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Hermann Hesse: Viaje a Oriente

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Hermann Hesse Viaje a Oriente
  • Название:
    Viaje a Oriente
  • Автор:
  • Издательство:
    PLAZA & JANES, S.A.
  • Жанр:
  • Год:
    1971
  • Город:
    Barcelona
  • Язык:
    Испанский
  • Рейтинг книги:
    5 / 5
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Viaje a Oriente: краткое содержание, описание и аннотация

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Como en todos los viajes iniciáticos, en El viaje a Oriente lo que cuenta no es la meta esquiva e imprecisa, sino el recorrido en sí mismo, el proceso que lleva a sus protagonistas hacia el descubrimiento de una nueva realidad, que pasa por la muerte simbólica y el renacimiento espiritual. Esta novela es, junto con Siddharta, la más importante contribución de Herman Hesse al tema del desarrollo interior del hombre y la búsqueda del sentido de la existencia. Se trata de una novela breve claramente alegórica, en el que un singular viaje colectivo hacia Oriente, una especie de mística Cruzada emprendida por una misteriosa hermandad, sirve de base para un vigoroso y poético alegato a favor de otro tipo de relaciones, más auténticas y profundas, con uno mismo y con el mundo. Es un viaje fantástico que, como los viajes de la imaginación y de los sueños, se salta las barreras del espacio y del tiempo, pues su objetivo no es otro que el de englobar la experiencia humana en un todo armonioso y significativo.

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Naturalmente, estos sucesos sólo pueden impresionar a aquellas personas que estén poseídas por nuestro mismo espíritu. Por esto tal vez los hechos relatados suenen pobres y necios en los oídos profanos; pero todos y cada uno de los que vivimos aquellos días mágicos de Bremgarten, podrían confirmar cuanto he dicho, añadiendo por su cuenta mil detalles a cual más bello. Siempre recordaré aquellos días: el reflejo de las colas de los pavos reales en los árboles cuando se mostraba la luna; el brillo de las sirenas junto a las bronceadas rocas de la orilla del río; la figura enjuta de Don Quijote montando la primera guardia bajo los castaños; el brillo de los últimos cohetes por encima de la torre del castillo, bajo el manto negro de la noche; detalles maravillosos que jamás olvidaré. También recuerdo a mi colega Pablo, coronado de rosas, que tañía la flauta persa ante un grupo de muchachas. ¡Oh, quién podía sospechar entonces que nuestro Círculo mágico se desharía tan pronto, que casi todos nosotros — ¡yo también, también yo! — nos extraviaríamos de nuevo en los silenciosos desiertos de la realidad, del mismo modo que los empleados y los comerciantes, después de una bulliciosa fiesta o de una excursión dominguera, vuelven, sombríos y serios, a inclinarse sobre su tarea, reintegrándose a los quehaceres cotidianos!

Pero durante aquellos días a ninguno de nosotros se le ocurrieron tales pensamientos. El perfume de las lilas penetraba en mi dormitorio, situado en la torre del castillo. A través de los árboles oía murmurar al río. Yo me deslizaba por la ventana, y rebosante de felicidad y nostalgia, en la profundidad de la noche, pasaba frente al caballero que montaba la guardia, y me dirigía, sin prestar atención a la gente, a la orilla del río, allí donde el rumor de las aguas era más sonoro. Sirenas blancas y deslumbrantes salían a mi encuentro y con ellas me sumergía en un mundo de cristal, donde jugábamos con las coronas y cadenas de oro de sus tesoros. Cuando volvía a salir de aquellas brillantes profundidades y ganaba la orilla a nado tenía la sensación de que habían transcurrido muchos meses y, no obstante, percibía de nuevo, en el jardín, lejano, el sonido de la flauta de Pablo. La luna pendía muy alta aún en el firmamento, y veía a Leo con su cara infantil, resplandeciente de alegría, que jugaba con perros blancos. Más allá encontraba a Longus, sentado entre los árboles, con un libro de hojas de pergamino sobre las rodillas, absorto en la tarea de anotar signos griegos y hebreos: palabras de las cuales surgían dragones y se alzaban serpientes de múltiples colores. No me veía, y continuaba dibujando su mágica escritura de dragones y serpientes. Durante largo rato contemplaba por encima de su hombro las páginas abiertas del libro y asistía al espectáculo que ofrecían aquellos monstruos que nacían y se perdían en el oscuro bosque:

— ¡Longus — murmuraba en voz baja—, querido amigo!

No me oía; se encontraba muy lejos de mi mundo, estaba abstraído. Más allá paseaba Anselmo bajo los árboles, un lirio en la mano, contemplando, fijo y sonriente, el cáliz violeta de la flor.

Algo que ya había observado con anterioridad en el transcurso de nuestro viaje, aunque sin llegar a meditar profundamente sobre ello, volvió a llamarme la atención durante los días de Bremgarten.

Había entre nosotros numerosos artistas, pintores, músicos y poetas; entre nosotros estaba el brillante Klingsor. y el inquieto Hugo Wolff, el conciso Lauscher y el profundo Brentano. Pero aunque todos estos artistas, o buena parte de ellos, eran personas sumamente vivaces o agradables, los personajes inventados por ellos resultaban, sin excepción, mucho más vivos, bellos y alegres, y, en cierto modo, más exactos y reales que sus mismos creadores. Pablo aparecía, en su alegre ingenuidad, lleno de vida, tocando su flauta, mientras que su poeta, cual una sombra, vagaba silencioso junto a la orilla del río buscando la soledad. Inquieto y bastante embriagado, Hoffmann andaba entre los invitados hablando sin cesar, pequeño, extraño y, como todos sus colegas, se mostraba impreciso, difuminado, en tanto que el archivero Lindhorst, que para bromear se hacía pasar por un dragón, lanzaba auténtico fuego por la boca y resoplaba como una fragua. Pregunté a Leo por qué razón los artistas aparecían en aquella penumbra, mientras que sus creaciones resultaban mucho más reales. Leo me contempló extrañado; depositó en el suelo al perrito que llevaba en brazos y respondió:

— Con las madres ocurre lo mismo. Cuando han parido a sus hijos y les han dado su leche, su belleza y su fuerza, pierden importancia y ya nadie pregunta por ellas.

