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Hermann Hesse: Viaje a Oriente

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Hermann Hesse Viaje a Oriente
  • Название:
    Viaje a Oriente
  • Автор:
  • Издательство:
    PLAZA & JANES, S.A.
  • Жанр:
  • Год:
    1971
  • Город:
    Barcelona
  • Язык:
    Испанский
  • Рейтинг книги:
    5 / 5
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Viaje a Oriente: краткое содержание, описание и аннотация

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Como en todos los viajes iniciáticos, en El viaje a Oriente lo que cuenta no es la meta esquiva e imprecisa, sino el recorrido en sí mismo, el proceso que lleva a sus protagonistas hacia el descubrimiento de una nueva realidad, que pasa por la muerte simbólica y el renacimiento espiritual. Esta novela es, junto con Siddharta, la más importante contribución de Herman Hesse al tema del desarrollo interior del hombre y la búsqueda del sentido de la existencia. Se trata de una novela breve claramente alegórica, en el que un singular viaje colectivo hacia Oriente, una especie de mística Cruzada emprendida por una misteriosa hermandad, sirve de base para un vigoroso y poético alegato a favor de otro tipo de relaciones, más auténticas y profundas, con uno mismo y con el mundo. Es un viaje fantástico que, como los viajes de la imaginación y de los sueños, se salta las barreras del espacio y del tiempo, pues su objetivo no es otro que el de englobar la experiencia humana en un todo armonioso y significativo.

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He paseado veinte veces o más por la Seilergraben a las horas que me parecían más adecuadas. He vagado muchas veces frente a la casa número 69 A, dominado siempre por el mismo pensamiento: «Lo intentaré otra vez, y si no logro verle hoy, no volveré nunca más por aquí.»

Pues bien, volví; y anteayer por la noche vi colmados mis deseos. Pero, ¡de qué manera!

Conozco una por una todas las grietas de aquella fachada de color gris verdoso. Cuando me acerqué a la casa oí a través de una de las ventanas superiores silbar la melodía de una canción o de un baile, una melodía popular que estaba en boga. Todavía no sabía nada. Yo la escuchaba con una especie de vaga añoranza, cuando el recuerdo empezó a despertar lentamente en mi interior. Era una música trivial, pero sus notas sonaban en mis oídos tan dulces, tan suaves y tan delicadas, que me parecía estar escuchando el canto de algún pájaro maravilloso. Absorto, permanecía de pie saboreando la melodía, sintiendo que algo trataba de desprenderse de mi interior. No creo que pensara en nada. Si acaso, intuía que aquel hombre que sabía silbar de un modo tan prodigioso debía de ser por fuerza muy feliz y merecedor del mayor efecto. Escuché como hechizado durante unos minutos en medio del callejón. Un anciano de rostro demacrado y enfermizo pasó por delante de mí. Me miró, escuchó unos momentos y luego sonrió comprensivo, al tiempo que reanudaba su camino. Aquel viejo de ojos cansados parecía querer decirme:

— Haces bien en escuchar; eso no se oye todos los días.

Sentí que se alejara. Su mirada había puesto alegría en mi corazón. Durante aquellos segundos comprendí que aquella melodía representaba la culminación de todos mis deseos, y me dije que aquel hombre no podía ser otro que Leo.

Oscurecía, pero en ninguna de las ventanas brillaba aún la menor luz. La melodía, con sus ingenuas variaciones, había terminado ya. «Ahora encenderán la luz», pensé. Pero allá arriba todo permanecía a oscuras. Oí que se abría una puerta y al mismo tiempo sentí pasos en la escalera. La puerta de la calle se abrió lentamente y salió alguien cuyo andar tenía las mismas características que la melodía: era un andar ligero, juguetón, aunque elástico, sano y juvenil. El hombre, pequeño y esbelto, iba destocado y silbaba. En aquel preciso instante le reconocí: era Leo, nuestro estimado compañero de viaje, nuestro fiel criado Leo, el que hacía diez años o más había desaparecido en aquel funesto desfiladero, y cuya ausencia nos llenó a todos de preocupación y desconsuelo. En aquel momento de alegría me hubiera abalanzado sobre él para abrazarle. Recordé la cantidad de veces que le había oído silbar durante nuestro viaje a Oriente. Era la misma entonación de entonces, la misma melodía, pero, ¡qué diferente sonaba ahora en mis oídos! Un doloroso sentimiento parecía llenarme el corazón: ¡Cómo había cambiado todo desde entonces! El cielo, el aire, las estaciones, los sueños, el dormir, el día, la noche… ¡Cuan profunda y terriblemente debía haber cambiado yo para que una simple melodía o el ritmo de unos pasos hicieran estremecer de tal manera mi ser interno para que el recuerdo de aquellos lejanos tiempos me produjese tanta alegría y tanto dolor al mismo tiempo!

Leo pasó muy cerca de mí; caminaba alegre y elástico con unas ligeras sandalias. Le seguí sin intención determinada. ¿Hubiera podido obrar de otra forma? Descendió por el callejón; aunque su paso seguía siendo fácil y ligero, caminaba ahora pausadamente, al mismo ritmo que el sol se hundía en el ocaso, armonizándolo con aquella hora crepuscular, con los ruidos apagados que venían del centro de la ciudad, con el fulgor de los primeros faroles que en aquel momento comenzaban a brillar.

