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Hermann Hesse: Viaje a Oriente

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Hermann Hesse Viaje a Oriente
  • Название:
    Viaje a Oriente
  • Автор:
  • Издательство:
    PLAZA & JANES, S.A.
  • Жанр:
  • Год:
    1971
  • Город:
    Barcelona
  • Язык:
    Испанский
  • Рейтинг книги:
    5 / 5
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Viaje a Oriente: краткое содержание, описание и аннотация

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Como en todos los viajes iniciáticos, en El viaje a Oriente lo que cuenta no es la meta esquiva e imprecisa, sino el recorrido en sí mismo, el proceso que lleva a sus protagonistas hacia el descubrimiento de una nueva realidad, que pasa por la muerte simbólica y el renacimiento espiritual. Esta novela es, junto con Siddharta, la más importante contribución de Herman Hesse al tema del desarrollo interior del hombre y la búsqueda del sentido de la existencia. Se trata de una novela breve claramente alegórica, en el que un singular viaje colectivo hacia Oriente, una especie de mística Cruzada emprendida por una misteriosa hermandad, sirve de base para un vigoroso y poético alegato a favor de otro tipo de relaciones, más auténticas y profundas, con uno mismo y con el mundo. Es un viaje fantástico que, como los viajes de la imaginación y de los sueños, se salta las barreras del espacio y del tiempo, pues su objetivo no es otro que el de englobar la experiencia humana en un todo armonioso y significativo.

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Me acuerdo con todo detalle de un escogido grupo junto con el que caminamos un día entero y con el que acampamos. Sus componentes se habían propuesto rescatar a nuestros hermanos, así como a la princesa Isabel, que se hallaba en poder de los moros. Se decía que poseían el cuerno de Hüon y entre ellos se encontraba mi amigo el poeta Lauscher y los pintores Klingsor y Paul Klee; no hablaban más que de África y de la princesa cautiva, y su biblia era el libro de las hazañas de Don Quijote, en cuyo honor pensaban emprender el camino a través de España.

Siempre constituía un placer tropezar con un grupo así de amigos, convivir con ellos, asistir a sus fiestas, invitándoles a su vez a las nuestras; escuchar sus hazañas y sus planes, bendecirles cuando partían y saber que seguirían adelante su camino, como nosotros el nuestro. Cada uno tenía un ideal, un deseo puro que cobijaba en lo más íntimo de su corazón y, a pesar de ello, todos formábamos parte de la gran cruzada, teníamos el mismo profundo respeto hacia la misma creencia y habíamos prestado igual juramento. Encontré a Jup, que pensaba hallar la felicidad de su vida en Kaschmir; conocí a Collofino, el mago del humo, que recitaba su párrafo predilecto del aventurero Simplizzisimus; vi a Luis el Cruel, cuyo sueño estribaba en llegar a plantar un jardín de olivos en Tierra Santa y tener esclavos; iba cogido del brazo de Anselmo, que buscaba el lirio azul de su juventud. Encontré y amé a Ninón, conocida por la Extranjera, cuyos negros ojos brillaban bajo sus negros cabellos; tenía celos de Fatme, la princesa de mis sueños, aunque seguramente era Fatme sin ella saberlo. De la misma manera que nosotros ahora, antaño habían caminado los peregrinos, los emperadores y los componentes de las Cruzadas para liberar la tumba del Salvador o para estudiar la magia de los árabes; habían seguido el mismo camino caballeros españoles y sabios alemanes, monjes irlandeses y poetas franceses.

Como yo era violinista y narrador de cuentos de profesión, tenía a mi cargo el cuidado de la música en nuestro grupo, y fue entonces cuando descubrí que una época grande eleva al individuo insignificante y aumenta sus poderes. No sólo tocaba el violín y dirigía nuestros coros, sino que me dedicaba también a coleccionar viejas canciones y motivos corales, escribía madrigales para seis y ocho voces y los ensayaba en mi grupo. Pero no es esto lo que quiero contar ahora.

Muchos de mis camaradas y de mis superiores llegaron a serme en extremo queridos. Pero ninguno de ellos, aunque por aquel entonces parecía llamar muy poco mi atención, ocupó más tarde mi recuerdo tan profundamente como Leo. Leo era uno de nuestros criados, los cuales, naturalmente, eran todos voluntarios, como nosotros. Nos ayudaba a llevar el equipaje y muy a menudo prestaba servicios personales al Orador. Este hombre, que pasaba siempre inadvertido, poseía algo tan agradable en toda su persona que se hacía querer por todos. Realizaba alegremente su trabajo, silbando o cantando casi sin interrupción, y sólo hacía acto de presencia cuando se le necesitaba; en fin, era el criado perfecto. También los animales le querían; casi siempre llevábamos con nosotros un perro que había seguido a Leo; Leo sabía, además, domesticar a los pájaros y atraer a las mariposas. Lo que a él le impulsaba hacia Oriente era el deseo de aprender el lenguaje de los pájaros por medio de las claves de Salomón. Al lado de varios miembros de nuestro Círculo, que prescindiendo de su valor personal y de su fidelidad a la organización, tenían algo de exagerados, de extraños, de solemnes o de fantásticos, Leo destacaba por su carácter sencillo y natural, con sus mejillas siempre sonrosadas y su modo de ser alegre y modesto a la vez.

