La víspera del Día del Invierno Inyanna tomó la decisión de ir a Ni-moya y ocuparse personalmente del caso.
El viaje sería costoso, y además se había desprendido de sus ahorros. Para obtener el dinero alquiló el local a una familia de yorts. Le dieron diez reales; irían vendiendo las existencias para obtener beneficios y, en el supuesto de que recuperaran el dinero antes de que ella volviera, seguirían haciéndose cargo del negocio en nombre de ella y le pagarían un tanto por ciento. El contrato favorecía enormemente a los yorts, pero Inyanna no se preocupó: sabía, aunque no lo dijo a nadie, que jamás volvería a ver la tienda, ni a los yorts, ni a la misma Velathys. Lo único importante era disponer de dinero para ir a Ni-moya.
No era un viaje insignificante. La ruta más directa entre Velathys y Ni-moya cruzaba la provincia metamorfa de Piurifayne, y entrar en ella era peligroso e imprudente. Había que hacer un enorme desvío hacia el oeste para cruzar el paso de Stiamot, y seguir hacia el norte por el extenso valle que era la Fractura de Dulorn, con el prodigioso muro de la escarpa de Velathys, de casi dos mil metros de altura, erguido a la derecha durante cientos de kilómetros. Después de llegar a la ciudad de Dulorn, Inyanna aún tendría que atravesar medio Zimroel, por tierra y por río, antes de ver Ni-moya. Pero todo eso era una gloriosa aventura para Inyanna, por mucho tiempo que durara. Nunca había estado en otro sitio, excepto cuando tenía diez años y su madre, aprovechando un invierno de anormal prosperidad, la mandó a pasar un mes en las tórridas tierras al sur de la cordillera Gonghar. Otras ciudades, a pesar de que había visto cuadros de ellas, le parecían tan remotas e increíbles como otros mundos. Su madre estuvo una vez en Til-omon, y dijo que era un lugar donde el sol brillaba como vino dorado y donde el suave clima estival no terminaba jamás. La abuela de Inyanna llegó a Narabal, donde el aire tropical era húmedo y agobiante y se pegaba al cuerpo igual que un manto. Pero las demás ciudades (Pidruid, Piliplok, Dulorn, Ni-moya…) eran simples nombres para ella. La noción del océano superaba su imaginación, y le resultaba tremendamente imposible creer que existía otro continente allende el mar, con diez grandes ciudades por cada una de Zimroel, miles de millones de personas, una asfixiante madriguera bajo la arena del desierto denominada Laberinto, donde vivía el Pontífice, una montaña de cincuenta mil metros de altura, en cuya cima moraba la Corona y su principesca corte… Pensar en tales cosas le causaba dolor en la garganta y un zumbido en los oídos. Terrible e incomprensible, Majipur era un dulce tan gigantesco que era imposible comerlo de un solo bocado. Pero irlo agotando a bocaditos, kilómetro tras kilómetro, era maravilloso para una persona que sólo una vez había cruzado los lindes de Velathys.
