Robert Silverberg - Crónicas de Majipur

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Crónicas de Majipur: краткое содержание, описание и аннотация

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Hissune, el joven compañero de lord valentine en
y
, aburrido de sus tareas rutinarias, consigue curiosear a sus anchas en el Registro de Almas, el lugar donde la prolífica vida pasada de Majipur se conserva en forma de grabaciones que contienen las vivencias de sus moradores.
Hissune conoce así los extraños amores de los humanos y seres reptilescos, vive la tragedia del pintor espiritual que encuentra a un metamorfo con apariencia de mujer bellísima, realiza la travesía del Gran Océano y se ve rodeado e inmovilizado por algas malignas...
En el mismo Registro de Almas, el jovencito se divierte con la pintoresca historia del Pontífice que, hastiado tras muchos años de encierro en el Laberinto, decide nombrarse miembro del sexo femenino como único medio de abandonar aquel mundo subterráneo.
Hissune asiste también al nacimiento del Rey de los Sueños, el primer hombre que acosará a los habitantes dormidos con "envíos" maléficos mediante un instrumento de su invención.
La primera noche de amor de Lord Valentine en compañía de una bruja y su hermano Voriax…

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—¿Cuánto nos queda para llegar a Ghyzyn Kor?

—Este valle es la frontera entre desierto y tierras de pasto. —Barjazid apuntó hacia el suroeste, donde el lecho del río desaparecía entre dos impresionantes y escarpados picos que se elevaban como dagas del suelo del desierto—. Más allá de ese lugar, el desfiladero de Munnerak, el clima es totalmente distinto. En el lado opuesto de la pared montañosa las nieblas marinas penetran de noche procedentes del oeste, y la tierra es verde y adecuada para el pastoreo. Mañana acamparemos a medio camino del desfiladero, y lo cruzaremos pasado mañana. El Día Marino, a más tardar, usted estará en su alojamiento de Ghyzyn Kor.

—¿Y ustedes? —preguntó Dekkeret.

—Mi hijo y yo tenemos asuntos en otra parte de la zona. Volveremos a buscarle a Ghyzyn Kor dentro de… ¿tres días? ¿Cinco?

—Cinco serán suficientes.

—Sí. Y luego el viaje de vuelta.

—¿Por la misma ruta?

—No hay otra —dijo Barjazid—. ¿No le explicaron en Tolaghai que el acceso a las tierras de pasto estaba cortado, excepto por este desierto? Además, ¿por qué tiene miedo a esta ruta? Los sueños no son tan espantosos, ¿no? Y mientras no vaya por ahí dormido, no correrá ningún peligro.

Parecía muy sencillo. En realidad Dekkeret estaba convencido de que sobreviviría al viaje. Pero el último sueño había sido suficiente tormento, y aguardaba sin alegría alguna los que aún pudieran llegar. Cuando acamparon la mañana siguiente, Dekkeret se sintió nervioso a la hora de volver a confiarse al sueño. Durante la primera hora del período de reposo se mantuvo en vela, atento al estruendo metálico de las demolidas rocas que se agitaban y estremecían con el calor, hasta que el sueño tapó su mente como una espesa nube negra y le cogió desprevenido.

Y a su debido tiempo un sueño se apoderó de él, y ese sueño, Dekkeret lo sabía, iba a ser el más terrible.

Primero hubo dolor: un dolor persistente, un retortijón, una punzada. Y luego, de súbito, una desgarradora explosión de luz deslumbrante en las paredes de su cráneo, una explosión que le hizo gruñir y agarrarse la cabeza. El angustioso espasmo pasó enseguida, empero, y Dekkeret percibió la suave presencia de Golator Lasgia cerca de él, una presencia que le calmaba y le mecía en sus senos. Ella le acunó, murmuró cosas en sus oídos y le tranquilizó hasta que abrió los ojos. Después Dekkeret se incorporó y miró alrededor, y vio que había salido del desierto, que estaba libre de Suvrael. El y Golator se hallaban en un fresco claro de un bosque donde árboles gigantes con troncos de corteza amarilla perfectamente rectos se alzaban a inmensurables alturas. Un río de rápido curso, tachonado de salientes rocosos, corría y bramaba violentamente casi a los pies de los visitantes. Al otro lado de la corriente el terreno descendía bruscamente, dejando ver un lejano valle, y en el punto más alejado de éste, una grisácea montaña, serrada y coronada de nieve, que Dekkeret reconoció al instante como uno de los nueve inmensos picos de las Fronteras de Khyntor.

—No —dijo él—. No quiero estar aquí.

Golator se echó a reír, y el bonito timbre de la risa fue un detalle siniestro en los oídos de Dekkeret, como los delicados sonidos que el desierto emitía durante el crepúsculo.

—¡Pero si es un sueño, amigo mío! ¡Debes aceptar lo que llega en los sueños!

