Desde el principio la posibilidad de ser víctima de unos embaucadores había estado en el pensamiento de Inyanna, igual que un fastidioso zumbido mientras se escucha agradable música. Pero había preferido no prestar atención a ese ruido, e incluso en estos momentos, cuando el zumbido se había transformado en un espantoso rugido, Inyanna se exigió no perder la confianza. Esa zarrapastrosa chica de bazar, esa convicta ladrona profesional poseía sin duda el carácter intrínsecamente receloso de una persona que vive de su ingenio en un mundo hostil, y veía fraude y malicia en todas partes, aunque las cosas fueran de otra forma. Inyanna sabía que la credulidad podía haberla inducido a cometer un terrible error, pero era absurdo lamentarse tan pronto. Tal vez ella formaba parte de la familia del duque a pesar de todo, o quizá Liloyve estaba confundida respecto a quién era el propietario de Vista de Nissimorn. Y si en realidad había ido a Ni-moya para nada, gastando sus últimas coronas en el improductivo viaje, al menos se encontraba en Ni-moya, no en Velathys, y ello era por sí mismo causa de regocijo.
Mientras el transbordador entraba en el muelle de Strelain, Inyanna vio de cerca por primera vez el centro de Ni-moya. Torres de pasmoso color blanco llegaban casi hasta el borde del agua; se alzaban hacia el cielo de un modo tan pronunciado y abrupto que parecían inestables, y era difícil comprender el motivo de que no cayeran al río. La noche empezaba a caer. Fulguraban luces por todas partes. Inyanna mantuvo la calma de una sonámbula ante los esplendores de la ciudad. He llegado al hogar, aquí me siento en casa. De todas formas se preocupó de no alejarse de Liloyve cuando llegó el momento de abrirse paso entre las pululantes multitudes de viajeros que salían a la calle por el corredor.
En el portalón de la estación terminal había tres enormes pájaros metálicos con enjoyados ojos: una gihorna con las vastas alas abiertas, un ridículo hazenmarl de larguísimas patas y un ave desconocida para Inyanna provista de un pico abolsado y doblado en forma de hoz. Los animales mecánicos se movían con lentitud, inclinaban la cabeza, ahuecaban las alas.
—Emblemas de la ciudad —dijo Liloyve—. Los verás por todas partes. ¡Son ridículos y bobos! Y tienen una fortuna en joyas preciosas en los ojos.
—¿A nadie se le ha ocurrido robarlas?
—Ojalá yo tuviera valor. Treparía y las arrancaría. Pero son mil años de mala suerte, eso dicen. Los metamorfos se rebelarán otra vez y nos expulsarán, las torres se derrumbarán y muchas tonterías más.
—Si no crees en leyendas, ¿por qué no robas las joyas? Liloyve hizo una nueva demostración de su risita de mofa.
—¿Quién me las compraría? Cualquier traficante sabría su procedencia. Estando malditas, no habría compradores. Un mundo de preocupaciones para el ladrón, el Rey de los Sueños aullándote dentro de la cabeza hasta que tuvieras ganas de chillar… Prefiero tener el bolsillo lleno de cristales de colores que llevar los ojos de los pájaros de Ni-moya. Vamos, entra. Abrió la puerta de un pequeño flotador callejero aparcado junto a la estación terminal y dio un empujón a Inyanna para que tomara asiento. Después de sentarse, Liloyve tecleó un código en la placa de pago del flotador y el vehículo se puso en movimiento.
—Debemos este paseo a tu noble pariente —dijo Liloyve.
—¿Qué? ¿Quién?
—Calain, el hermano del duque. He usado su código de pago. Alguien se enteró del código el mes pasado, y somos muchos los que viajamos gratis, por cortesía de Calain. En cuanto lleguen las facturas el secretario de Calain cambiará el número, claro, pero hasta entonces… ¿comprendes?
—Soy muy ingenua —dijo Inyanna—. Sigo creyendo que la Dama y el Rey ven nuestros pecados mientras dormimos y envían sueños para que nadie haga esas cosas.
—Eso se pretende que creas —replicó Liloyve—. Mata a alguien y tendrás noticias del Rey de los Sueños, eso está claro. Pero hay… ¿Cuánta gente hay en Majipur? ¿Dieciocho mil millones? ¿Treinta mil? ¿Cincuenta mil? ¿Crees que el Rey tiene tiempo de emporcar los sueños de cualquiera que da un paseo en un flotador callejero y no paga? ¿Lo crees?
