George Effinger - Cuando falla la gravedad

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El Budayén, los bajos fondos de una ciudad árabe anónima, está construido al lado del cementerio, y quien se interna en sus callejones lo hace consciente del peligro que corre: ni sus habitantes —prostitutas, proxenetas y traficantes de drogas— ni la policía se preocupan demasiado si un desconocido aparece acuchillado y tirado en la esquina.
Tal es el ambiente en el que se ha criado Marîd Audran, un hombretón que nunca ha necesitado llevar armas y que es respetado en su independencia.
Pero nadie podría haber imaginado la pesadilla en la que se convertiría su vida después de que un extraño muriera asesinado por alguien conectado a un módulo de James Bond…
Una novela vertiginosa, en la que se dan cita los logros de la informática, la novela negra y la ciencia ficción.

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—Fácil, Audran. Seipolt era el mejor postor de esta semana. Solté un exasperado suspiro.

—Me lo imaginaba, teniente. Me dijo que alguien le había presentado a Seipolt. —Mahmud.

—¿Mahmud? ¿Mi amigo Mahmud? ¿El que solía ser una tía en el club de Jo-Mama antes de cambiarse de sexo?

—Ése.

—¿Qué saca Mahmud de esto?

—Mientras estuviste en el hospital, Mahmud se convirtió en promotor. Tomó el puesto que la muerte de Abdulay dejó vacante.

Mahmud. En un par de zancadas, había pasado de ser una dulce cosita que trabajaba en los clubs griegos, a una pequeña artista de la cama, a un importante promotor de la trata de blancas. Pensé: «¿En dónde, si no es en el Budayén, podía suceder algo así?». Igualdad de oportunidades para todos.

—Tengo que hablar con Mahmud —murmuré.

—Le he avisado. Estará aquí en seguida, en cuanto mis muchachos le encuentren.

—Hazme saber lo que te dice. Okking esbozó una mueca de sonrisa.

—Por supuesto, amigo. ¿No te lo he prometido? ¿No se lo he prometido a «Papa»? ¿Qué más puedo hacer por ti?

Me levanté y me incliné sobre su escritorio.

—Mira, Okking, tú estás acostumbrado a ver trozos de cuerpos esparcidos por las bonitas salas de estar de la gente, pero no te puedes ir sin recogerlos. —Le enseñé mi último mensaje de Khan—. Quiero saber si me puedes dar un arma o algo.

—¿A mí qué cojones me importa? —respondió tranquilamente, casi hipnotizado por la nota de Khan.

Esperé. Me miró y atrajo mi atención. Abrió un cajón de su escritorio y sacó varias armas.

—¿Cuál quieres?

Había un par de pistolas de agujas, otro par de pistolas estáticas, una gran pistola automática de proyectiles. Escogí una pequeña pistola de agujas Smith Wesson y el cañón de la General Electric. Okking puso para mí una caja de cargadores de agujas sobre su cuaderno de notas, doce agujas en cada cargador, cien cargadores en la caja. Los cogí y me los guardé en el bolsillo.

—Gracias —dije.

—¿Te sientes protegido ahora? ¿Te proporcionan un sentimiento de invulnerabilidad?

—¿Te sientes tú invulnerable, Okking?

Su sorna se tambaleó y se quebró.

Al infierno —repuso.

Con la mano me indicó que me fuera. Salí de allí más agradecido que nunca.

Cuando abandonaba el edificio, el cielo se oscurecía por el este. Por toda la ciudad se oía la grabación de los gritos de los muecines desde los minaretes. Había tenido un día muy ocupado. Necesitaba una copa, pero todavía tenía cosas que hacer antes de descansar un poco. Caminé hasta el hotel, subí a mi habitación, me quité la ropa y tomé una ducha. Dejé que el agua caliente golpeara mi cuerpo durante un cuarto de hora. Di vueltas como un cordero en el asador. Me lavé el cabello y me enjaboné la cara durante dos o tres minutos. La barba tenía que desaparecer, era pesado, pero necesario. Yo obraba con astucia, mas el recordatorio de Khan en mi buzón dejaba claro que no con la suficiente. Primero, corté mi largo cabello marrón rojizo.

No me había visto el labio superior desde que era un adolescente, así que las cortas y ásperas pasadas de la navaja de afeitar suscitaron un ápice de arrepentimiento en mí. Pasaron rápido; al cabo de un rato, sentía verdadera curiosidad por ver cómo quedaba. En otros quince minutos, había eliminado mi barba por completo, repasando mi cuello y mi rostro hasta que la piel me escoció y la sangre brotó de los cortes rojos.

