—Obra de los cambiaspectos —le explicó Barjazid.
—¿Un altar metamorfo?
—Eso creemos. Sabemos que los cambiaspectos visitan a menudo este oasis. Aquí encontramos algunos recuerdos piurivares: varas de oración, fragmentos de plumas, tacitas hechas con mimbre, muy ingeniosas…
Dekkeret miró los árboles, intranquilo, como si esperara que pudieran transformarse durante un instante en un grupo de salvajes aborígenes. Había tenido pocos contactos con la raza nativa de Majipur, los derrotados y desalojados indígenas de la jungla, y lo que sabía de los metamorfos era en esencia rumor y fantasía, leyendas producto del miedo, la ignorancia y el sentimiento de culpabilidad. En otro tiempo los piurivares tuvieron grandes ciudades, eso sí era cierto… Alhanroel estaba salpicado de ruinas, y mientras estudiaba Dekkeret había visto cuadros de la ciudad metamorfa más famosa, la vasta y pétrea Velalisier no muy lejos del Laberinto del Pontífice. Pero esas ciudades habían muerto hacía miles de años, y con la llegada a Majipur del hombre y otras razas, los nativos piurivares se vieron forzados a retirarse a los lugares más oscuros del planeta, principalmente a una gran reserva poblada de árboles en Zimroel, al sureste de Khyntor. Que él supiera, Dekkeret sólo había visto metamorfos de carne y hueso dos o tres veces, frágiles individuos verdosos con extraños rostros sin rasgos salientes. Pero naturalmente los piurivares pasaban de una forma a otra con suma facilidad, ejecutando maravillosas imitaciones, y el menudo vroon, o el mismo Barjazid, podían ser cambiaspectos secretos.
—¿Cómo es posible que un metamorfo, o cualquier otra persona, pueda sobrevivir en este desierto? —dijo Dekkeret.
—Son gente con muchos recursos. Se adaptan.
—¿Hay muchos aquí?
—¿Quién puede saberlo? He encontrado algunas bandas dispersas, cincuenta, setenta y cinco en total. Seguramente hay más. O quizás encuentro siempre a los mismos con diferentes disfraces, ¿eh?
—Gente extraña —dijo Dekkeret mientras pasaba la mano por la lisa cúpula de piedra que remataba la columna más próxima.
Con asombrosa rapidez, Barjazid asió y apartó la muñeca de Dekkeret.
—¡No las toque!
—¿Por qué no? —dijo Dekkeret, estupefacto.
—Estas piedras son sagradas.
—¿Para usted?
—Para los que las erigieron —dijo hoscamente Barjazid—. Nosotros las respetamos. Honramos la magia que pueden contener. Y en esta tierra nadie invita a la venganza de sus vecinos.
Dekkeret contempló asombrado al hombrecillo, las columnas, las dos charcas, los gráciles árboles que le rodeaban. Sintió un escalofrío a pesar del calor. Miró más allá de los confines del pequeño oasis, hacia las dunas de hundidos lomos que dominaban el paisaje, hacia el polvoriento brazo de carretera que desaparecía al sur en la tierra de los misterios. El sol estaba subiendo con rapidez y su calor era un terrible mayal que golpeaba el cielo, la tierra, los escasos y vulnerables viajeros que erraban por el horrible lugar. Dekkeret miró hacia atrás y observó las montañas que acababa de cruzar, un muro inmenso y ominoso que le separaba de la supuesta civilización del tórrido continente. Se sentía aterradoramente solo, débil, perdido.
Se presentó Dinitak Barjazid, tambaleante bajo una gran carga de botellas que por poco cayeron a los pies de Dekkeret. Éste ayudó al joven a llenarlas en la charca de agua pura, una tarea que se hizo inesperadamente larga. Probó el agua: fresca, clara, con un extraño gusto metálico, no desagradable, que según Dinitak procedía de minerales disueltos. Fue precisa una decena de viajes para llevar todos los recipientes al flotador. No habría más fuentes de agua dulce, explicó Dinitak, durante varios días.
Comieron las acostumbradas burdas provisiones y luego, mientras el calor avanzaba hacia el abrumador máximo del mediodía, se acomodaron en las esteras de paja para dormir. Era el tercer día que Dekkeret dormía durante las horas de sol y su cuerpo iba adaptándose al cambio. Cerró los ojos, encomendó su alma a la amada Dama de la Isla, santa madre de lord Prestimion, y casi al instante cayó en un profundo sueño.
Esta vez hubo sueños.
