Al principio, la tarea de atrapar a Golator no ofrecía dificultades, pero Dekkeret no reducía la distancia y tuvo que avanzar cada vez más deprisa para no perder de vista a la mujer. La piel olivácea de Golator brillaba bajo la luz de la luna, y ella volvió la cabeza varias veces para mirarle, sonriendo esplendorosamente, meneando la cabeza para animarle a cogerla. Pero Dekkeret no podía. Golator le llevaba una ventaja de casi todo el jardín en esos momentos. Con creciente desesperación, Dekkeret se lanzó hacia su amada, pero la imagen de ésta iba menguando, estaba a punto de desaparecer, se hallaba tan lejos que apenas se distinguía la acción de los músculos bajo la reluciente piel desnuda. Mientras se precipitaba por los senderos del jardín, Dekkeret notó un aumento de temperatura, un cambio repentino y constante en el ambiente, porque extrañamente el sol había salido de noche y la fuerza del astro golpeaba sus hombros. Los árboles se agostaron y languidecieron. Las hojas cayeron. Dekkeret se esforzó en mantenerse erguido. Golator era una simple mota en el horizonte; seguía haciéndole señas, continuaba sonriente y agitando la cabeza, pero cada vez más pequeña. Y el sol siguió subiendo, haciéndose más potente, marchitando, incinerando y ajando todo lo que estaba a su alcance. El jardín se convirtió en un lugar de flacas ramas desnudas y suelo árido y agrietado. Una sed horrorosa abrumaba a Dekkeret, pero no había agua, y cuando vio figuras al acecho (metamorfos, eso eran, sutiles y falsas criaturas que no mantenían su aspecto, que fluctuaban y variaban de un modo enloquecedor) detrás de los árboles ennegrecidos y llenos de ampollas, pidió a gritos algo para beber, y recibió únicamente agudas risas tintineantes para aliviar su sequedad. Dekkeret siguió avanzando, tambaleante. La brutal vibración luminosa del cielo estaba empezando a tostarle; notaba que su piel se endurecía, crujía, se contraía, se partía. Un instante más y quedaría chamuscado. ¿Qué había sido de Golator Lasgia? ¿Dónde estaban los sonrientes ciudadanos que hacía poco le saludaban y hacían el símbolo del estallido estelar? Dekkeret no vio el jardín. Se hallaba en el desierto, dando tumbos y tropezando en una tórrida y calcinadora desolación donde incluso las sombras ardían. Un terror genuino brotó en su interior, porque pese a estar soñando experimentaba el dolor del calor, y la parte de su alma que observaba la escena se alarmó, pensando que la fuerza del sueño pudiera dañar la parte física de Dekkeret. Había relatos al respecto, gente que había perecido mientras dormía a causa de sueños de abrumadora potencia. Aunque terminar prematuramente un sueño iba en contra de su instrucción, aunque sabía que debía ver hasta el peor de los horrores hasta la definitiva revelación, Dekkeret consideró la posibilidad de despertarse en aras de su seguridad, y estuvo a punto de hacerlo. Pero juzgó que ello sería una especie de cobardía y juró permanecer en el sueño aunque le costara la vida. Estaba arrodillado, arrastrándose en la ardiente arena, contemplando con anormal claridad misteriosos insectos, diminutos y dorados, que marchaban en hilera por los bordes de las dunas en dirección hacia él… Hormigas, eso eran, con horribles e hinchadas pinzas. Todas, una a una, fueron trepando a su cuerpo y le dieron mordiscos, mordiscos infinitamente pequeños, y se aferraron a su piel, de tal forma que al cabo de unos instantes miles de minúsculas criaturas le cubrían. Dekkeret intentó apartarlas con las manos pero no pudo soltarlas de su cuerpo. Las pinzas resistían y las cabezas de las hormigas quedaban separadas del abdomen; la arena se volvió negra con tantas hormigas sin cabeza. Pero los insectos cubrían la piel como una túnica, y Dekkeret se restregó cada vez con más vigor mientras nuevas hormigas trepaban e hincaban sus pinzas. Dekkeret se cansó de restregarse. En realidad estaba más fresco con ese manto de hormigas, pensó. Los insectos le protegían de la fuerza del sol, aunque también le picaban y le quemaban, pero no de un modo tan doloroso como los rayos solares. ¿Nunca iba a acabar el sueño? Dekkeret se esforzó en dominarse, trató de convertir el flujo de agresivas hormigas en un riachuelo de agua pura, pero no lo consiguió, y volvió a deslizarse en la pesadilla y siguió arrastrándose, agotado, en la arena.
