—Espera —dijo Inyanna, jadeante. Se acercó a los skandars—. ¿Sois siervos de Calain de Ni-moya? La miraron sin verla, y guardaron silencio.
—Decid a vuestro amo —continuó Inyanna, impasible— que Inyanna de Velathys ha estado aquí para ver la mansión, y que lamenta no tener tiempo para entrar a comer. Gracias.
—¡Vamonos! —musitó Liloyve.
El enojo empezaba a reemplazar a la indiferencia en los peludos rostros de los imponentes guardianes. Inyanna los saludó graciosamente, se echó a reír otra vez e hizo una señal a su amiga. Corrieron hacia el flotador, y Liloyve acabó participando en el incontrolable jolgorio.
Iba a transcurrir mucho tiempo antes de que Inyanna volviera a ver la luz del sol de Ni-moya, puesto que debía iniciar su nueva vida de ladrona en las entrañas del Gran Bazar. Al principio no tenía intención de adoptar la profesión de Liloyve y la familia de ésta. Pero consideraciones prácticas no tardaron en superar sus remilgos morales. Carecía de medios para regresar a Velathys, y además, después de los primeros vislumbres de Ni-moya, no tenía deseos de hacer tal cosa. Nada la aguardaba en Velathys aparte de una vida vendiendo menudencias, cola, clavos, satén de imitación y linternas de Til-omon. Pero si se quedaba en Ni-moya necesitaba ganarse la vida. No conocía otro oficio que no fuera el de tendera, y sin capital no podía abrir una tienda. Pronto se acabaría todo su dinero, no pensaba vivir de la caridad de sus nuevas amistades y no tenía otras perspectivas. Estaban ofreciéndole un puesto en una sociedad distinta y parecía aceptable emprender una vida de hurtos, por muy extraña que fuera para su forma de pensar anterior, puesto que aquellos charlatanes embaucadores le habían robado todos sus ahorros. En consecuencia Inyanna dejó que la vistieran con una túnica masculina —ella era una mujer alta, y un poco desgarbada, detalles suficientes para dar credibilidad al engaño— y con el nombre de Kulibhai, hermano del maestro de ladrones Agourmole, entró en el gremio de éste.
Liloyve fue su mentora. Durante tres días Inyanna la siguió por el Bazar y la observó atentamente mientras los ágiles dedos de ésta hurtaban artículos. A veces el método era muy tosco: Liloyve se probaba una capa y se esfumaba entre el gentío. Otras veces eran auténticas exhibiciones de prestidigitación en arcones y mostradores. Y de vez en cuando se precisaban meditados engaños, como embaucar a un repartidor con la promesa de un beso o algo mejor mientras un cómplice se alejaba con la carretilla llena de productos. Al mismo tiempo había que cumplir con la obligación de evitar robos de aficionados. En dos ocasiones durante esos tres días, Inyanna vio a Liloyve cumplir esa tarea: una mano en la muñeca del otro, una mirada fría e iracunda, enérgicas palabras musitadas… y en ambos casos hubo temor, disculpas, apresurada retirada. Inyanna dudaba que ella tuviera valor para hacerlo. Era un quehacer más difícil que robar, y tampoco estaba segura de adaptarse al robo.
—Quiero una botella de leche de dragón y dos de vino dorado de Piliplok —le dijo Liloyve el cuarto día.
—¡Deben valer un real cada una! —contestó Inyanna, consternada.
—Cierto.
—Quiero empezar robando salchichas.
—Eso no es más difícil que robar vinos raros —dijo Liloyve—. Y mucho menos provechoso.
—No estoy preparada.
—Piensas que no lo estás. Ya has visto cómo se hace. Tú puedes hacerlo. Ese miedo es absurdo. Tienes alma de ladrona, Inyanna.
Inyanna reaccionó furiosamente.
—¿Cómo te atreves a…?
—¡Calma, calma, sólo era un cumplido! Inyanna asintió.
—Aunque así sea. Creo que te equivocas.
—Y yo creo que te subestimas —dijo Liloyve—. Hay aspectos de tu carácter que son más visibles para otras personas que para ti misma. Yo los vi el día que visitamos Vista de Nissimorn. Bueno, venga. Roba una botella de dorado de Piliplok, otra de leche de dragón y basta de parloteo. Si quieres ser ladrona de nuestro gremio, empieza ahora.
No había escape posible. Pero tampoco había motivo para arriesgarse a hacerlo sola. Inyanna pidió a un primo de Liloyve, Athayne, que la acompañara, y juntos llegaron contoneándose a una vinatería del Pasaje Ossier: dos varones jóvenes dispuestos a pagarse algún gozo. Una extraña calma dominaba a Inyanna. Se prohibió pensar en temas no pertinentes, como moralidad, derecho de propiedad o miedo al castigo. Sólo había una tarea que considerar: un rutinario trabajo de latrocinio. En otro tiempo su profesión había sido vender, ahora era robar en las tiendas, y era absurdo complicar la situación con vacilaciones filosóficas.
