George Effinger - Cuando falla la gravedad

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El Budayén, los bajos fondos de una ciudad árabe anónima, está construido al lado del cementerio, y quien se interna en sus callejones lo hace consciente del peligro que corre: ni sus habitantes —prostitutas, proxenetas y traficantes de drogas— ni la policía se preocupan demasiado si un desconocido aparece acuchillado y tirado en la esquina.
Tal es el ambiente en el que se ha criado Marîd Audran, un hombretón que nunca ha necesitado llevar armas y que es respetado en su independencia.
Pero nadie podría haber imaginado la pesadilla en la que se convertiría su vida después de que un extraño muriera asesinado por alguien conectado a un módulo de James Bond…
Una novela vertiginosa, en la que se dan cita los logros de la informática, la novela negra y la ciencia ficción.

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¿Te importa si me siento contigo?

Por supuesto que no.

Le sonreí, amable, mas mi pensamiento se hallaba ocupado en otras cuestiones.

Le dijo al camarero que quería un schnapps de menta. Tendría que pagar quince kiam por él. Esperé hasta que lo terminara, pagué y ella me lo agradeció con otra lánguida sonrisa.

—¿Cómo te sientes? —pregunté.

Ella arrugó la nariz.

—¿A qué te refieres?

—Después de todo el día contestando preguntas de los hombres del teniente.

—Ah, fueron tan amables como pudieron. No dije nada en unos segundos.

—¿Cómo me has encontrado?

—Bueno… —Hizo un gesto impreciso—. Sabía que estabas aquí. Esta tarde me trajiste aquí. Y tu nombre… —Nunca te dije mi nombre. —… lo oí a los policías.

—¿Y me has reconocido pese a que no tengo el mismo aspecto que cuando me encontraste? ¿A pesar de que nunca he usado estas ropas antes y me he afeitado la barba?

Me ofreció una de esas sonrisas que dicen que los hombres son unos locos.

—¿No te alegras de verme? —me preguntó, con aquel destello de sentimientos heridos que a Trudi le salían tan bien.

Volví con mi ginebra.

—Una de las razones por la que he bajado al bar era la posibilidad de encontrarte.

—Aquí me tienes.

—Eso siempre lo tengo presente —dije—. ¿Me disculpas un momento? Te llevo un par de bebidas de ventaja.

—Sí, no te preocupes. —Gracias.

Fui al lavabo de caballeros, me metí en uno y descolgué mi teléfono. Di el número de Okking. Una voz que no reconocí me dijo que estaba en su oficina, durmiendo, y que tenía órdenes de no despertarle si no se trataba de una emergencia. ¿Era una emergencia? Le dije que no lo creía, pero que le volvería a llamar si lo fuera. Pregunté por Hajjar. pero se encontraba fuera, en una investigación. Me dieron el número de Hajjar y le llamé.

Dejó sonar su teléfono un rato. Me pregunté si de verdad estaba investigando o tomando el aire.

—¿Qué pasa? —gruñó.

—¿Hajjar? Pareces sin aliento. ¿Rebajando peso o algo parecido?

—¿Quién es? ¿Cómo me has…?

—Audran. Okking está durmiendo. Oye, ¿qué habéis averiguado de la rubia de Seipolt?

El teléfono permaneció silencioso durante unos segundos; luego, la voz de Hajjar regresó, un poco más amistosa:

—¿Trudi? La golpeamos, la escudriñamos tan a fondo como pudimos y revolvimos en su memoria. No sabía nada. Eso nos preocupó, así que la interrogamos por segunda vez. Nadie sabría tan poco como ella y continuaría con vida. Pero está limpia. Audran. He conocido palos que aguantan su vela mejor que ella, pero todo lo que sabe de Seipolt es su nombre de pila.

—Entonces, ¿por qué está viva, y Seipolt y los otros no?

El asesino no sabía que estaba allí. Xarghis Khan la habría jodido viva y luego la habría matado quizá. Según parece, nuestra Trudi se hallaba durmiendo la siesta en su. habitación después de comer. No recuerda si cerró con llave. Está viva porque sólo había estado allí tres días y no forma parte del personal de la casa.

¿Cómo reaccionó ante las noticias?

Le contamos los hechos y sacó fuera todo el espanto. Fue como silo leyese en los periódicos.

Alabado sea Alá. los policías sois encantadores. ¿Has puesto a alguien tras ella?

¿Ves a alguien? Eso me sorprendió.

¿Por qué estás tan seguro de que estoy con ella?

—¿Por qué si no me preguntarías por ella a estas horas de la noche? Está limpia, mamón, por lo que a nosotros respecta. En cuanto a todo lo demás, bueno, no le hemos hecho un análisis de sangre, así que a tu aire.

