—¿Qué es eso? —preguntó Dekkeret en tono imperioso. Barjazid tenía el rostro anormalmente encendido.
—Nada. Un simple juguete.
—Quiero verlo.
Barjazid hizo una señal. Dekkeret vio por el rabillo del ojo que Khaymak Gran se ponía de pie y avanzaba hacia él, pero antes de que la poderosa skandar consiguiera su propósito Dekkeret se escabulló, dio la vuelta al vehículo y se puso junto a Barjazid. El hombrecillo aún estaba atareado con su intrincado artificio. Dekkeret, cuya estatura descollaba sobre la de Barjazid igual que la de la skandar sobre él mismo, se apresuró a coger la mano del otro hombre y la puso detrás de la espalda de éste. Luego sacó el mecanismo de la caja donde estaba guardado y lo examinó.
Todos los viajeros estaban despiertos en ese momento. El vroon contemplaba la escena con ojos saltones y el joven Dinitak, tras sacar un cuchillo no muy distinto al del sueño de Dekkeret, miró a éste amenazadoramente.
—Suelte a mi padre —dijo.
Dekkeret puso a Barjazid delante de él para usarlo como escudo.
—Diga a su hijo que se deshaga de ese puñal. Barjazid guardó silencio.
—O suelta el puñal o estrujo este objeto en mi mano. ¿Qué prefiere?
Barjazid dio la orden con un suave gruñido. Dinitak tiró el cuchillo a la arena casi a los pies de Dekkeret, y éste, tras avanzar un paso, lo puso más cerca y le dio una patada para alejarlo. Dekkeret suspendió el mecanismo delante de la cara de Barjazid: un objeto de oro, cristal y marfil, muy bien acabado, con misteriosos cables y conexiones.
—¿Qué es esto? —dijo Dekkeret.
—Ya se lo he dicho. Un juguete. Por favor… démelo, antes de que lo rompa.
—¿Qué finalidad tiene este juguete?
—Me divierte mientras duermo —dijo roncamente Barjazid.
—¿De qué forma?
—Mejora mis sueños y los hace más interesantes.
Dekkeret observó el artilugio con más atención.
—Si me lo pongo yo, ¿mejorará mis sueños?
—Sólo le causará daño, iniciado.
—Explíqueme qué efectos le produce.
—Es muy difícil explicarlo —dijo Barjazid.
—Esfuércese. Intente encontrar las palabras. ¿Cómo se las arregló para ser un personaje de mi sueño, Barjazid? Estar en ese sueño personal no era de su incumbencia.
El hombrecillo se encogió de hombros.
—¿Que yo estaba en su sueño? —dijo, muy nervioso—. ¿Cómo puedo saber las incidencias de su sueño? Nadie puede meterse en el sueño de otra persona.
—Creo que esta máquina le ayudó a meterse allí. Y tal vez le ayudó a saber qué soñaba yo.
Barjazid respondió únicamente con sombrío silencio.
—Descríbame el funcionamiento de esta máquina, o la haré papilla en mi mano.
—Por favor…
Los gruesos y fuertes dedos de Dekkeret apretaron una de las partes aparentemente más frágiles del artilugio. Barjazid contuvo la respiración, su cuerpo se puso tenso pese a la presa de Dekkeret.
—¿Bien? —dijo Dekkeret.
—Su conjetura es cierta. Este aparato… este aparato me permite entrar en mentes dormidas.
—¿De verdad? ¿Dónde ha conseguido esto?
—Es un invento mío. Un concepto que he estado perfeccionando desde hace años.
—¿Como las máquinas de la Dama de la Isla?
—Distinto. Más potente. Ella sólo puede hablar con las mentes. Yo leo los sueños, controlo su forma, me apodero de la mente dormida de una persona de un modo más completo.
—Y este artilugio lo ha hecho usted. No lo ha robado de la Isla.
—Es mío —murmuró Barjazid.
Un torrente de cólera recorrió a Dekkeret. Durante un instante quiso aplastar la máquina de Barjazid con un rápido estrujón y luego machacar al mismo inventor. Al recordar las verdades a medias, las evasivas y francas mentiras de Barjazid, al pensar en que Barjazid se había entrometido en sus sueños, en la crueldad del hombrecillo al distorsionar y transformar el reposo curativo que Dekkeret precisaba con tanta urgencia, en que había interpuesto capas de temores, tormentos e incertidumbres en el presente enviado por la Dama, su auténtico y dichoso descanso, Dekkeret sintió una furia casi asesina porque le hubieran invadido y manipulado de esa forma. Su corazón latió con fuerza, su garganta se secó, su visión se hizo confusa. Su mano retorció el doblado brazo de Barjazid hasta que el hombrecillo gimió y lloriqueó. Con más fuerza… con más fuerza… rómpeselo… No.
