George Effinger - Cuando falla la gravedad

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El Budayén, los bajos fondos de una ciudad árabe anónima, está construido al lado del cementerio, y quien se interna en sus callejones lo hace consciente del peligro que corre: ni sus habitantes —prostitutas, proxenetas y traficantes de drogas— ni la policía se preocupan demasiado si un desconocido aparece acuchillado y tirado en la esquina.
Tal es el ambiente en el que se ha criado Marîd Audran, un hombretón que nunca ha necesitado llevar armas y que es respetado en su independencia.
Pero nadie podría haber imaginado la pesadilla en la que se convertiría su vida después de que un extraño muriera asesinado por alguien conectado a un módulo de James Bond…
Una novela vertiginosa, en la que se dan cita los logros de la informática, la novela negra y la ciencia ficción.

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— Señor Audran —murmuró.

—Me sorprende que se acuerde.

Se encogió de hombros; no podría asegurar si sonrió o no, y dijo:

—La paz sea con usted.

Se volvió.

—Y con usted —dije a sus espaldas, y le seguí.

Me condujo a la oficina de «Papa», a la misma sala de espera que ya había visto. Entré, me senté, me volví a levantar, intranquilo, y empecé a serenarme. No sabía a qué había ido. Después de «Hola, ¿cómo está?», me deprimiría ver que no tenía nada más que decirle a «Papa». Pero Friedlander Bey era un buen anfitrión cuando convenía a sus propósitos, y no permitiría que un huésped se sintiera incómodo.

Al instante, la puerta intermedia se abrió y uno de los gigantes de granito me hizo un gesto. Pasé tras él y volví a estar ante la presencia de «Papa». Parecía muy cansado, como si hubiera despachado urgentes asuntos financieros, políticos, religiosos, judiciales y militares sin descanso durante varias horas. Su camisa blanca estaba húmeda de sudor, su fino cabello, ajado, y sus ojos, cansados y enrojecidos. La mano le temblaba mientras hacía un gesto a la «roca parlante».

—Café —dijo en una peculiar voz ronca y débil. Se volvió hacia mí—. Ven, hijo mío, siéntate. Debes decirme si estás bien. A Alá le ha complacido que la cirugía del doctor Lisán fuera un éxito. Tengo varios informes suyos. Se mostraba muy satisfecho de los resultados. En ese aspecto, también yo estoy satisfecho, pero, por supuesto, que la prueba definitiva del valor de esos injertos será cómo los utilices.

Asentí, eso fue todo.

Llegó la «roca» con el café, lo que me concedió unos minutos para aplacar mis nervios mientras lo tomábamos y charlábamos. Me di cuenta de que «Papa» me observaba muy de cerca, con sus pardos ojos juntos y un semblante de leve enfado. Cerré los ojos, exasperado; llevaba mis ropas de calle habituales. Los téjanos y las botas estaban bien para el club de Chiri o para salir con Mahmud, Jacques y Saied. pero «Papa» prefería verme con galabiyya y keffiya. Demasiado tarde, me dije, había caído en el pozo y tendría que salir y ganar terreno para volver a congraciarme con él.

Moví mi taza poco después de que me la llenaran por segunda vez, para indicar que ya tenía bastante. Las cortesías del café se acabaron y «Papa» murmuró algo a la «roca». El hombre abandonó la habitación. Creo que era la primera vez que me quedaba solo con «Papa». Esperé.

El anciano apretaba los labios mientras pensaba.

—Estoy contento de que te sometieras a la operación, según mis deseos.

—Oh, caíd —dije —, es…

Mi hizo callar con un gesto decidido.

—Sin embargo, la operación no resuelve nuestros problemas. Es triste. Estoy informado de que te muestras reacio a explorar todos los beneficios de mis regalos. Quizá pienses que puedes cumplir nuestro acuerdo llevando los injertos, pero sin usarlos. Si lo crees así, te engañas a ti mismo. Nuestro problema común no puede ser resuelto hasta que estés de acuerdo en utilizar el arma que te he dado, y en emplearla al límite. No me he sometido a ese aumento yo mismo porque mi religión me lo prohibe, por eso podrías alegar que no soy la persona más apropiada para aconsejarte en esta cuestión. Sin embargo, creo conocer un amigo con la elección adecuada; El tío estaba leyendo mi mente, pero ése era su trabajo. Lo más raro era que cuanto más bajo caía, más fácil me parecía hablar con Friedlander Bey. Ni siquiera estaba aterrorizado cuando me oí a mí mismo declinar su oferta.

—Oh, caíd —dije—, si no estamos de acuerdo ni en la identidad de nuestro enemigo, ¿de qué manera elegiremos una personalidad adecuada como instrumento de nuestra venganza?

