Robert Silverberg - Crónicas de Majipur

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Crónicas de Majipur: краткое содержание, описание и аннотация

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Hissune, el joven compañero de lord valentine en
y
, aburrido de sus tareas rutinarias, consigue curiosear a sus anchas en el Registro de Almas, el lugar donde la prolífica vida pasada de Majipur se conserva en forma de grabaciones que contienen las vivencias de sus moradores.
Hissune conoce así los extraños amores de los humanos y seres reptilescos, vive la tragedia del pintor espiritual que encuentra a un metamorfo con apariencia de mujer bellísima, realiza la travesía del Gran Océano y se ve rodeado e inmovilizado por algas malignas...
En el mismo Registro de Almas, el jovencito se divierte con la pintoresca historia del Pontífice que, hastiado tras muchos años de encierro en el Laberinto, decide nombrarse miembro del sexo femenino como único medio de abandonar aquel mundo subterráneo.
Hissune asiste también al nacimiento del Rey de los Sueños, el primer hombre que acosará a los habitantes dormidos con "envíos" maléficos mediante un instrumento de su invención.
La primera noche de amor de Lord Valentine en compañía de una bruja y su hermano Voriax…

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En varias ocasiones dieron paseos en barco por el Zimr y por el lado de Nissimorn, y visitaron la garganta del cercano río Steiche; un larguísimo recorrido por ese río les habría llevado al prohibido territorio de los cambiaspectos. Pero se trataba de un viaje río arriba de muchas semanas, y la pareja sólo llegó a los pueblos pesqueros de los líis, al sur de Nissimorn, donde compraron pescado fresco para merendar en la playa, nadar y tumbarse al sol. En noches sin luna visitaron el Bulevar de Cristal, donde los reflectores giratorios formaban deslumbrantes dibujos de luz, y contemplaron asombrados las cajas propagandísticas de las grandes compañías de Majipur, un museo callejero de costosos productos, una exhibición tan espléndida y exuberante que ni el ladrón más arrojado se atrevía a cometer un robo. Y la pareja cenó con frecuencia en los restaurantes flotantes, algunas veces acompañados por Liloyve, que gozaba en estos lugares más que en cualquier otro sitio de la ciudad. Todas las islas eran copias en miniatura de remotos territorios del planeta. Plantas y animales característicos medraban en ellas, y platos y vinos eran una peculiaridad del lugar. Había un restaurante de la ventosa Piliplok, donde los habitantes que podían permitírselo comían carne de dragón marino, otro de la húmeda Narabal con sus ricas bayas y suculentos helechos, otro de la soberbia Stee en el Monte del Castillo, otro de Stoien, otro de Pidruid, otro de Til-omon… pero ninguno de Velathys se enteró Inyanna sin sorpresa alguna. Tampoco la capital metamorfa, Ilirivoyne, gozaba del privilegio de estar representada en una isla, ni la soleada y cruel Tolaghai de Suvrael, porque Tolaghai e Ilirivoyne eran lugares aborrecidos por casi todos los habitantes de Majipur, y Velathys pasaba inadvertida.

Sin embargo, el lugar favorito de Inyanna entre todos los que visitó con Sidoun en esas tardes y noches de ocio fue la Galería Telaraña. Ese edificio de casi dos kilómetros de longitud, suspendido a gran altura sobre la calle, contenía las tiendas más elegantes de Ni-moya, es decir las más elegantes del continente de Zimroel y de Majipur si se exceptuaban las opulentas ciudades del Monte del Castillo. Cuando iban allí, Inyanna y Sidoun vestían su mejor ropa, robada en los más selectos establecimientos del Gran Bazar, que no era nada comparada con las prendas exhibidas por los aristócratas, pero sí muy superior a su vestimenta cotidiana. Inyanna disfrutaba librándose de las prendas masculinas que llevaba para desempeñar el papel de Kulibhai el ladrón; en esas visitas podía vestir apretadas túnicas de color púrpura y verde, y dejarse suelto el largo cabello rojo. Con las puntas de los dedos suavemente apretadas a las manos de Sidoun, Inyanna recorrió el gran paseo de la Galería y se permitió el placer de fantasear mientras examinaba joyas, antifaces de plumas, pulidos amuletos y chucherías metálicas que estaban a la venta, por dos puñados de relucientes reales, para los realmente ricos. Ninguno de esos objetos sería suyo nunca, e Inyanna lo sabía, porque un ladrón que progresara tanto como para darse esos lujos sería un peligro para la estabilidad del Gran Bazar. Pero bastaba con el gozo de limitarse a ver los tesoros de la Galería Telaraña, y aparentar.

En una de estas salidas a la Galería Telaraña, Inyanna se cruzó por casualidad con Calain, hermano del duque.