Así pues Inyanna percibió fascinada el cambio de ambiente mientras el gran autocar flotante atravesaba el paso y descendía hacia las llanuras del lado oeste de la cordillera. En esa región aún era invierno —los días eran cortos, el sol pálido y verdusco— mas el viento resultaba benigno, carecía de filo invernal, y tenía un aroma dulce y penetrante. Inyanna vio sorprendida que el terreno era denso y desmoronadizo, esponjoso, muy distinto al suelo poco profundo y lleno de rocas que rodeaba su hogar, y que en algunos puntos tenía una asombrosa tonalidad rojo brillante que se extendía kilómetros y kilómetros. Las plantas eran diferentes, las hojas gruesas y brillantes, las aves tenían desconocidos plumajes. Las poblaciones que bordeaban la carretera eran airosas y gráciles, pueblos agrícolas totalmente distintos a la gris y ponderosa Velathys, con audaces casitas de madera caprichosamente adornadas con volutas y pintadas con llamativos brochazos amarillos, azules y escarlatas. Otro detalle terriblemente extraño era no tener montañas por todos lados, puesto que Velathys descansaba en el regazo de la cordillera Gonghar; Inyanna se encontraba en la extensa y honda llanura comprendida entre las montañas y la distante franja costera, y al mirar hacia el oeste veía tan lejos que el panorama casi resultaba aterrador: una vista sin límites que se perdía en el infinito. Al otro lado se hallaba la escarpa de Velathys, la pared externa de la cadena montañosa, pero incluso ese paisaje era extraño, una sólida y abrupta barrera vertical que sólo de vez en cuando se dividía en picos y se extendía interminablemente hacia el norte. Pero por fin la escarpa se acabó, y el territorio sufrió de nuevo profundos cambios mientras Inyanna continuaba avanzando hacia el norte para alcanzar el extremo más elevado de la Fractura de Dulorn. El colosal valle contenía abundante yeso, y las onduladas colinas estaban blancas como si las cubriera la escarcha. La piedra tenía un aspecto espectral, una tela de araña con un lustre frío y misterioso. Inyanna había aprendido en la escuela que la ciudad de Dulorn estaba construida por entero con este mineral, y había visto cuadros: agujas, arcos y fachadas cristalinas que resplandecían como brasas a la luz del día. Ese detalle le había parecido típico de una fábula, como las historias de Vieja Tierra, el planeta en donde supuestamente había nacido su raza. Pero un día, a finales del invierno, Inyanna contempló las afueras de la auténtica Dulorn y comprobó que la fábula no era obra de la imaginación.
Dulorn era mucho más hermosa y extraña que lo que ella había imaginado. Parecía brillar con luz propia mientras la luz del sol, refractada, diseminada y desviada por la miríada de ángulos y facetas de los elevadísimos edificios barrocos, caía en las calles en fulgurantes aguaceros.
¡Esto era una ciudad! Comparada con ella, pensó Inyanna, Velathys era una ciénaga. Habría permanecido allí un mes, un año, para siempre, recorriendo las calles una por una, contemplando torres y puentes, examinando las misteriosas tiendas radiantes de costosas mercancías, tan distintas a su lastimoso e insignificante establecimiento. Las hordas de gente con aspecto serpentino (Dulorn era una ciudad gayrog, poblada por millones de seres cuasireptiles y un puñado de otras razas) se movían con impresionante determinación mientras realizaban tareas desconocidas para sencillos montañeses… Carteles luminosos anunciaban el famoso Circo Perpetuo de Dulorn… Elegantes restaurantes, hoteles, parques… Inyanna se quedó paralizada de asombro. Seguramente ninguna ciudad de Majipur podía compararse con Dulorn. Sin embargo, decían que Ni-moya era mucho más grande, y que Stee, en el Monte del Castillo, superaba a ambas. Además estaba la famosa Piliplok, el puerto de Alaisor… ¡y tantas más!
Pero Inyanna no podía estar más de medio día en Dulorn, el tiempo que tardaba el autocar flotante en dejar pasajeros y prepararse para la siguiente etapa del viaje. Medio día era lo mismo que nada. Un día más tarde, rumbo hacia el este a través de los bosques que separaban Dulorn de Mazadone, Inyanna no sabía a ciencia cierta si había visto Dulorn o había soñado que la veía.
Nuevas maravillas se presentaron diariamente: lugares donde el ambiente era de color púrpura, árboles con tamaño de colinas, malezas de helechos cantores… Después hubo largas sucesiones de ciudades grises e indistintas: Cynthion, Mazadone, Thagobar… En el autocar flotante subían y bajaban pasajeros, los conductores se relevaban cada mil o mil quinientos kilómetros e Inyanna era la única que continuaba, una chica del campo con deseos de ver mundo, cuyos ojos se nublaban y cuyo cerebro se llenaba de bruma ante el interminable panorama que iba apareciendo. Finalmente hubo fugaces vistas de géiseres, lagos de ardiente agua y otras maravillas termales: las cercanías de Khyntor, la gran ciudad del interior donde Inyanna debía subir a bordo del barco fluvial que la conduciría a Ni-moya. En esa región el río Zimr descendía del noroeste, un río tan ancho como un mar; mirar de una orilla a otra era un esfuerzo para la vista. En Velathys, Inyanna sólo había conocido arroyos montañosos, rápidos y estrechos, que no constituían preparación alguna para ver el impresionante y retorcido monstruo de oscura agua que era el Zimr.
Читать дальше