Dekkeret no había soñado debidamente desde hacía muchos días, demasiados. Para él, como para el resto de habitantes de Majipur, los sueños eran parte central de la existencia; por las noches proporcionaban alivio, y muchas cosas más. Ya desde la niñez se enseñaba al individuo a hacer receptiva su mente a los mensajeros del sueño, a observar y recordar los sueños, a llevarlos en su interior durante la noche y las posteriores horas de vela. Y la benévola y omnipresente figura de la Dama de la Isla del Sueño siempre rondaba a las personas, ayudándolas a explorar las entrañas del espíritu; y a través de sus envíos la Dama ofrecía comunicación directa a los millones y millones de almas que moraban en el vasto Majipur.
Dekkeret se vio caminando por una zona montañosa que creyó identificar con la parte alta de la cordillera que había cruzado anteriormente. Estaba solo y el sol era increíblemente enorme, llenaba la mitad del cielo. Sin embargo, el calor no era penoso. Tan empinada era la ladera que Dekkeret podía mirar hacia abajo sin ninguna dificultad, hacia abajo, hacia abajo, un abismo que parecía tener cientos de kilómetros. Y vio una caldera que rugía y emitía humo, un hirviente cráter volcánico cuyo rojizo magma burbujeaba y se agitaba. Esa inmensa vorágine de energía subterránea no le asustó; en realidad sintió una extraña seducción, una poderosa atracción, ansió lanzarse al abismo, zambullirse en sus profundidades y nadar en su fundido corazón. Empezó a descender, corrió y resbaló, se levantó del suelo y flotó, voló por la inmensa ladera. Y al acercarse creyó ver caras en la palpitante lava: lord Prestimion, el Pontífice, el rostro de Barjazid, el de Golator Lasgia… y unas raras imágenes, asustadizas y apenas visibles… ¿eran metamorfos? El núcleo del volcán era una mezcolanza de potentes personajes. Dekkeret corrió hacia ellos rebosante de amor mientras pensaba, «Aceptadme, aquí estoy, ya voy». Y cuando percibió, detrás de todas las imágenes, un gran disco blanco que juzgó era el amoroso semblante de la Dama de la Isla, una profunda e intensa dicha invadió su alma, porque en ese instante supo que estaba recibiendo un envío, y habían transcurrido muchos meses desde la última vez que la bondadosa Dama llegó a su mente dormida.
Dormido pero consciente, observando al Dekkeret del sueño, aguardó la consumación, la unión en sueños de él y la Dama, la inmolación en el volcán que aportara alguna revelación, alguna verdad, algún instante de conocimiento que condujera al gozo. Pero entonces algo extraño cruzó el sueño como un velo que se extiende. Los colores fueron apagándose, las caras se debilitaron. Dekkeret siguió corriendo, bajando por la pared de la montaña, pero tropezó muchas veces, cayó, se magulló manos y rodillas en las ardientes rocas del desierto, y se apartó completamente del camino, fue hacia un lado en vez de hacia abajo, incapaz de continuar. Había estado al borde de un momento de gozo y sin saber cómo ese momento estaba fuera de su alcance, y sólo sentía angustia, desasosiego, aturdimiento. El éxtasis que era la aparente promesa del sueño estaba disipándose. Los brillantes colores se doblegaron ante un gris global, y cesó todo movimiento: Dekkeret se vio paralizado en la ladera, contemplando rígidamente un cráter apagado, y la visión le causó temblores. Apoyó la cabeza en las rodillas y estuvo sollozando hasta que despertó.
Parpadeó y se incorporó. Tenía un martilleo en la cabeza y notaba los ojos secos, y había una depresiva tensión en su pecho y en sus hombros. Los sueños, incluso los más terroríficos, no causaban esas sensaciones, ese arenoso residuo de malestar, confusión, miedo. Eran las primeras horas de la tarde y el cegador sol pendía sobre las copas de los árboles. Cerca de Dekkeret estaban echados Khaymak Gran y el vroon, Serifain Reinaulion. Algo más lejos estaba Dinitak Barjazid. Todos parecían dormir profundamente. El Barjazid de más edad no se veía por ninguna parte. Dekkeret se dio la vuelta, apoyó la mejilla en la cálida arena junto a la estera y se esforzó en liberarse de la tensión. Algo se había torcido en su sueño, Dekkeret lo sabía. Cierta oscura fuerza se había entrometido en su sueño, le había despojado de virtud y ofrecido dolor a cambio. ¿Se referían a eso al hablar de la espectral fama del desierto? ¿Era eso robar un sueño? Dekkeret se encogió hasta formar una irregular bola. Se sentía mancillado, utilizado, invadido. Se preguntó si a partir de ese momento, conforme fueran adentrándose en el horroroso desierto, todos los períodos de sueño serían iguales ¿O serían peores todavía?
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