8

Naturalmente Inyanna no tenía la menor idea de lo que iba a pasar. Lo único que pensó es que iba a hacer un inocente flirteo, parte de la aventura en la fantasía que una visita a la Galería debía ser. Era una apacible noche de finales de verano y ella vestía una de sus túnicas más ligeras, un simple tejido menos substancial que la misma telaraña de la Galería. Y ella y Sidoun se hallaban en la tienda de tallas de hueso de dragón, examinando las extraordinarias obras maestras, no mayores que un pulgar, de un capitán de barco, un skandar que creaba enredos de astillas de marfil, piezas totalmente increíbles. En ese momento entraron en el local cuatro hombres con típicas vestimentas de la nobleza. Sidoun se ocultó al momento en un oscuro rincón, porque sabía que su ropa, su porte y el corte de su cabello no le señalaban como igual de los recién llegados. Pero Inyanna, consciente de que las líneas de su cuerpo y la serena mirada de sus ojos verdes podían compensar toda clase de deficiencias de porte, se atrevió a permanecer ante el mostrador. Uno de los hombres observó la talla que la joven tenía en la mano.

—Si la compra —dijo—, obrará muy bien.

—Aún no estoy decidida —replicó Inyanna.

—¿Me permite verla?

Inyanna puso la talla suavemente en la palma del otro, y al mismo tiempo hizo que sus ojos entraran en descarado contacto con los del desconocido. Éste sonrió, pero dedicó toda su atención a la pieza de marfil, la esfera de Majipur hecha con deslizantes fragmentos de hueso.

—¿Qué vale? —preguntó al propietario al cabo de unos momentos.

—Obsequio de la casa —respondió el vendedor, un enjuto y austero gayrog.

—Perfectamente. Y un obsequio mío para usted —dijo el noble, volviendo a poner la chuchería en la mano de la atónita Inyanna. La sonrisa del desconocido era más íntima—. ¿Es usted de Ni-moya? —preguntó tranquilamente.

—Vivo en Strelain —dijo Inyanna.

—¿Suele cenar en la Isla de Narabal?

—Cuando estoy de humor.

—Perfecto. ¿Le gustaría estar allí mañana con la puesta de sol? Encontrará a alguien ansioso de conocerla.

Reprimiendo su sorpresa, Inyanna asintió. El noble hizo una inclinación de cabeza y se volvió. Compró tres minúsculas tallas, dejó una bolsa de monedas en el mostrador y se marchó con sus tres acompañantes. Inyanna contempló maravillada la obra de arte que tenía en la mano. Sidoun salió de las sombras.

—¡Eso vale diez reales! ¡Véndelo al mismo comerciante!

—No —dijo ella. Y dirigiéndose al vendedor inquirió—: ¿Quién era ese hombre?

—¿No lo conoce?

—Si lo conociera no le preguntaría su nombre.

—Claro, claro. —El gayrog emitió silbidos—. Es Durand Livolk. Es el chambelán del duque.

—¿Y los otros tres?

—Dos están al servicio del duque, y el tercero es compañero del hermano del duque, Calain.

—Ah —dijo Inyanna. Levantó la esfera de marfil—. ¿Podría montar esto en una cadena?

—Sólo tardaré un momento.

—¿Qué valdrá una cadena digna de este objeto? El gayrog le lanzó una larga, calculadora mirada.

—La cadena es un simple accesorio de la talla. Y puesto que la talla fue un obsequio, así será con la cadena.

El vendedor dispuso finos eslabones de oro en la bola de marfil y metió la joya en una cajita de reluciente piel de estaca.

—¡Por lo menos veinte reales, con la cadena! —murmuró Sidoun, perplejo, en cuanto salieron de la tienda—. ¡Llévalo a esa tienda y véndelo, Inyanna!

—Es un obsequio —dijo ella tranquilamente—. Lo luciré mañana por la noche, cuando cene en la Isla de Narabal.

Pero no podía acudir a la cena con la túnica que llevaba puesta. Y encontrar otra tan fina y elegante en las tiendas del Gran Bazar precisó dos horas de diligente trabajo al día siguiente. Pero por fin Inyanna encontró una que era lo más próximo a la desnudez y empero envolvía todo su cuerpo en misterio. Ésa fue la túnica que vistió en la Isla de Narabal, con la talla de marfil suspendida entre sus pechos.

En el restaurante no fue preciso identificarse. Al salir del transbordador, Inyanna fue recibida por un vroon serio y señorial vestido con librea ducal, que la guió por las exuberantes arboledas de parras y helechos hasta llegar a un umbroso cenador, apartado y fragante, en una parte de la isla separada del sector principal por densas espesuras. Tres personas aguardaban a Inyanna en una fulgurante mesa de madera de flor nocturna bajo una maraña de enredaderas cuyos tallos, gruesos y pilosos, soportaban el peso de enormes flores globulares de color azul. Uno de los presentes era Durand Livolk, el hombre que había regalado a Inyanna la talla de marfil. Había una mujer, esbelta y morena, tan elegante y resplandeciente como la misma mesa. Y el tercer comensal era un hombre que casi doblaba la edad de Inyanna, de constitución delicada, con finos labios muy apretados y suaves facciones. Los tres iban vestidos con tanto esplendor que Inyanna imaginó ir vestida con andrajos. Durand Livolk se levantó tranquilamente y se acercó a la recién llegada.

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