—Pues…
—¿Crees que tiene tiempo para castigar a los que venden falsos títulos de propiedad de palacios que ya tienen dueño?
Las mejillas de Inyanna enrojecieron y sus ojos miraron a otra parte.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó con apagada voz.
—Ya hemos llegado. El Gran Bazar. ¡Sal!
Inyanna y Liloyve salieron a una amplia plaza con tres lados rodeados de imponentes torres y el cuarto delimitado por un edificio de escasa altura al que se accedía por una multitud de pétreos escalones, bajos y alargados. Cientos, quizá miles de personas con las elegantes túnicas blancas típicas de Ni-moya entraban y salían por la gran boca del edificio. Sobre el arco de la entrada había un altorrelieve de los tres pájaros simbólicos, de nuevo con joyas en los ojos.
—Ésta es la Puerta de Pidruid —dijo Liloyve—, una de las trece entradas. El Bazar comprende cuarenta kilómetros cuadrados, ¿sabes?… Es parecido al Laberinto, aunque no está tan enterrado, casi todo está a la altura de las calles. Corre como una serpiente por toda la ciudad, atraviesa otros edificios, va por debajo de algunas calles, entre edificios… Una ciudad dentro de una ciudad, podría decirse. Mi familia vive en el Bazar desde hace siglos. Somos ladrones hereditarios. Sin nosotros, los tenderos tendrían problemas muy graves.
—Yo tenía una tienda en Velathys. Allí no hay ladrones, y creo que nunca tuvimos necesidad de que hubiera —dijo secamente Inyanna mientras se dejaba arrastrar por los escalones para cruzar la entrada del Gran Bazar.
—Aquí es distinto —dijo Liloyve.
El Bazar se extendía en todas direcciones: un laberinto de estrechas galerías, pasillos, túneles y arcadas brillantemente iluminados, divididos y subdivididos en infinidad de minúsculos puestos de venta. En lo alto, una gran tira continua de luminotela amarilla se perdía a lo lejos, despidiendo un brillante fulgor gracias a su luminiscencia interna. Esa visión sorprendió a Inyanna más que todo lo que había visto hasta el momento en Ni-moya. De vez en cuando había vendido luminotela en su tienda, a tres reales el rollo, y ese tipo de tejido servía para decorar a lo sumo una habitación de reducidas dimensiones. Su alma se encogió al pensar en cuarenta kilómetros cuadrados de luminotela, y su mente, ágil como era para esos problemas, fue incapaz de calcular el precio. ¡Ni-moya! Hacer frente a tales excesos sólo era posible si se recurría a la risa.
Se adentraron en el Bazar. Las callejuelas eran idénticas. Todas abundaban en tiendas de porcelana, tejidos, vasijas y ropa de vestir, frutas, carne, hortalizas y bocados delicados, todas tenían una vinatería, un establecimiento de especias y una galería de piedras preciosas, en todas había un vendedor de salchichas a la parrilla, otro de pescado frito… Pero Liloyve sabía exactamente las bifurcaciones y canales que debía seguir, cuál de las innumerables e idénticas callejuelas conducían a su destino, porque avanzaba con resolución y rapidez, y sólo se detuvo para «comprar» la cena, es decir, para coger hábilmente un espetón de pescado de un mostrador o una botella de vino de otro. Los vendedores la vieron varias veces mientras robaba, y se limitaron a sonreír.
—¿No les importa? —dijo Inyanna, desconcertada.
—Me conocen. Pero te lo aseguro, los ladrones estamos muy bien considerados aquí. Nos necesitan.
—Ojalá lo comprendiera.
—Mantenemos el orden en el Bazar, ¿entiendes? Nadie roba aquí aparte de nosotros, y sólo cogemos lo que necesitamos. Vigilamos el lugar para que no actúen aficionados. ¿Qué pasaría, con estas muchedumbres, si un cliente de cada diez se llenara el bolso de mercancías? Pero nosotros nos mezclamos entre la gente, llenamos nuestros bolsillos y frenamos a los otros. Somos un número conocido. ¿Entiendes? Lo que cogemos es una especie de impuesto que pagan los comerciantes, una especie de sueldo que nos pagan para controlar a los que atestan las galerías. ¡Alto ahí!
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