría peligro.
—El hijo de Bogatyrev no murió en un accidente de tráfico. Me mentiste, todavía vivía y me dijiste que habíais cerrado el caso. Pero has dicho que, a pesar de todo, los bielorrusos le mataron.
—Era ese transexual amigo tuyo. Nikki. Nikki era, en realidad, el príncipe de la corona Nikolai Konstantin.
—¿Nikki? —exclamé con voz apagada.
Estaba desconcertado por las verdades que había solicitado escuchar y por el peso del remordimiento. Recordaba la voz aterrorizada de Nikki durante esa breve, interrumpida llamada telefónica. ¿Podría haberle salvado? ¿Por qué no había confiado más en mí? ¿Por qué no me dijo la verdad, lo que sospechaba?
—Luego Devi y las otras dos «hermanas» fueron asesinadas…
—Sólo porque estaban muy cerca de ella. Daba igual si en realidad sabían o no algo peligroso. El asesino alemán, ahora Khan, y el ruso no corren ningún riesgo. Por eso estás en la lista. Por eso… esto.
El teniente abrió un cajón, sacó algo y me lo lanzó por encima de su escritorio.
Era otra nota en papel de ordenador, igual que la mía, sólo que dirigida a Okking.
—No voy a salir de la comisaría hasta que todo haya acabado —aseguró—. Voy a quedarme aquí con ciento cincuenta policías amigos guardándome las espaldas.
—Espero que ninguno de ellos sea el hombre del cuchillo de Bogatyrev —dije.
Okking se sobresaltó. La idea ya se le había ocurrido.
Me hubiera gustado saber lo larga que era la lista, cuántos nombres seguían al mío y al de Okking. Pensar que el de Yasmin podía ser uno de ellos resultó un duro golpe. Sabía tanto como Selima, más, porque yo le había contado lo que sabía y lo que imaginaba. Y Chiriga, ¿estaba su nombre en ella? ¿Y Jacques. y Saied y Mahmud? ¿Cuántos más conocidos? Me sentí abatido al pensar en Nikki, que había pasado de príncipe a princesa muerta; al pensar en lo que me esperaba. Miré a Okking y comprobé su abatimiento. Mucho mayor que el mío. Su carrera en la ciudad había acabado, ahora que admitía ser un agente extranjero.
—No tengo nada más que contarte —dijo.
—Si sabes algo, o si necesito ponerme en contacto contigo…
—Estaré aquí —repuso con voz apagada—. Inshallah.
Me levanté y salí de la oficina. Fue como escapar de la cárcel.
Fuera de la comisaría, descolgué mi teléfono y hablé mientras caminaba. Llamé al hospital y pregunté por el doctor Yeniknani. —Hola, señor Audran —dijo su voz grave.
—Quería interesarme por la anciana, Laila.
—Para serle franco, todavía es pronto para hablar. Puede recuperarse con el paso del tiempo, pero no parece probable. Es anciana y está débil. Le he dado un sedante y la tengo bajo constante observación. Temo que entre en coma irreversible. Aunque eso no suceda, hay una probabilidad muy elevada de que jamás recobre sus facultades inteligentes. Nunca será capaz de valerse por sí misma o de realizar las tareas más simples.
Solté un bufido. Me sentía culpable.
—Son los designios de Alá —dije con torpeza.
—Alabado sea Alá.
—Pediré a Friedlander Bey que corra con los gastos médicos. Lo ocurrido es el resultado de mis investigaciones.
—Lo comprendo —dijo el doctor Yeniknani—. No hay necesidad de hablar con su patrocinador. La mujer está siendo atendida como un caso de caridad.
—En nombre de Friedlander Bey y en el mío propio, no hay palabras para agradecérselo.
—Es un deber sagrado —dijo con sencillez—. Nuestros técnicos han determinado lo que el módulo tiene registrado. ¿Quiere saberlo?
—Sí, por supuesto —dije.
—Hay tres bandas. La primera contiene, como sabe, las reacciones de un enorme, poderoso, pero hambriento, maltratado y cruelmente azuzado felino, parece ser un tigre de Bengala. La segunda banda tiene la huella cerebral de un niño pequeño. La última es la más repulsiva de todas. Contiene la consciencia apresada y fugaz de una mujer asesinada recientemente.