Se dirigió hacia un pequeño jardín, junto al portal de san Pablo, desapareciendo entre los altos y redondos arbustos, y yo apresuré mi paso para no perderle de vista. Allí estaba de nuevo; le vi pasearse entre las lilas y las acacias. Él camino se extendía serpenteando por el bosquecillo y pasaba junto a un par de bancos colocados junto al césped. Debajo de los árboles, la oscuridad era ya bastante densa. Leo pasó frente al primer banco, ocupado por una pareja de enamorados; el segundo estaba libre y se sentó en él. Se apoyó en el respaldo, in clinó la cabeza hacia atrás y durante un rato se dedicó a contemplar las nubes a través de las ramas de los árboles. Luego, sacó una pequeña caja redonda del bolsillo de su americana, una caja de metal blanco, y con los dedos extrajo lentamente algo de su interior, que se llevó a la boca y pareció saborear con placer. Entretanto, yo me paseaba por la entrada del pequeño jardín. Finalmente, me acerqué al banco ocupado por Leo y me senté en el otro extremo. Leo me contempló con sus ojos grises y claros y continuó comiendo. Eran frutas secas; un par de ciruelas y unos trozos de melocotón. Los cogía cuidadosamente con dos dedos, los palpaba un poco, se los llevaba a la boca y los masticaba lentamente, con verdadero placer. Así continuó durante largo rato, hasta que acabó con el último trozo. Al terminar, cerró la caja, se la metió en el bolsillo de su chaqueta y tornándose a apoyar en el respaldo del banco, estiró las piernas. Sus zapatos eran de tela y tenían la suela de cáñamo.

— Esta noche lloverá — dijo de improviso, y yo no supe si me lo decía a mí o bien hablaba consigo mismo.

— Es posible — contesté, no sin cierta emoción, pensando que si no me había reconocido por mi figura, podía muy bien ocurrir, así al menos lo esperaba yo, que me identificase por la voz.

Pero no, tampoco me reconoció por la voz. Sentí un profundo desengaño. ¡No me reconocía! Durante el transcurso de estos diez años, Leo no había cambiado nada en absoluto, pero conmigo sucedía todo lo contrario. Quizá fuese ésta la causa.

— Silba usted de un modo maravilloso — le dije —. Acabo de oírle en la Seilergraben. Me ha gustado mucho. Yo mismo también he sido músico.

— ¿Músico? — preguntó amablemente —. Es una bonita profesión. ¿Ahora no se dedica usted a la música?

— Si, de vez en cuando. Pero he vendido mi violín.

— ¿Sí? ¡Qué lástima! ¿Precisaba usted dinero? Quiero decir: ¿tiene usted hambre? Aún tengo algo de comida en casa y también un par de marcos en el bolsillo.

— No, no — respondí precipitadamente—, No lo. decía por eso. Dispongo todavía de dinero, tengo más del que necesito. Pero, de todas formas, se lo agradezco, ha sido usted muy amable al invitarme. Es raro encontrar personas tan amables.

— ¿Cree usted? Bien, tal vez tenga usted razón. Los hombres son muy diferentes, a veces muy extraños. También usted es extraño.

— ¿Yo? ¿Por qué?

— Tiene usted dinero, pero a pesar de ello, vende su violín. ¿Es que la música ya no le produce placer?

— ¡Oh, sí! Pero a veces, un hombre pierde la ilusión por, algo que antaño apreció de veras. Y entonces puede suceder que un músico venda su violín o lo lance contra la pared, o que un pintor queme un buen día todos sus cuadros. ¿Le parece inverosímil?

— No, no. Le comprendo; es debido a la desesperación. Ocurre algunas veces. Dos conocidos míos se suicidaron. Los hombres son estúpidos; sólo podemos sentir compasión hacia ellos; no es posible ayudarles. Pero, ¿a qué se dedica usted ahora, si ha vendido su violín?

— A diversas cosas. Pero, sinceramente, no hago nada que valga la pena. Ya no soy joven y a menudo me encuentro enfermo. ¿Por qué me habla con tanta insistencia del violín? En el fondo, no tiene importancia.

— ¿El violín? Es que pensaba en el rey David.

— ¿En quién? ¿En el rey David? ¿Qué tiene que ver con el violín?

— Fue músico también. Cuando era joven tocaba para el rey Saúl, y muchas veces disolvió el mal humor del monarca con su música. Más tarde, él mismo se convirtió en rey, un gran rey lleno de preocupaciones y de caprichos. Llevaba una corona sobre su cabeza. Hizo la guerra y muchas otras cosas más. Cometió también una serie de enormes injusticias y llegó a ser muy célebre. Pero la más bella imagen de toda su larga historia es aquella que presenta al joven David tocando el arpa para el pobre rey Saúl, y fue una verdadera lástima que más tarde se convirtiera en rey. Era mucho más feliz y mucho más hermoso cuando sólo era un músico.

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