La comunicación se cortó.

Hice una mueca, colgué el teléfono en mi cinturón y regresé al bar. Pasé el resto de la ginebra con tónica buscando la sombra de Trudi, pero no vi ninguna posible candidata. Salimos a comer algo para darme la oportunidad de calmar mi mente. Al final de la cena, me aseguré de que nadie nos seguía ni a Trudi ni a mí. Volvimos al bar, tomamos algunas copas y empezamos a conocernos mejor. Ella decidió que nos conocíamos lo bastante bien justo antes de la medianoche.

—Hay un poco de ruido aquí, ¿no crees? —dijo.

Asentí, solemnemente. Sólo quedaban otras tres personas en la barra, incluyendo el tocho de madera que nos preparaba las bebidas. Había llegado el momento de que Trudi o yo empezáramos a decir estupideces y ella se me adelantó. Estuvo bien olvidar mi precaución y, de paso, darle una lección a Yasmin. Estaba un poco bebido, deprimido y solo… , Trudi era una muchacha dulce de verdad y muy atractiva, ¿qué más podía pedir?

Cuando subimos la escalera, Trudi me sonrió y me besó, despacio y profundamente, como si la mañana no fuera a llegar hasta después de comer. Luego me dijo que era su turno para usar el cuarto de baño. Esperé cerca de la puerta y llamé a recepción para asegurarme de que me despertasen a las siete de la mañana. Saqué la pequeña pistola de agujas, quité la colcha y escondí el arma con rapidez. Trudi salió del cuarto de baño con el vestido desabrochado. Me sonrió, con una sonrisa indolente y sagaz. Mientras se acercaba, mi único pensamiento se centraba en que ésa era la primera ve/ que dormía con una pistola bajo la almohada.

—¿Qué piensas? —preguntó.

—Oh, que no estás mal para ser una mujer de verdad.

—¿No te gustan las mujeres de verdad? —me susurró al oído. —Hace tiempo que no estoy con una.

—¿Te gustan más los juguetes? —murmuró, pero no había espacio para discusiones.

17

Cuando el teléfono sonó, yo soñaba que mi madre me gritaba. Daba tales chillidos que no podía reconocerla, aunque sabía que era ella. Empezamos a discutir sobre Yasmin; luego pasamos a hacerlo sobre vivir en la ciudad y sobre que nunca entendería nada porque en lo único que pensaba era en mí mismo. Mi papel se limitaba a decir: «¡No es cierto!», mientras el corazón se me caía en mi sueño.

Me desperté con brusquedad, legañoso y todavía cansado. Eché una ojeada al teléfono y luego lo cogí. Una voz dijo:

—Buenos días, las siete en punto.

Luego hubo un clic. Guardé el teléfono y me senté en la cama. Respiré hondo. Deseaba volver a dormirme, aunque eso supusiera tener pesadillas. No quería levantarme y pasar otro día como el anterior.

Trudi no estaba en la cama. Puse los pies en el suelo y caminé desnudo por la pequeña habitación del hotel. Tampoco se encontraba en el baño, pero me había escrito una nota y la había dejado en el escritorio.

Querido Marîd:

Gracias por todo. Eres un hombre dulce y encantador. Espero que volvamos a encontrarnos.

Ahora tengo que irme, así que supongo que no te importará si me cobro la tarifa habitual de tu cartera. Te quiero.

Trudi (Mi verdadero nombre es Gunter Erich von S. ) (¿Has hecho como que no lo sabías, o sólo has tratado de ser amable?)

En cuestión de sexo, me he equivocado muy pocas veces en mi vida. En mis fantasías secretas, nunca importa el qué, sino el con quién. He visto y he oído de todo, al menos eso creo. Lo único fingido que nunca había oído —hasta aquella noche, claro— era a ese involuntario animal atrapado en la respiración de una mujer, la primera vez, antes incluso de que el hacer el amor tuviera tiempo para hacerse rítmico. Miré otra vez la nota de Trudi, mientras recordaba todas las veces que Jacques, Mahmud, Saied y yo nos sentábamos ante una mesa del Café Solace y veíamos pasar a la gente. «Ah, ¿ella? Es un cambio de sexo de mujer a hombre, travestido. » Podía descubrir a cualquiera. Era famoso por eso.

Juré que nunca le contaría nada a nadie. Me pregunté si el mundo se cansaría de sus bromas alguna vez; no, no lo creo. Las bromas se sucederán una tras otra, cada vez peor. En ese momento, estaba seguro de que si la edad y la experiencia no acababan con las bromas, no había nada, excepto la muerte, que pudiera hacerlo.

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