Y poco a poco Dekkeret comprendió que ya no estaba soñando.
No hubo frontera detectable entre el sueño y la vigilia, pero por fin Dekkeret se dio cuenta de que tenía los ojos abiertos y que sus dos centros de conciencia, el soñador que observaba y el Dekkeret del sueño que sufría, se habían fusionado. Mas él continuaba en el desierto, bajo el terrible sol de mediodía. Estaba desnudo, con la piel en carne viva y llena de ampollas. Y había hormigas trepando por su cuerpo, por sus piernas hasta la altura de las rodillas, diminutas hormigas oscuras que hundían las minúsculas pinzas en la carne. Perplejo, Dekkeret se preguntó si no había pasado de un sueño a otro, pero no, por lo que él veía se encontraba en el mundo real, despierto, en el auténtico desierto, perdido en plena inmensidad. Se levantó, se limpió de hormigas, que igual que en el sueño se aferraron a su piel aún a costa de perder la cabeza, y miró alrededor en busca del campamento.
No lo vio. Mientras dormía se había metido en el abrasador yunque del corazón del desierto y se había extraviado. Que esto siga siendo un sueño, pensó intensamente, y que despierte a la sombra del flotador de Barjazid. Pero no hubo despertar. Dekkeret comprendió en ese instante cómo moría la gente en el Desierto de los Sueños Robados.
—¿Barjazid? —gritó—. ¡Barjazid!
Los ecos volvieron a él desde las distantes montañas. Gritó de nuevo, dos, tres veces, y escuchó las repercusiones de su voz, pero no hubo respuesta. ¿Cuánto tiempo podría sobrevivir? ¿Una hora? ¿Dos? No tenía agua ni cobijo, ni siquiera un trozo de tela. Su cabeza estaba indefensa bajo el gran ojo llameante del sol. Era la hora más calurosa del día. El paisaje era igual en todas direcciones, liso, un cuenco poco hondo barrido por tórridos vientos. Dekkeret siguió sus pisadas, pero el rastro desapareció al cabo de pocos metros, ya que el terreno era duro y rocoso y él no había dejado huellas. El campamento podía estar en cualquier punto de los alrededores, oculto por cualquier ligera elevación del terreno. Pidió ayuda otra vez y de nuevo recibió solamente ecos. Si encontraba una duna quizá podría enterrarse hasta el cuello, y aguardar a que remitiera el calor, y por la noche localizaría el campamento gracias a la hoguera. Pero no vio dunas. Si encontraba un lugar alto que le ofreciera una vista general, subiría allí y examinaría el horizonte en busca del campamento. Pero Dekkeret no vio montecillos. ¿Qué habría hecho lord Stiamot en esta situación, se preguntó, o lord Thimin, o cualquier gran guerrero del pasado? ¿Qué iba a hacer Dekkeret? Es absurdo morir así, pensó; será una muerte inútil, desagradable, horrorosa. Volvió la cabeza otra vez, y otra, y otra, para inspeccionar en todas direcciones. No había rastros, y era absurdo ponerse a caminar sin saber adonde iba. Dekkeret se encogió de hombros y se acuclilló en un lugar donde no había hormigas. No existía una táctica asombrosamente inteligente que pudiera salvarle. No existía ningún recurso interno que le condujera, luchando contra una fuerza superior, a la seguridad. Se había perdido mientras dormía, e iba a morir tal como había pronosticado Golator Lasgia, y ahí acababa todo. Sólo le quedaba una cosa, y esa cosa era su fortaleza de carácter: moriría serena y tranquilamente, sin temores, sin enojo, sin rabia contra las fuerzas del destino. Quizá pasaría una hora. Quizá menos. Lo único importante era morir con honor, porque cuando la muerte es inevitable es absurdo comportarse como un chambón.
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