Un gayrog estaba detrás del mostrador de la vinatería: ojos helados que jamás pestañeaban, piel lustrosa y escamosa, carnoso cabello que no dejaba de retorcerse. Inyanna, con la voz más grave que podía fingir, se interesó por el precio de la leche de dragón en frasquito, botella y botellón. Mientras tanto Athayne se dedicó a mirar los baratos vinos rosados del centro del continente. El gayrog indicó precios. Inyanna expresó sobresalto. El gayrog hizo un gesto de indiferencia. Inyanna levantó un frasco, estudió el líquido de color azul claro y frunció el ceño.
—Es más oscura que la calidad normal —dijo.
—Varía de un año a otro. Y de un dragón a otro.
—Lo lógico sería que estas cosas fueran siempre igual.
—El efecto siempre es igual —dijo el gayrog. En sus ojos de reptil había el equivalente gayrog a una mirada lasciva y presuntuosa—. Unos sorbos, amigo mío, y estará en forma toda la noche.
—Déjeme pensarlo —dijo Inyanna—. Un real es una suma importante, aunque los efectos sean tan prodigiosos.
Era la señal convenida con Athayne, que se volvió hacia el vendedor.
—Este vino de Mazadone —dijo—, ¿cuesta tres coronas el botellón? Estoy seguro de que la semana pasada valía dos.
—Si lo encuentra a ese precio, cómprelo —respondió el gayrog.
Athayne arrugó la frente, fingió que iba a poner la botella en la estantería, tropezó, cayó y tiró media hilera de botellines. El gayrog silbó de cólera. Athayne, sin dejar de disculparse, hizo torpes movimientos para arreglar el desaguisado, y tiró más botellas. El gayrog corrió hacia la estantería dando gritos. Él y Athayne tropezaron mientras intentaban restaurar el orden, y en ese instante Inyanna se metió en la túnica el frasco de leche de dragón y escondió una botella de dorado de Piliplok.
—Creo que preguntaré precios en otro sitio —dijo en voz alta, y se fue.
Asunto concluido. Inyanna se controló para no echar a correr, aunque le ardían las mejillas y estaba segura de que todos los transeúntes sabían que ella era una ladrona, que los otros tenderos del pasaje estallarían de cólera y saldrían a cogerla y que el mismo gayrog iba a perseguirla dentro de un instante. Pero llegó hasta la esquina sin ninguna dificultad, dobló a la izquierda, localizó la calle de cosméticos y perfumes, la recorrió y entró en la sección de quesos y aceites donde aguardaba Liloyve.
—Quédate con esto —dijo Inyanna—. Abrasan tanto que me están perforando el pecho.
—Buen trabajo —comentó Liloyve—. ¡Esta noche beberemos el dorado en tu honor!
—¿Y la leche de dragón?
—Para ti —dijo Liloyve—. Compártela con Calain, la noche que te invite a cenar en Vista de Nissimorn.
Esa noche Inyanna estuvo en vela varias horas, temerosa de dormir, porque al dormirse llegarían los sueños y con éstos los castigos. El vino se había acabado, pero el frasco de leche de dragón se encontraba bajo la almohada, e Inyanna ansiaba salir a escondidas y devolverlo al gayrog. Siglos de antepasados tenderos oprimían su alma. Una ladrona, pensó, una ladrona, una ladrona, soy una ladrona de Ni-moya. ¿Qué derecho tenía a coger esas cosas? ¿Qué derecho tenían, se respondió, los hombres que te robaron los veinte reales? Pero, ¿qué tiene que ver eso con el gayrog? Si ellos me roban, si yo utilizo eso como excusa para robar al gayrog, y el gayrog se resarce con cosas de otra persona, ¿dónde termina la cadena, cómo puede sobrevivir la sociedad? Que la Dama me perdone, pensó Inyanna. El Rey de los Sueños flagelará mi espíritu. Pero acabó durmiéndose. No podía estar en vela eternamente, y los sueños que tuvo fueron maravillosos y majestuosos: se deslizó separada del cuerpo por las grandes avenidas de la ciudad, por el Bulevar de Cristal, por el Museo Universal, por la Galería Telaraña, y llegó a Vista de Nissimorn, donde el hermano del duque pidió su mano. El sueño dejó asombrada a Inyanna porque era imposible juzgarlo como un sueño de castigo. ¿Y la moralidad? ¿Y la conducta correcta? El robo era contrario a todas sus creencias. Sin embargo, parecía que el destino le tenía reservado el oficio de ladrona. Todo lo ocurrido en el último año la había dirigido hacia esa meta. Quizá era voluntad del Divino que ella fuera lo que era. Inyanna sonrió. ¡Qué cinismo! Pero así estaban las cosas. Ella no opondría resistencia al destino.
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