George Effinger - Cuando falla la gravedad

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El Budayén, los bajos fondos de una ciudad árabe anónima, está construido al lado del cementerio, y quien se interna en sus callejones lo hace consciente del peligro que corre: ni sus habitantes —prostitutas, proxenetas y traficantes de drogas— ni la policía se preocupan demasiado si un desconocido aparece acuchillado y tirado en la esquina.
Tal es el ambiente en el que se ha criado Marîd Audran, un hombretón que nunca ha necesitado llevar armas y que es respetado en su independencia.
Pero nadie podría haber imaginado la pesadilla en la que se convertiría su vida después de que un extraño muriera asesinado por alguien conectado a un módulo de James Bond…
Una novela vertiginosa, en la que se dan cita los logros de la informática, la novela negra y la ciencia ficción.

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—¿Sí? —dijo por fin. —Marîd Audran.

—Maravilloso. Te llamé al hospital, pero me dijeron que te habían dado de alta. Llamé a tu casa y no obtuve respuesta. Llamé al jefe de tu chica, mas no estaba allí. Llamé a tu escondite habitual, el Café Solace, y no te habían visto. Así que probé en otros lugares y dejé mensajes. Quiero que estés aquí dentro de media hora.

—De acuerdo. ¿Dónde te encuentras?

Me dio un número de habitación y la dirección de un hotel en el conglomerado Flemish, en la zona más rica de la ciudad. Nunca había estado en el hotel ni a menos de diez manzanas de él. No era mi parte de la ciudad.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

—Un homicidio. Ha salido tu nombre.

—¡Ah! ¿Alguien que conozco?

—Sí. Es curioso, tan pronto como ingresaste en el hospital, esos raros crímenes cesaron. Nada anormal en casi tres semanas. Y el mismo día que sales, vuelve el reino del terror.

—Está bien, teniente, me has cogido y confesaré. Si yo hubiera sido listo, habría dispuesto un asesinato o dos mientras me encontraba en el hospital para no levantar sospechas.

—Eres un chico listo, Audran. Eso empeora tu situación en todos los sentidos.

—Lo siento. No me lo vas a decir nunca: ¿quién es la víctima?

—Ven rápido —dijo, y colgó.

Bebí mi copa de un trago, dejé a Jámila medio kiam de propina y salí al cálido aire de la noche. Bill todavía no estaba en su lugar habitual, el amplio Boulevard el-Jameel fuera del Budayén. Otro taxista estuvo de acuerdo con la tarifa que le ofrecí y atravesamos la ciudad hacia el hotel. Fui directo a la habitación. Un oficial de policía me detuvo detrás de la barrera formada por la cinta amarilla en la que se leía: «Escena del crimen». Le dije que el teniente Okking me esperaba. Me preguntó mi nombre y me dejó pasar.

La habitación parecía el interior de un matadero. Había sangre por todas partes, charcos, trazos en las paredes, salpicaduras en la cama, sobre las sillas y el escritorio, por toda la alfombra. Un asesino no gastaría tanto tiempo y energía asegurándose de que su víctima estaba lo bastante muerta, rociando toda esa sangre, empapando a conciencia la habitación. Había matado a la víctima puñalada tras puñalada, como en un sacrificio humano ritual. Resultaba inhumano, grotesco y demente. Ése no era el estilo de James Bond, ni el del torturador sin nombre. Se trataba de un tercer maníaco o de uno de los dos primeros con un moddy nuevo. En cualquier caso, nuestras escasas pruebas quedaban desfasadas con eso. ¡Lo que nos faltaba!

La policía acababa de meter el cadáver en una bolsa sobre una camilla y lo sacaba por la puerta. Me encontré al teniente.

—¿A quién demonios le ha tocado esta noche? —pregunté.

Me miró con atención, como si pudiera apreciar mi culpabilidad o mi inocencia por mi reacción.

—Selima —dijo.

Mis hombros se desplomaron. De repente, sentí un inmenso cansancio.

—Que Alá tenga misericordia —murmuré —. ¿Para qué me has llamado? ¿Qué tiene esto que ver conmigo?

—Tú investigas todo esto para Friedlander Bey. Además, quiero que mires en el baño.

—¿Porqué?

—Ya lo verás. Prepárate, es un poco asqueroso.