Lo que más dificulta mi narración es sin duda la gran diversidad de recuerdos. Ya he dicho que a veces nuestro pequeño grupo marchaba solo, pero que otras formábamos una masa ingente al extremo de constituir en ocasiones un verdadero ejército. También he hecho constar que cubrí algunas jornadas en compañía de escasos camaradas, o solo por completo, sin tienda, sin jefe, sin Orador. Otra dificultad es, y grande, que no sólo cruzábamos espacios, sino también épocas. Marchábamos hacia Oriente, pero al mismo tiempo penetrábamos también en la Edad Media o en la Edad del Oro, cruzábamos Italia o Suiza, pero en ocasiones acampábamos en pleno siglo x, junto con los patriarcas o las hadas. En la época de mi peregrinaje solitario, hallé a menudo personas y países de mi vida pasada. Me paseaba con una antigua novia por las orillas del Rin superior, bebía vino con unos amigos de juventud en Tubingen, en Basilea o en Florencia, o era un escolar que hacía excursiones con los compañeros de clase para cazar mariposas o buscar lagartijas. Entre los compañeros de viaje recuerdo también a los personajes de mis libros favoritos: Almanzor y Parsifal montaban a, caballo a mi lado, y también Witiko o Goldmundo, Sancho Panza y los Barkemidas, que me invitaron a marchar con ellos. Cuando tropezaba de nuevo con nuestro grupo, cuando volvía a escuchar las canciones de nuestro Círculo y acampaba ante la tienda de los jefes, entonces veía con diáfana claridad que mi retorno a la infancia o mi paseo con Sancho Panza pertenecían necesariamente a aquel viaje; ya que nuestro objetivo no tan sólo era Oriente, o, mejor dicho, nuestro Oriente no sólo era un país y un concepto geográfico, sino la patria y la juventud del alma, la inmensidad y la nada, el conjunto de todos los tiempos. Pero esto sólo lo comprendía muy de tarde en tarde y en ello estribaba precisamente mi felicidad; en no disfrutar de ella de continuo. Había instantes en que de mí espíritu desaparecía esta sensación inefable, y, aunque lograse abarcar todos sus detalles éstos perdían el significado y el sentido anteriores. Me sucedía algo así como cuando se pierde algo muy bello e irrecuperable y nos parece despertar de un sueño. En mi caso este sentimiento era exacto. Mi felicidad residía realmente en el mismo secreto que constituye la felicidad de los sueños: la libertad de vivir todo lo imaginable simultáneamente, sin cambiar el interior y el exterior, apartando el tiempo y el espacio como simples decorados. Así como cruzábamos el mundo sin valemos de coches ni de barcos, del mismo modo que convertíamos el mundo destrozado por la guerra en un paraíso, de idéntica manera conjurábamos el pasado, el futuro y lo poético en el presente.

En Suabia, junto al Bodensee, en Suiza, por cualquier lugar que pasábamos, tropezábamos con gentes que nos comprendían y que de un modo u otro agradecían nuestra presencia, congratulándose de que nuestro Círculo existiera y de que lleváramos a cabo la cruzada a Oriente. Y así, en medio de los tranvías y las casas de Banco de Zurich, nos encontrarnos con Hans C, el descendiente de los noachidas, el amigo de las artes, que conducía valerosamente el arma de Noé guardada por unos cuantos perros muy viejos que atendían todos por el mismo nombre. Y estuvimos en Winterthur — un piso debajo del gabinete mágico de Stoecklin—, visitando el templo chino, y vimos, al pie de la diosa de bronce, arder los palitos de humo mientras escuchábamos el profundo sonido del gong junto al suave tañir de la flauta que tocaba el rey negro. Otra vez, junto al Sonnenberg, encontramos Suon Mali, una colina del rey de Siam, donde, ante los Budas de piedra y de hierro, ofrecimos nuestras plegarias y nuestros sacrificios.

Pero uno de los acontecimientos más bellos, fue sin duda la fiesta que dio nuestro Círculo en Bremgarten, rodeados por una estrecha aura mágica. Recibidos por los dueños del castillo, Max y Tilly, nos extasiamos con Othmar, que interpretó obras de Mozart en el piano de cola, y recreamos nuestra vista en el jardín poblado de papagayos y otras aves parladoras. Al lado del manantial cristalino oímos cantar al hada Armida, y junto a la grave cabeza del mago Longus contemplamos el amable rostro de Heinrich von Ofterdingen. Por los jardines se paseaban los pavos reales, y Luis conversó en español con el gato con botas, mientras que Hans Resom, conmovido por el juego de máscaras de la vida, prometió emprender una peregrinación a la tumba de Carlos V. Fue uno de los mayores triunfos de nuestro viaje: habíamos llevado con, nosotros la ola mágica. Los indígenas alababan de rodillas la belleza; el dueño del castillo recitó una poesía que enaltecía nuestras hazañas; junto a las murallas del castillo nos escuchaban los animales del bosque y por el río se deslizaban, en solemne procesión, los peces, a quienes obsequiamos con pasteles y vino.

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