Sabía que buscaba a un monstruo, pero en mi vida había oído nada más depravado.
Estaba completamente asqueado. Ese lunático no tenía ninguna restricción moral.
—Un consejo, señor Audran. Nunca emplee un módulo barato manufacturado. Están rudamente registrados, con mucho «ruido» perjudicial. Carecen de las garantías de los módulos industriales. El uso frecuente de módulos ilegales ocasiona daños en el sistema nervioso central y, a través de él, a todo el cuerpo.
—Me pregunto dónde acabará.
—Muy sencillo de predecir, el asesino tendrá hecho un duplicado del módulo.
—A no ser que Okking o yo o algún otro le encuentre primero. —Tenga cuidado, señor Audran. Como usted ha dicho, es un monstruo.
Di las gracias al doctor Yeniknani y volví a poner el teléfono en mi cinturón. No podía dejar de pensar en la desgraciada y miserable vida que le esperaba a Laila. También pensé en mi enemigo sin nombre, que utilizaba a una comisión de monárquicos bielorrusos como licencia para hacer realidad su deseo reprimido de cometer atrocidades. Las noticias del hospital cambiaron mis planes por completo. Ahora sabía lo que debía hacer y tenía algunas ideas para llevarlo a cabo.
Por la calle me encontré a Fuad, el tonto de remate.
—Marhaba —dijo.
Mientras me miraba, se hacía sombra con una mano sobre sus débiles ojos.
—¿Cómo te va, Fuad? —pregunté.
No me sentía de humor para pasar el rato hablando con él. Necesitaba hacer algunos preparativos.
—Hassan quiere verte. Es algo relacionado con Friedlander Bey. Me dijo que tú lo entenderías.
—Gracias, Fuad.
—¿Lo entiendes? ¿Sabes lo que quiere decir?
Me miró, hambriento de chismes.
Suspiré.
—Sí, muy bien. Vete a paseo.
Traté de deshacerme de él.
—Hassan dijo que era muy importante. ¿De qué va todo esto? Puedes contármelo, Marîd, sé guardar un secreto.
No respondí. Dudaba de que Fuad pudiera guardar algo, y menos un secreto. Le di una palmada en el hombro como a un amigo y él me la devolvió en la espalda. Me detuve en la tienda de Hassan antes de ir a casa. El muchacho americano estaba sentado en su taburete en la calle vacía. Me ofreció una deprimente y sugestiva sonrisa. Ahora estaba seguro, a ese chico le gustaba. No dije ni una palabra, sino que me metí en la trastienda y busqué a Hassan. Hacía lo de siempre: comprobaba facturas y listaba sus cajas y embalajes. Me vio y sonrió. En apariencia, él y yo manteníamos buenas relaciones. Era tan difícil seguirle la pista a los humores de Hassan que había desistido de intentarlo. Dejó su cuaderno, me puso una mano en el hombro y me besó en la mejilla al estilo árabe.
—Bienvenido, querido hijo.
—Fuad me ha dicho que tenías algo que decirme de parte de «Papa».
Hassan se puso serio.
—Sólo se trata de lo que le dije a Fuad. Le dije eso de mi parte. Estoy preocupado, oh, magrebí. Más que preocupado, estoy aterrorizado. Hace cuatro noches que no duermo bien y cuando logro conciliar el sueño, tengo las más horribles pesadillas. Creo que nada podía ser peor que encontrar a Abdulay… Cuando le encontré… —su voz temblaba—. Abdulay no era bueno, ambos lo sabemos, pero llevábamos muchos años de socios. Sabes que le empleé como Friedlander Bey me emplea a mí. Ahora Friedlander Bey me ha advertido que…
La voz de Hassan se quebró y fue incapaz de decir nada durante un momento. Temí ver a ese cerdo gordo romperse en pedazos delante de mí. La idea de cogerle la mano y decirle: «Tranquilo, tranquilo», me resultaba repugnante por completo. Sin embargo, se repuso y continuó:
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