— Pero eso es muy triste — respondí yo, sin meditar mucho sobre el asunto.

— Yo creo que no es más triste que todo lo demás — contestó Leo —. Tal vez sea triste, pero también es hermoso. La ley lo exige así.

— ¡La ley? — pregunté con repentina curiosidad —. ¿Qué ley, Leo?

— La ley del sacrificio. Quien quiera vivir largo tiempo, ha de estar dispuesto al sacrificio. Pero quien quiera mandar, no vivirá mucho tiempo.

— ¿Por qué entonces hay tantas personas que ambicionan el poder?

— Porque no lo saben. Hay muy pocos que hayan nacido para mandar, y éstos viven sanos y alegres. Pero los otros, los que sólo por su ambición han llegado al poder, éstos terminan en la nada.

— ¿En qué nada, Leo?

— Por ejemplo, en los sanatorios.

Comprendí muy poco de lo que dijo, pero las palabras quedaron grabadas en mi memoria, despertando en mi corazón la sospecha de que Leo sabía muchas cosas, que tal vez supiese mucho más que nosotros, que éramos sus señores.

Capítulo segundo

A todos los que intervinimos en aquel inolvidable viaje nos extrañó sobremanera la súbita desaparición de Leo, que nos abandonó en medio del terrible desfiladero de Morbio Inferiore. Tan sólo mucho más tarde llegué a comprender, abarcándolos en su conjunto, una parte de los verdaderos motivos y las profundas relaciones de aquellos acontecimientos, quedando demostrado que este suceso, la desaparición de Leo, al parecer baladí, pero, en realidad, de una importancia suma, no era en modo alguno una simple casualidad, sino un eslabón más de la cadena de persecuciones con la que nuestro eterno enemigo trataba de hacer fracasar nuestra empresa. Cuando echamos a faltar a nuestro fiel Leo aquella fría mañana de otoño y las pesquisas para hallarle resultaron infructuosas, no fui yo el único que por primera vez tuvo el presentimiento de futuras desgracias y sucesos amenazadores.

Concretando, la situación en aquel momento era la siguiente:

Tras una heroica cruzada por media Europa y un período de la Edad Media, acampamos en un profundo valle, un desfiladero salvaje próximo a la frontera italiana, y nos dedicamos a la búsqueda de nuestro criado Leo, desaparecido de una forma harto extraña. Cuanto más le buscábamos y más se esfumaban nuestras esperanzas de dar con él, tanto más nos sentíamos dominados todos por la opresiva sensación de que la desaparición de Leo no tenía ninguna relación con las ideas de accidente, fuga o rapto, sino que aquello significaba el principio de una lucha, constituía el primer síntoma de una tormenta que se cernía sobre nuestras cabezas. Todo aquel primer día lo dedicamos, hasta el anochecer, a la búsqueda infructuosa de Leo. Mientras estas pesquisas nos agotaban físicamente, aumentando al propio tiempo la sensación de desfallecimiento y de inutilidad, — causaba asombro comprobar que, de hora en hora, iba creciendo en importancia la pérdida de nuestro criado, que Leo significaba más y más para nosotros cada vez. No se trataba sólo de que a todos los peregrinos, y sin duda alguna también a toda la servidumbre, nos doliera la desaparición de aquel joven servicial unánimemente apreciado, sino que, cuanto más se confirmaban nuestros temores, tanto más imprescindible nos parecía su persona: sin Leo, sin su buen humor y sus canciones, sin su rostro agradable, sin su gran entusiasmo por nuestra causa, a todos nos parecía que la empresa en sí perdía, por causas desconocidas, algo de su valor. Por lo menos, así me sucedía a mí. Durante el transcurso de aquellos meses, a pesar de los continuos esfuerzos y de algunos pequeños desengaños, no había sufrido ni un momento de desfallecimiento o de duda. Ningún caudillo triunfante, ningún pájaro en su emigración hacia Egipto, podía sentirse más seguro de su objetivo, de su misión, más convencido de la certidumbre de su actuación y de sus aspiraciones, que yo durante aquel viaje. Pero desde la desaparición de Leo, mi ánimo se mostraba inquieto. Esperaba lleno de ansiedad el regreso de algún mensajero, y durante aquel largo día de otoño, azul y dorado, estuve pendiente de los gritos y de las señales, de nuestros guardianes en el funesto, desfiladero, mientras aguardaba la llegada de algún parte o noticia con una tensión que iba paulatinamente en aumento, para sufrir cada vez un nuevo desengaño; mientras contemplaba los rostros desconcertados de mis compañeros, sentí por primera vez en mi corazón algo muy semejante a la tristeza y la duda. Al crecer estos sentimientos se afirmó en mi la certeza de que no era sólo la pérdida de Leo lo que me angustiaba, sino el comprobar que todo se tornaba impreciso y dudoso, que el valor inmutable de las cosas amenazaba con derrumbarse, que todo perdía su sentido: nuestra camaradería, nuestra fe, nuestro juramento, nuestro viaje a Oriente, nuestra vida, en fin.

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