—Yo dirigiré mi sueño. No tengo deseos de regresar a las fronteras de Khyntor. Mira, el panorama cambia. Estamos en el Zimr, acercándonos al gran recodo del río. ¿Lo ves? ¿Lo ves? ¿Ves la ciudad de Ni-moya, que destella delante de nosotros?

Dekkeret veía la inmensa ciudad, blanca y perfilada sobre el verde fondo de las boscosas montañas. Pero Golator meneó la cabeza.

—No hay ninguna ciudad, amor mío. Son los bosques del norte. ¿Notas el viento? Escucha el sonido del río. Ven… arrodíllate, coge las agujas que han caído al suelo. Ni-moya está muy lejos, y nosotros hemos venido aquí a cazar.

—Te lo suplico, quiero que estemos en Ni-moya.

—En otra ocasión —dijo Golator.

Dekkeret no pudo imponerse. Las mágicas torres de Ni-moya fluctuaron, se hicieron transparentes y desaparecieron, y sólo quedaron los árboles amarillos, las frías brisas, los sonidos del bosque. Dekkeret se estremeció. Era prisionero del sueño y no había escape posible.

Cinco cazadores con toscas vestimentas negras de piel de haigus aparecieron en el sueño, hicieron rutinarios gestos de deferencia y tendieron a Dekkeret distintas armas: el romo tubo de un lanzaenergía, un puñal corto y centelleante y otra arma blanca más larga con un gancho en la punta. Dekkeret sacudió la cabeza, y un cazador se acercó y sonrió burlonamente, mostrando una dentadura con mellas y una amplia boca que apestaba a pescado frito. Dekkeret reconoció aquella cara, y apartó la mirada, avergonzado, porque se trataba de la cazadora muerta en las Fronteras de Khyntor aquel día de hacía un millón de años. Si ella no estuviera aquí, pensó Dekkeret, el sueño sería soportable. Qué diabólica tortura, forzarle a revivir todo esto.

—Coge las armas que ella te ofrece —dijo Golator Lasgia—. Los estitmoys se van y debemos ir en su busca.

—No tengo deseos de…

—¡Qué tontería, creer que los sueños respetan los deseos! El sueño es tu deseo. Coge las armas.

Dekkeret comprendió. Con fríos dedos, aceptó las armas blancas y el lanzaenergía y las colocó en lugares apropiados de su cinto. Los cazadores sonrieron y le gruñeron algo en el confuso y tosco dialecto del norte. A continuación echaron a correr a lo largo de la orilla del río, dando largos y desenvueltos saltos, tocando el suelo sólo una vez cada cinco zancadas. Y de buen o mal grado, Dekkeret corrió con ellos, con torpeza al principio, con idéntica gracia flotante después. Golator, al lado de él, avanzaba al mismo paso sin ninguna dificultad. El moreno pelo revoloteando sobre su cara, los ojos brillantes de excitación. Viraron a la izquierda, se introdujeron en el corazón del bosque y se desplegaron en una formación semicircular que se ensanchaba y encogía para hacer frente a la presa.

¡La presa! Dekkeret vio tres estitmoys de piel blanca que brillaba como un farol en las profundidades del bosque. Las bestias vagaban inquietas, gruñían ante la presencia de intrusos, pero se mostraban reacias a abandonar su territorio. Eran grandes criaturas, tal vez los animales salvajes más peligrosos de Majipur, rápidos, potentes, astutos, el terror de las tierras septentrionales. Dekkeret sacó el puñal. Matar estitmoys con un lanzaenergía no era deporte, y además podía dañar buena parte de la valiosa piel del animal. La táctica acostumbrada consistía en ponerse muy cerca de la presa y matarla con un arma blanca, preferiblemente el puñal, y si era preciso el machete de punta encorvada.

Los cazadores miraron a Dekkeret. Elige uno, estaban diciéndole, elige tu presa. Dekkeret señaló con la cabeza. El del medio, indicó. Los cazadores sonrieron fríamente. ¿Qué estaban ocultándole? También aquella otra vez había sido así, el desdén apenas oculto que la gente de la montaña sentía por los consentidos caballeretes que buscaban mortíferas diversiones en los bosques. Y aquella excursión había terminado mal. Dekkeret levantó el puñal. El estitmoy del sueño que se movía nervioso detrás de los árboles era increíblemente enorme, una inmensidad de gruesas ancas que un hombre solo era capaz de matar si únicamente llevaba armas de mano. Pero era imposible retroceder, Dekkeret sabía que estaba destinado a la suerte que el sueño le ofreciera. Mediante cuernos de caza y palmadas los cazadores contratados provocaron el pánico de la presa. El estitmoy, encolerizado y desconcertado por los repentinos y estridentes sonidos, se irguió, dio violentas vueltas, rascó los árboles con sus garras, viró en redondo y, más por disgusto que por miedo, empezó a correr.

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