Eso me predisponía aún menos a entrar en el baño. Pero entré. Debía hacerlo, no había elección. Lo primero que vi fue un corazón humano, arrancado del pecho de Selima, sobre el lavabo del cuarto de baño. Eso me dio náuseas. El lavabo estaba lleno de su sangre oscura. Luego vi sangre por todo el espejo de encima del lavabo. En él habían pintado trazos desiguales, dibujos geométricos y símbolos ininteligibles. La parte más preocupante eran las palabras escritas con sangre en escritura que goteaba: «Audran, tú eres el próximo».

Sentí una sensación opresiva, irreal. ¿Qué sabía ese carnicero loco de mí? ¿Qué relación tenía yo con el monstruoso crimen de Selima y las otras «Viudas Negras»? Lo único que pensé fue que hasta ese momento mi móvil había sido una especie de deseo galante de proteger a mis amigos, que podían ser futuras víctimas de esos locos asesinos desconocidos. No tenía un interés personal, excepto un posible deseo de venganza por el asesinato de Nikki y las demás. Ahora, en cambio, mi nombre escrito con sangre coagulada sobre ese espejo lo convertía en algo personal. Mi propia vida se hallaba en juego.

Si algo en el mundo podía inducirme a dar el paso definitivo y conectarme mi primer moddy, era aquello. Sabía perfectamente que a partir de entonces, necesitaría toda la ayuda que pudiera obtener. Revelador interés por uno mismo, diría yo. y maldije a los viles asesinos que lo habían hecho necesario.

14

Lo primero que hice a la mañana siguiente, fue llamar a Laila a la tienda de moddies de la calle Cuatro. La vieja estaba tan horrible como siempre, pero su aspecto había sufrido un ligero cambio. Llevaba su sucio cabello gris recogido bajo una peluca rubia llena de rizos; más que una peluca parecía algo que tu tía abuela ha metido en la tostadora para ocultarlo de la vista. Laila no había podido mejorar sus ojos amarillentos ni su arrugada piel negra, pero seguro que lo había intentado. Llevaba tantos polvos claros en su rostro, que parecía recién salida de un ascensor de harina. Encima de eso, se había pintado rayas de color cereza intenso sobre todas las superficies disponibles. Creo que su sombra de ojos, el maquillaje de sus mejillas y el lápiz de labios procedían del mismo contenedor. Llevaba unas brillantes gafas de sol de plástico colgadas del cuello con un horrible cordón, unas gafas de gato que había elegido con cuidado. No se había molestado en ponerse dientes postizos, pero había trocado su asqueroso vestido negro por una túnica rasgada, indecentemente ceñida y escotada, de un color amarillo chillón. Parecía como si intentase alentar a su cabeza y a sus hombros a librarse del buche del periquito más grande del mundo. Llevaba zapatillas baratas de borra azul.

—Laila — dije. —Marîd.

Sus ojos aparecían desenfocados. Eso significaba que presentaba su propia e inimitable personalidad. Si hubiera tenido un moddy conectado, su mirada estaría enfocada y el software hubiera agudizado sus reflejos. Me hubiese resultado más fácil tratar con ella si llevara otra personalidad, pero dejémoslo correr.

—Tengo el cerebro preparado.

—Eso he oído.

Soltó una sonrisa tonta que me disgustó un poco.

—Necesito que me ayudes a escoger un moddy.

—¿Para qué lo quieres?

Me mordí el labio inferior. ¿Hasta dónde iba a contarle? Por un lado, ella podía repetir todo lo que yo le dijera a cualquiera que entrase en su tienda: ella me contaba todo lo que otros le decían. Por el otro, nadie le prestaría atención.

—Necesito hacer un pequeño trabajo. Me han modificado el cerebro porque mi trabajo puede ser peligroso. Necesito algo que aumente mi talento de detective, y también evite que salga herido. ¿Qué te parece?

Murmuró un rato para ella misma, mientras daba vueltas pasillo arriba, pasillo abajo, y revolvía sus cajones. Yo no entendía lo que decía, así que esperé. Por fin, se volvió hacia mí y se sorprendió de que todavía estuviese allí. Quizá había olvidado mi petición.

—¿Te parece bien un personaje de ficción? —dijo. —Si el personaje es lo bastante inteligente —respondí.

Se encogió de hombros y habló más entre dientes, con sus dedos engarfiados abrió un moddy envuelto en plástico y me lo ofreció.

—Toma —dijo.

Dudé. Volví a pensar que me recordaba a la bruja de Blancanieves. Miré el moddy como si fuera la manzana envenenada.

—¿Quiénes?

—Nero Wolfe —dijo—. Un brillante detective. Un genio para resolver asesinatos. No quería salir de su casa. Alguien le hacía el trabajo de calle y era el que recibía los golpes.

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