Cuando me di cuenta de lo que yo mismo me recordaba, no pude contemplar mi imagen por más tiempo. Me lavé con agua fría y me sequé. Me imaginé haciendo morisquetas burlonas a Friedlander Bey y al resto de los sofisticados indeseables de la ciudad. Luego, tomando el camino de regreso a Argelia y pasando el resto de mi vida allí, viendo morir a las cabras.

Me cepillé el cabello y abrí los paquetes de la tienda de caballeros en el dormitorio. Me vestí despacio, mientras varios pensamientos rondaban por mi mente. Una idea eclipsaba a todas las demás: ocurriera lo que ocurriese, no iba a conectarme un módulo de personalidad otra vez.

Utilizaría cualquier daddy que me resultara útil, pero que sólo potenciaría mi propia personalidad. Ninguna máquina humana pensante, real o de ficción era buena para mí, ninguna se había enfrentado jamás a esta situación, ninguna había estado jamás en el Budayén. Necesitaba mis propios ingenios, no ésos construidos de cualquier manera.

Me sentí bien al hacer esa declaración. Era el compromiso que había buscado desde que «Papa» me dijo por primera vez si permitiría que me modificasen el cerebro. Sonreí. Me quité un peso —insignificante, quizá un cuarto de libra— de encima.

No sabría decir cuánto tiempo me llevó ponerme la corbata. Existían corbatas con prendedor, pero la tienda donde lo había comprado todo desaprobaba su existencia.

Me metí la camisa por dentro del pantalón, me abroché todo, me puse los zapatos y saqué la americana del traje. Me acerqué a mirarme en el espejo. Limpié alguna sangre seca de mi cuello y mi barbilla. Tenía buen aspecto, más veloz que la luz, con dinero en el bolsillo. Ya sabéis lo que quiero decir. El mismo de siempre, pero con ropas excelentes. Eso estaba bien porque mucha gente se fija sólo en la ropa. Lo más importante era que, por primera vez, creía que la pesadilla acabaría pronto. Había recorrido la mayor parte del trayecto de un oscuro túnel y sólo una o dos sombras ocultaban el nacimiento de la luz al final de éste.

Puse el teléfono en mi cinturón y quedaba oculto bajo la chaqueta. Como ocurrencia tardía, deslicé la pequeña pistola de agujas en mi bolsillo, apenas abultaba y pensé: «Más vale prevenir que curar». Mi maliciosa mente me decía: «Más vale prevenir que curar», aunque por la noche era demasiado tarde para escuchar a mi mente, lo había estado haciendo todo el día. Me disponía a bajar al bar del hotel un rato, eso era todo.

Aunque Xarghis Khan conocía mi aspecto, yo no sabía nada de él, excepto que seguramente no se parecería nada a James Bond. Recordé lo que Hassan me había dicho pocas horas antes: «No confíes en nadie».

Ese era el plan, pero ¿resultaba práctico? ¿Se podía pasar todo el día sospechando de todo? ¿En cuánta gente confiaba sin ni siquiera pensar en ello, gente que, de haber querido, podrían haberme asesinado rápida y sencillamente? Yasmin, por ejemplo. A «Medio Hajj» incluso le había invitado a mi apartamento. Todo lo que necesitaba para ser el asesino era el moddy equivocado. Incluso Bill, mi taxista favorito, o Chiri, que poseía la más amplia colección de moddies del Budayén. Me volvería loco si pensaba todo eso.

¿Y si el propio Okking era el asesino cuya pista simulaba seguir? ¿O Hajjar?

¿O Friedlander Bey?

Estaba pensando como el comedor de judías magrebí que todos creían que era. Pasé de todo, salí de la habitación del hotel y bajé en ascensor hasta el bar poco iluminado del entresuelo. No había mucha gente. Para empezar, la ciudad tenía demasiados turistas y ése era un hotel caro y tranquilo. Miré en el bar y vi tres hombres sentados en taburetes, juntos, charlando tranquilamente. A mi derecha había cuatro grupos más, la mayoría de hombres, sentados a las mesas. La grabación de música europea o americana sonaba con poco volumen. El tema del bar parecía expresado en las macetas de helechos y las paredes de estuco pintadas de color pastel y anaranjado. Cuando el camarero dirigió su vista hacia mí, le pedí una ginebra y bingara. Lo preparó como a mí me gustaba, la lima debajo. Un punto para los cosmopolitas.

Me trajeron mi bebida y la pagué. Bebí mientras me preguntaba por qué pensaba que el sentarme allí me ayudaría a resolver mis problemas. Entonces, ella se me acercó, con una lenta cadencia inhumana al moverse, como si estuviera medio dormida o drogada. Algo que su sonrisa o su lenguaje no demostraba.

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