George Effinger - Cuando falla la gravedad

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El Budayén, los bajos fondos de una ciudad árabe anónima, está construido al lado del cementerio, y quien se interna en sus callejones lo hace consciente del peligro que corre: ni sus habitantes —prostitutas, proxenetas y traficantes de drogas— ni la policía se preocupan demasiado si un desconocido aparece acuchillado y tirado en la esquina.
Tal es el ambiente en el que se ha criado Marîd Audran, un hombretón que nunca ha necesitado llevar armas y que es respetado en su independencia.
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Una novela vertiginosa, en la que se dan cita los logros de la informática, la novela negra y la ciencia ficción.

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No me molesté en responder. Me alegraba que no se hubiera sentado a los pies de mi cama.

—Debes saber, hijo mío, que todo el Budayén está desolado sin tu presencia, que ilumina nuestras fatigadas vidas.

Ya lo sé —repuse—. Me he dado cuenta por la avalancha de postales y cartas. Por la multitud de amigos que invaden los pasillos del hospital día y noche, ansiosos por verme u oír una palabra de mi boca. Por todas vuestras pequeñas atenciones que han hecho mi estancia aquí más soportable. Nunca podré agradecéroslo bastante.

—No se debe dar las gracias…

—… por un deber. Losé, Hassan. ¿Algo más?

Parecía un poco incómodo. La posibilidad de que estuviera burlándome de él debió cruzar por su mente, aunque, en general, él no preveía ese tipo de cosas. Sonrió de nuevo.

—Estoy contento de que te encuentres con nosotros esta noche. Estaba perplejo.

—¿Esta noche?

Volvió la gorda palma de su mano.

—¿No es así? Serás dado de alta esta tarde. Friedlander Bey me envía con un mensaje: debes visitarle tan pronto como te encuentres bien. ¿Te parece bien mañana? No quiere que precipites tu recuperación.

—Ni siquiera sabía que me iban a dar de alta y se supone que debo ver a Friedlander Bey mañana; pero él no quiere que me precipite. Supongo que tu coche me espera para llevarme a casa.

Ahora Hassan parecía triste. No le gustó nada mi sugerencia.

—Oh. querido, desearía que así fuera, pero es imposible. Deberás disponerlo de otro modo. Tengo otros asuntos…

—Ve tranquilo —dije con calma.

Recosté la cabeza en la almohada y traté de conciliar el sueño, mas no pude.

—Allah yisallimak —murmuró Hassan, y se fue.

Toda la paz de los últimos días desapareció con una rapidez preocupante. Un intenso sentimiento de desprecio por mí mismo me invadió. Recordé una vez, algunos años antes, cuando me ligué a una chica que a veces trabajaba en el Red Light y a veces en el Big Als Old Chicago. Había llamado su atención por ser alegre, disoluto y, supongo, despreciable. Al final conseguí que saliera conmigo, la llevé a cenar, no me acuerdo del lugar, y luego a mi apartamento. Cinco minutos después de que cerrase la puerta de la entrada, estábamos en la cama, follamos diez o tal vez quince minutos, y eso fue todo. Estaba acostado y la miraba. Tenía mal los dientes y huesos puntiagudos, y olía como si llevase aceite de sésamo en un aerosol. «Dios mío —pensé —. ¿Quién es esta chica? Y ¿cómo voy a librarme de ella ahora?» Después del sexo, todos los animales sienten tristeza; en realidad, después de cualquier tipo de placer. No estamos hechos para éste, sino para la agonía y para ver las cosas con demasiada claridad, lo que a veces suele producir una terrible agonía. Me desprecié a mí mismo entonces y me despreciaba ahora.

El doctor Yeniknani golpeó mi puerta con suavidad y entró. Miró un instante las anotaciones diarias del enfermero.

—¿Me voy a casa? —pregunté. Dirigió sus vivos ojos negros hacia mí.

—Hmmm. Oh, sí. Su orden de alta ya está firmada. Ha de avisar a alguien que venga a buscarle. Política del hospital. Puede irse cuando quiera.

—Gracias a Dios.

Y lo sentía así. Eso me sorprendió.

—Alabado sea Alá —dijo el médico. Miró la caja de plástico de los daddies, junto a mi cama —. ¿Los ha probado todos?

—Si.

