— Ya conozco esa sensación — exclamó Lukas vivamente, y noté que empezaba a interesarle mi charla —. ¡Oh! También yo la he experimentado al intentar revivir mis experiencias como combatiente de la Gran Guerra. Creí haber vivido la guerra de una manera fiel y exacta, estaba sobrecargado de imágenes, la cinta de la película en mi cerebro parecía tener muchos kilómetros de largo. Pero cuando me senté en una silla, ante la mesa, debajo de un techo, cuando cogí la pluma entre mis dedos, entonces los pueblos y bosques arrasados, la miseria y la grandeza, el miedo y el valor, los vientres y los cráneos destrozados, el terror a la muerte y el humor, todo esto me pareció de pronto tan lejano como un sueño que no tuviera relación con nada real y al que no me era posible asir. Usted sabe que, a pesar de todo, he escrito un libro sobre la guerra, y que este libro ha sido leído y bastante comentado. Pues bien: no creo que diez libros de éstos, aunque fueran más detallados y estuviesen mejor escritos, pudieran dar al lector mejor predispuesto una idea aproximada de lo que fue la guerra si el lector no participó en ella. Y no son tantos los que la han vivido. Bastantes de los que «participaron» en ella no la vieron. Por otra parte, muchos, aunque la hayan vivido… la han olvidado. Tal vez porque al hombre, junto con la apetencia de vivir, le domina el ansia, tan fuerte como aquélla del olvido.
Enmudeció de pronto. Ahora estaba cabizbajo y meditabundo. Las palabras que había pronunciado confirmaban mis propias experiencias y pensamientos. Con suma preocupación pregunté pasado un tiempo:
— Pero, ¿cómo le fue posible a usted, a pesar de todo lo que dice, escribir su libro?
Meditó un momento, de regreso de sus propios pensamientos.
— Logré escribir el libro — repuso simplemente— porque el libro era necesario. Tenía que escribir el libro o desesperarme; era la única posibilidad de salvación ante la nada, ante el caos, ante el suicidio. Bajo esta presión comencé mi trabajo, el cual me ha proporcionado la salvación que buscaba, sencillamente por esto, porque el libro ha sido escrito. Poco me importa si es bueno o malo; esto es secundario. Mientras escribía no pensaba en los lectores, sino en mí mismo, o, de vez en cuando, en algún compañero de armas. Pero nunca paré atención en aquellos que viven todavía, sino en los que cayeron para siempre en los campos de batalla. Mientras escribía el libro parecía un hombre que delirara o un demente, rodeado por tres o cuatro muertos con los cuerpos destrozados. Así fue creado mi libro.
Guardó un breve silencio y, de repente, dio un imprevisto remate a esta nuestra primera entrevista:
— Perdóneme usted, no le puedo decir nada más. No; ni una palabra, ni una sola palabra más… Ni puedo, ni quiero. ¡Hasta la vista!
Y me acompañó hasta la puerta.
En el curso de nuestra segunda charla se manifestó seguro de sí mismo y tranquilo, volvió a mostrar aquella su sonrisa irónica y pareció tomarse cierto interés por mi intento, que aseguraba comprender muy bien. Me dio unos cuantos consejos que me han ayudado bastante. Y, por último, sin concederle gran importancia, al final de nuestra segunda charla, me dio un consejo:
— Escúcheme; observo que siempre vuelve al episodio del criado Leo, que parece haberse convertido para usted en una idea fija. No me gusta eso, que puede convertirse en un impedimento que obstaculice sus propósitos. Líbrese de ese recuerdo: arrójelo por la borda.
Quise replicarle que sin ideas fijas no se pueden escribir libros, pero él no me escuchaba. Y, sin responderme, me asustó al hacerme esta pregunta inesperada:
— ¿Se llamaba realmente Leo?
El sudor perlaba mi frente.
— Claro que sí — respondí —. Seguro que sollamaba Leo.
— ¿Y de nombre?
Ahora dudé.
