—Perfecto.
Creo que recordaba al personaje, aunque nunca había leído ninguno de sus libros.
—Tendrás que encontrar a alguien que haga las preguntas —dijo, ofreciéndome un segundo moddy.
—Saied las hará. Sólo con decirle que podrá partir todas las caras que quiera, aprovechará la oportunidad. ¿Cuánto por los dos?
Movió los labios un buen rato mientras sumaba las dos cantidades.
—Setenta y tres —gimoteó—. Sin impuestos.
Conté ochenta kiam y recogí el cambio y los dos moddies. Me miró.
—¿Quieres comprar mis judías de la suerte? No quería ni oír hablar de ellas.
Todavía había algo que me preocupaba y que quizá pudiera ser la clave para identificar a quien había asesinado, torturado y degollado a Nikki; algo que debía mantenerse en secreto. Era el moddy clandestino de Nikki. Tal vez lo llevaba cuando fue asesinada, o su asesino. Por lo que yo sabía, nadie lo llevaba puesto. Pero, entonces, ¿por qué me provocaba aquel sentimiento enfermo y desesperado cada vez que lo veía? ¿Era sólo el recuerdo del cuerpo de Nikki esa noche, metido en bolsas de basura, arrojado al callejón? Respiré hondo. «Vamos —me dije—, eres un maldito y buen aprendiz de héroe. Tienes a todo el software listo para cuchichear y recrearse en tu cerebro. » Tensé los músculos.
Mi mente racional intentó decirme treinta o cuarenta veces que el moddy no significaba algo más que el lápiz de labios o el pañuelo arrugado que había encontrado en el bolso de Nikki. A Okking no le habría gustado saber que ocultaba eso y los otros objetos a la policía, pero estaba llegando a un punto en que Okking no me preocupaba. Empezaba a cansarme de todo el asunto, pero la corriente me arrastraba. Incluso había perdido la voluntad para salir pitando y salvarme.
Laila estaba manoseando un moddy. Lo sacó y se lo conectó. Le gustaba recibir a las visitas con sus fantasmas y espectros.
—¡Marîd! —gimió esta vez con la voz chillona de Vivien Leigh en Lo que el viento se llevó.
—Laila, tengo un moddy ilegal y quisiera saber qué hay en él. —Sí, Marîd, no te preocupes. Dame ese pequeño…
—¡Laila! —grité—. ¡No tengo tiempo para esa maldita bella del sur! Ni para quitarte tu propio moddy y obligarte a prestarme atención.
La idea de quitarse su moddy era demasiado horrible como para considerarla. Me miró, tratando de distinguirme entre la multitud. Yo era alguien entre Ashley, Rhett y la puerta.
—¿Por qué, Marîd? ¿Qué te ocurre? ¡Pareces tener fiebre!
Volví la cabeza y juré. Por amor de Alá, de verdad deseaba abofetearla.
—Tengo este moddy —dije, sin mover los dientes ni una fracción de milímetro—. Tengo que saber qué hay en él.
—¡Tonterías, Marîd! ¿Qué es tan importante? —me cogió el moddyy lo examinó—. Está dividido en tres bandas, cariño.
—¿Cómo puedes decirme lo que tiene grabado?
Sonrió.
—Es la cosa más fácil del mundo.
Con una mano se desconectó el moddy de Scarlett O’Hara y lo dejó con descuido a su lado, chocó con una tira de daddies y fue a parar a un rincón. Laila nunca volvería a encontrar su moddy de Scarlett. Con la otra mano centró mi moddy sospechoso y se lo conectó. Su relajado rostro se tensó un poco. Luego, cayó al suelo.
—¿Laila?
Se desfiguraba en grotescas posturas, sacaba la lengua, con los ojos abiertos, la mirada fija en el vacío. Hizo un ruido grave y sollozó, como si hubiera sido golpeada y maltratada durante horas y no le quedasen fuerzas para gritar. Su respiración era pesada y profunda, oía como raspaba su garganta. Sus manos eran un manojo de varas secas que arañaban inútilmente su cabeza, en un desesperado intento por desconectarse el moddy, pero no podía controlar sus músculos. Lloraba en lo profundo de su garganta, y se tambaleaba en el suelo hacia atrás y hacia adelante. Quería ayudarla, pero no sabía qué hacer. Si me acercaba más, podía despedazarme.