No era cierto. Había probado unos cuantos, bajo la supervisión del terapeuta. Los potenciadores de información me resultaron decepcionantes. No sé qué esperaba. Cuando me conecté uno de esos daddies, su información se instaló en mi mente como si la supiera de toda la vida. Era igual que quedarse levantado toda la noche empollando para un examen, sin perder el sueño y sin la posibilidad de olvidar nada. Cuando me quité el chip, todo se esfumó de mi memoria. No era gran cosa. Quería probar algunos de los daddies que Laila tenía en su tienda. Los daddies me serían muy útiles de vez en cuando.

Los moddies eran los que me asustaban. Los módulos de personalidad completa. Los que metían tu cerebro en alguna cajita de hojalata y alguien a quien tú no conocías se apropiaba de tu mente y tu cuerpo. Todavía me producían un miedo espantoso.

—Bien —dijo el doctor Yeniknani.

No me deseó suerte, porque todo estaba en manos de Alá. Quién sabía cuál iba a ser el desenlace, así que la suerte difícilmente encajaba allí. Poco a poco, yo había aprendido que mi médico era un aprendiz de santo, un derviche turco.

—Dios llevará su empresa a buen término —profetizó.

«Muy bien dicho», pensé. Me había llegado a gustar mucho.

—Inshallah —dije.

Nos dimos la mano y se marchó. Fui hacia el armario, saqué mi ropa de calle y la arrojé sobre la cama: una camisa, las botas, los calcetines, la ropa interior y unos téjanos nuevos que no recordaba haber comprado. Me vestí con prontitud y di el código de Yasmin al teléfono. Sonó y sonó. Le di el mío, por si ella se encontraba en mi apartamento. Tampoco obtuve respuesta. Quizá estaba trabajando, aunque todavía no eran las dos. Llamé al Frenchy pero nadie la había visto aún. No me molesté en dejarle un mensaje. En vez de eso, llamé a un taxi.

Política del hospital o no, nadie me puso pegas por irme sin acompañante. Me bajaron en una silla de ruedas hasta la entrada y me metí en el taxi, con una bolsa de artículos de aseo en una mano y mi ristra de daddies en la otra. Fui a mi apartamento sintiendo un desconcertante vacío, sin emociones.

Abrí la puerta y entré. Creí que estaría hecho una porquería. Yasmin probablemente había estado algunas veces mientras me encontraba en el hospital, y nunca fue muy buena recogiendo sus cosas. Esperaba ver pequeños montículos de sus ropas por todo el suelo, monumentos de platos sucios en el fregadero, alimentos a medio comer, latas abiertas y jarras vacías por toda la cocina y la mesa, pero la habitación estaba tan limpia como la última vez que la vi, más incluso. Nunca hago trabajos tan pesados como barrer, limpiar el polvo y los cristales. Eso me hizo sospechar que algún hábil ratero propenso a la pulcritud había entrado en mi casa. Vi tres abultados sobres en el suelo, junto a la cama. Me agaché a recogerlos. Iban a mi nombre, escrito a máquina; dentro de cada uno había setecientos kiam. en billetes de diez, setenta billetes nuevos sujetos con una banda elástica. Tres sobres, dos mil cien kiam, mi salario por las tres semanas pasadas en el hospital. No creía que fueran a pagármelas. Lo habría hecho gratis, la soneína en lo mejor de la etorpina había sido muy placentera.

Me eché en la cama y puse el dinero en el lado que Yasmin dormía a veces. Sentía un curioso vacío, como si esperase a que algo se produjera y me llenase y me dijera qué hacer luego. Esperé, pero nadie me dio la orden. Miré el reloj, casi las cuatro. Decidí no sacar el material pesado. Podía olvidarlo.

Volví a levantarme, me metí un fajo de cien kiam en el bolsillo, cogí las llaves y bajé la escalera. Empezaba a sentir una especie de reacción emocional. Presté atención, estaba nervioso, incómodo, luchaba contra mi tendencia a subir los trece peldaños de la escalera y probar a meter la cabeza en un nudo todavía desconocido. Caminé «Calle» abajo hasta la puerta Este del Budayén y busqué a Bill. No le vi. Tomé otro taxi.

—Lléveme a casa de Friedlander Bey —dije.

El conductor se dio la vuelta y me miró.

—No —repuso tajante.

Salí y busqué a otro taxista que no le importara ir allí. Primero me aseguré de ponernos de acuerdo en la tarifa.

Una vez estuvimos allí, le pagué y bajé del taxi. No quería que nadie supiera de mi llegada. «Papa» no me esperaba hasta el día siguiente. Sin embargo, su criado me abrió la brillante puerta de caoba antes de que ascendiera toda la blanca escalera de mármol.

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