— No; de nombre se llamaba…, se llamaba… No lo recuerdo, lo he olvidado. Leo era un apellido, todos le llamábamos así…
Continué hablando. Entretanto, Lukas había cogido un grueso volumen que estaba encima de su mesa de escritorio y lo hojeaba. Con asombrosa rapidez encontró lo que buscaba. Su dedo índice se posó sobre una de las páginas. Era una guía de direcciones. Allí donde señalaba su dedo, vi escrito el nombre de Leo.
— Mire usted — me dijo sonriendo—: aquí tenemos ya a un Leo. Andrés Leo, Seilergraben 69 A. El nombre es bastante raro; tal vez este Leo sepa algo sobre el que usted conoció. Vaya a verle; quizá le explique algo de lo que usted busca. Yo no puedo hacer más, dispongo de muy poco tiempo, perdóneme. Me he alegrado mucho…
Cuando cerraron la puerta detrás de mí, permanecí inmóvil, lleno de asombro y estupor. Lukas tenía razón; él no podía hacer más.
Aquel mismo día me dirigí a la Seilergraben, busqué la casa e inquirí noticias sobre el tal Andrés Leo. Vivía en una habitación del tercer piso. Todas las noches y los domingos durante todo el día acostumbraba permanecer en casa; el resto de la semana trabajaba. Era manicuro y callista, y también daba masajes; asimismo fabricaba cremas y brebajes medicinales, y cuando tenía poco trabajo, en las épocas malas, se dedicaba a cortar el pelo a los perros ya adiestrarlos. Cuando entré en casa tenía la intención de no entrevistarme jamás con aquel individuo o, por lo menos, de no hablarle jamás de mis intenciones. De todas formas sentía una viva curiosidad por conocerle. Desde entonces, han sido mucho los días que he pasado frente a su casa con la esperanza de conocerle. Hasta ahora no he conseguido verle. Pero no desespero. Y hoy volveré allí con la esperanza de tropezármelo, a fin de ver el rostro de Andrés Leo.
¡Ay! Todo este asunto está conduciéndome a la desesperación y, al mismo tiempo me hace feliz, o por lo menos, me excita, me pone en tensión. Me parece que mi vida vuelve a adquirir cierto significado y esto es precisamente lo que tanto precisaba en los últimos tiempos.
Es muy posible que los psicólogos tengan razón al derivar toda la actuación humana de los instintos egotistas. Sin embargo, no acabo de comprender del todo cómo un hombre que durante toda su vida sirve a una idea y renuncia a las diversiones y al bienestar y se sacrifica, actúe impulsado por el mismo resorte que mueve a otros a tratar con esclavos y con municiones y que sólo invierte sus ingresos en su bienestar particular. Presiento que si discutiera con uno de esos psicólogos saldría perdiendo y que al fin conseguiría convencerme, ya que los psicólogos son de esa clase de hombres que siempre tienen razón. Por mi parte, pueden tenerla. Ahora pienso que todo aquello que yo consideré tan bello y sublime, y por lo que siempre me sacrifiqué, ha sido solamente producto de un deseo egoísta. En mi intento de narrar nuestro viaje a Oriente, mi egoísmo aparece cada día más evidente; al principio creía que dedicaba mi esfuerzo al servicio de una noble causa; mas poco a poco, se afirma en mí la idea de que en la descripción del viaje no me guía otra intención que la que impulsó al señor Lukas a escribir su libro de guerra: salvar mi vida dándole de nuevo un sentido.
¡Si cuando menos viera el camino a seguir! ¡Si cuando menos diera un paso adelante!
Recuerdo ahora las palabras de Lukas: «Arroje a Leo por la borda, libérese de Leo.» Y pienso que de la misma manera podría arrojar mi cabeza o mi estómago enfermos por la borda para liberarme de ellos.
¡Dios mío, ayúdame!
De nuevo lo contemplo todo bajo una luz distinta aunque no sé todavía si esto me servirá de estímulo o no en mi intento. He visto algo, he tropezado con algo que nunca hubiera soñado encontrar… Pero, ¿no lo estaba esperando? ¿No lo presentía? ¿No lo deseaba y lo temía al mismo tiempo? Realmente… A pesar de todo, resulta maravilloso e increíble.
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