Dekkeret llegó a un pico interno de cólera, permaneció allí un instante y descendió hacia la tranquilidad por la otra ladera. Poco a poco fue recuperando la estabilidad, recobró el aliento, menguó el tamborileo que había en su pecho. Mantuvo agarrado a Barjazid hasta que se sintió totalmente tranquilo. Después soltó al hombrecillo y lo lanzó contra el flotador, Barjazid se tambaleó y se aferró al curvado lateral del vehículo. El color había abandonado sus mejillas. Se frotó suavemente el brazo magullado, y miró a Dekkeret con una expresión compuesta de terror, dolor y resentimiento por partes iguales. Dekkeret examinó con cuidado el curioso instrumento, pasó las yemas de los dedos por las elegantes y complejas partes. Luego hizo ademán de ponérselo en la frente. Barjazid se quedó boquiabierto.
—¡No lo haga!
—¿Qué sucederá? ¿Lo estropearé?
—Sí. Y se hará daño.
Dekkeret asintió. Barjazid podía estar engañándole, pero no se atrevió a comprobarlo.
—No hay ladrones de sueños cambiaspectos en este desierto, ¿me equivoco? —dijo al cabo de unos instantes.
—Así es —musitó Barjazid.
—Sólo usted, que experimenta en secreto con las mentes de otros viajeros. ¿Cierto?
—Cierto.
—Y que causa la muerte de esos hombres.
—No —dijo Barjazid—. No pretendía matar a nadie. Si murieron fue porque se alarmaron, se confundieron, porque se dejaron llevar por el pánico y corrieron hacia lugares peligrosos… porque andaban mientras dormían, como usted…
—Pero murieron porque usted se había entrometido en sus mentes.
—¿Quién puede asegurarlo? Algunos murieron, otros no. Yo no tenía deseos de que alguien pereciera. ¿Recuerda que cuando usted se fue por ahí nosotros nos apresuramos a buscarle?
—Le contraté para que me guiara y me protegiera —dijo Dekkeret—. Los otros eran inocentes desconocidos que usted acosaba desde lejos, ¿no es cierto?
Barjazid guardó silencio.
—Usted sabía que la gente moría como resultado directo de sus experimentos, y continuó experimentando.
Barjazid se encogió de hombros.
—¿Desde cuándo hace esto?
—Varios años.
—¿Y por qué razón?
Barjazid miró hacia el coche.
—Se lo dije una vez. Nunca responderé una pregunta de ese tipo.
—¿Y si rompo su máquina?
—Va a romperla de todas formas.
—Nada de eso —replicó Dekkeret—. Tenga. Aquí la tiene.
—¿Qué?
Dekkeret extendió la mano, con la máquina de los sueños en la palma.
—Vamos. Cójala. Guárdela. No la quiero.
—¿No va a matarme? —dijo Barjazid, asombrado.
—¿Soy yo su juez? Si vuelvo a sorprenderle usando conmigo ese artilugio, puede estar seguro de que le mataré. Pero en caso contrario, no. Matar no es mi deporte. Ya tengo un pecado en mi alma. Y necesito que me lleve a Tolaghai, ¿o lo había olvidado?
—Claro. Claro. —Barjazid estaba perplejo por la misericordia de Dekkeret.
—¿Por qué iba a matarle yo? —dijo Dekkeret.
—Por entrar en su mente… por entrometerme en sus sueños…
—Ah.
—Por arriesgar su vida en el desierto.
—También por eso.
—Y sin embargo, ¿no tiene ansias de venganza? Dekkeret agitó la cabeza.
—Se tomó grandes libertades con mi alma, y eso me enojó, pero el enojo pertenece al pasado, ha terminado. No le castigaré. Hicimos un trato, usted y yo, he invertido bien mi dinero, y este invento suyo ha sido valioso para mí, hasta cierto punto. —Dekkeret se inclinó para estar más cerca del hombrecillo y añadió, en voz baja y grave—: Vine a Suvrael lleno de dudas, confusión y sensación de culpabilidad, con el objeto de purgarme mediante sufrimiento físico. Eso fue una tontería. El sufrimiento físico hace que el cuerpo esté incómodo y refuerza la voluntad, pero poco beneficio causa al espíritu herido. Usted me dio otra cosa, usted y su juguete para entrometerse en la mente. Me atormentó en sueños y puso un espejo delante de mi alma, y me vi con toda claridad. ¿Hasta qué punto pudo ver ese último sueño, Barjazid?
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