Hubo un breve silencio durante el cual oía un latido de mi corazón y luego otro. Las cejas de «Papa» se elevaron y volvieron a su lugar.

—Una vez más, hijo mío, me demuestras que no me he equivocado al elegirte. Eres el indicado. ¿Cómo te propones empezar?

—Oh, caíd, empezaría por estrechar más nuestra alianza con el teniente Okking y obtener toda la información de que disponen en los archivos de la policía. Sé ciertas cosas sobre algunas de las víctimas que estoy seguro que él desconoce. No veo motivos para darle esa información ahora, pero más tarde la necesitará. Interrogaremos a nuestros amigos comunes. Creo que encontraré más pistas. Un cuidadoso examen científico de todos los datos asequibles sería el primer paso.

Friedlander Bey asintió, pensativo.

—Okking dispone de información que tú no tienes. Tú posees información que él no tiene. Alguien debe reunir toda esa información, y yo preferiría que esa persona fueras tú y no el bueno del teniente. Sí, me parece una buena sugerencia.

—Quienes te ven, viven, oh, caíd.

—Que Alá te permita ir y regresar sano y salvo.

No vi motivos para decirle que, en verdad, planeaba inspeccionar a Lutz Seipolt con toda minuciosidad. Lo que yo sabía sobre Nikki y su muerte hacía este asunto más siniestro de lo que «Papa» o el teniente Okking estaban dispuestos a admitir. Todavía tenía el moddy encontrado por mí en el bolso de Nikki. Nunca se lo había mencionado a nadie. Necesitaba averiguar lo que tenía grabado. Tampoco había mencionado el anillo ni el escarabajo.

Tardé unos minutos en tranquilizarme fuera de la villa de Friedlander Bey, y luego no encontré taxi. Terminé por ir a pie. mas no me importó porque todo el tiempo estuve discutiendo conmigo mismo:

«Conciencia 1 (temerosa de «Papa»): Bueno, ¿por qué no hacer lo que quiere? Limítate a recoger la información y déjale que sugiera el próximo paso. De otro modo, estás pidiendo que te partan la cara, o que te maten. » «Conciencia 2 (temerosa de la muerte y el desastre): Porque cada paso conduce directamente hacia dos (no uno, sino dos) asesinos psicopáticos a quienes les importa un pito si vivo o muero. De hecho, uno u otro hará bastante más que meterme una bala entre los ojos o cortarme el cuello. Ése es el porqué.»

Un argumento por encima de la red y la otra se lo refutaba. Era un partido demasiado igualado, la competición podría durar eternamente. Después de un rato, me aburrí y dejé de observar. Tenía todo el equipo para convertirme en el Cid o en Jomeini o en cualquier otro, ¿por qué dudaba todavía? Nadie a mi alrededor tenía mis escrúpulos. Tampoco pensaba en mí como en un cobarde. ¿Qué sacaría con conectarme el primer moddy?

Tendría la repuesta esa misma noche. Oí la llamada a la oración del crepúsculo mientras atravesaba la puerta y me dirigía hacia la «Calle». Fuera del Budayén, el muecín parecía más etéreo; al otro lado de la puerta, la voz del mismo hombre adquiría, de algún modo, un tono de reproche. ¿O era mi imaginación? Paseé hasta el club de Chiriga y me senté ante la barra. Ella no estaba. Pero sí se encontraba allí Jámila, que había trajabado para Chiri hacía unas semanas y se largó cuando dispararon al ruso. La gente va y viene del Budayén, trabajan en un club y les echan o se van por cualquier estupidez, trabajan en otro lugar, con el tiempo, recorren el circuito y terminan donde han empezado. Jámila era una de esas personas que podían hacer el circuito más rápido que la mayoría. Tenía suerte de encontrar un trabajo de siete días consecutivos.

—¿Dónde está Chiri? —pregunté. —Vendrá a las nueve. ¿Quieres beber algo?—Bingara y ginebra, hielo y un poco de lima. Jámila asintió y se dio la vuelta para mezclarlo.

—Ah —dijo—, tienes una llamada. Dejaron un mensaje. Espera que lo busque.

Fue una sorpresa. No podía imaginar quién habría dejado un mensaje para mí, ni cómo sabían que iba a estar allí esa noche.

Jámila volvió con mi copa y una servilleta de cóctel con dos palabras garabateadas. Le pagué y se fue sin decir palabra. El mensaje decía: «Llama a Okking». Un principio muy propio de mi nueva vida de superhombre: urgente asunto policial. No hay descanso para los miserables, empezaba a convertirse en mi lema. Descolgué el teléfono, murmuré el código de Okking y esperé a que contestara.

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