Había dejado de ser humana y comprobarlo era terriblemente fácil. Al que hubiera diseñado ese moddy le gustaban los animales, le agradaba hacer cosas a los animales. Laila se comportaba como una criatura grande, no un gato casero o un pequeño perro, sino un animal de la jungla enjaulado, atormentado y furioso. Pude oír su chirrido; vi cómo mordía las patas de los muebles y dirigía sus inexistentes colmillos hacia mí. Cuando me detuve cerca de ella, se me abalanzó con más rapidez de lo que yo creí posible. Traté de cogerle el moddy y salí con tres grandes y sangrientos cortes en el brazo. Sus ojos me miraron. Se agazapó, con las rodillas hacia adelante.
Laila saltó, abalanzó su delgado cuerpo negro sobre mí. Aulló y me echó las manos al cuello. Me asustaba su aspecto, el cambio que se había operado en la anciana. No era Laila la que me atacaba, era el viejo cuerpo de bruja poseído por la corruptora influencia del moddy. En cualquier momento, hubiera podido deshacerme de Laila con una mano, pero entonces me encontraba en peligro de muerte. La fiera que había en Laila no se contentaría con arrinconarme o herirme. Quería matarme.
Mientras volaba hacia mí, la esquivé con tanta habilidad como pude, moviendo los brazos de la misma forma que el torero engaña al ojo del toro. Se estrelló contra una caja de daddies usados, quedó de espaldas y agitó las piernas hacia arriba como para destriparme. Le golpeé en la sien con el puño. Hubo un ruido sordo, de huesos rotos, y se desplomó sobre la caja. Me agaché, le desconecté el moddy ilegal y lo metí con el resto de mi software. Laila no estaba inconsciente del todo, aunque sí aturdida. Tenía los ojos desenfocados y deliraba. Cuando estuviera mejor, se sentiría muy desgraciada. Busqué rápido algo en su tienda para llenar su injerto vacío. Abrí un paquete nuevo de moddies, creo que era una unidad didáctica, porque llevaba tres daddies. Algo sobre el modo de ofrecer cenas a los burócratas de Anatolia. Estaba seguro de que Laila lo encontraría fascinante.
Descolgué el teléfono y llamé al hospital donde me habían hecho la ampliación. Pedí por el doctor Yeniknani; cuando respondió, le expliqué lo sucedido. Me dijo que en cinco minutos saldría una ambulancia hacia la tienda de Laila. Quería que le diera el moddy a uno de los auxiliares. Le dije que todo lo que averiguase del moddy era confidencial, que no informara de ello a la policía ni a Friedlander Bey. Hubo un largo silencio, pero, al fin, el doctor Yeniknani accedió. Me conocía y confiaba más en mí que en Okking y «Papa» juntos.
La ambulancia llegó en veinte minutos. Vi como los dos auxiliares colocaban a Laila con cuidado sobre una camilla y la metían en la ambulancia. Confié el moddy a uno de ellos y le recordé que no se lo entregara a nadie que no fuese el doctor Yeniknani. Asintió apresuradamente y se sentó al volante. Vi la ambulancia alejarse, salir del Budayén hacia lo que la ciencia médica pudiera o no hacer por Laila. Me guardé mis dos adquisiciones y cerré la puerta de la tienda de la vieja. Luego salí de aquel infierno. Una vez en la acera, comencé a temblar.
Me jodía saber lo que había averiguado. Primero: suponiendo que el moddy ilegal perteneciese al degollador, ¿lo llevaba él o se lo ponía a sus víctimas? ¿Sabría un lobo gris o un tigre siberiano quemar a una persona indefensa con un cigarrillo? No, tenía más sentido imaginar el moddy conectado a una víctima enfurecida, puesta a buen recaudo. Eso en cuanto a las quemaduras de las muñecas, pero Tami, Abdulay y Nikki tenían el cráneo destrozado. ¿Qué hizo el asesino si la víctima no era un moddy? Tal vez comerse un caramelo y enfadarse toda la tarde.
Lo que tenía muy claro era que andaba en busca de un pervertido que necesitaba un animal salvaje y carnívoro enjaulado para que sus jugos brotasen. La idea de abandonarlo todo cruzó por mi mente; la repetida idea de dejarlo, a pesar de las blandas amenazas de Friedlander Bey. Esta vez llegué a imaginarme junto a la agrietada carretera, en espera del viejo autobús eléctrico con la muchedumbre de pasajeros encima. Se me revolvía el estómago y sólo tenía mucho espacio para moverme.
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