Robert Silverberg - Crónicas de Majipur

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Crónicas de Majipur: краткое содержание, описание и аннотация

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Hissune, el joven compañero de lord valentine en
y
, aburrido de sus tareas rutinarias, consigue curiosear a sus anchas en el Registro de Almas, el lugar donde la prolífica vida pasada de Majipur se conserva en forma de grabaciones que contienen las vivencias de sus moradores.
Hissune conoce así los extraños amores de los humanos y seres reptilescos, vive la tragedia del pintor espiritual que encuentra a un metamorfo con apariencia de mujer bellísima, realiza la travesía del Gran Océano y se ve rodeado e inmovilizado por algas malignas...
En el mismo Registro de Almas, el jovencito se divierte con la pintoresca historia del Pontífice que, hastiado tras muchos años de encierro en el Laberinto, decide nombrarse miembro del sexo femenino como único medio de abandonar aquel mundo subterráneo.
Hissune asiste también al nacimiento del Rey de los Sueños, el primer hombre que acosará a los habitantes dormidos con "envíos" maléficos mediante un instrumento de su invención.
La primera noche de amor de Lord Valentine en compañía de una bruja y su hermano Voriax…

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—Hola —dijo—. ¿Le importa que recoja tubérculos aquí? El metamorfo guardó silencio.

—Tengo una cabaña río abajo. Me llamo Therion Nismile. Fui pintor espiritual mientras viví en el Monte del Castillo.

El metamorfo le observó con aire solemne. El temblor de una expresión ilegible cruzó su cara. Después dio media vuelta y se deslizó ágilmente en la jungla, donde desapareció casi al instante.

Nismile se encogió de hombros. Siguió escarbando en busca de más tubérculos de los lirios del fango.

Una o dos semanas más tarde encontró a otro metamorfo, o quizás era el mismo, en esta ocasión mientras arrancaba la corteza de una planta que pensaba usar como cuerda en una trampa para bilantunes. El aborigen permaneció mudo tras materializarse en silencio, como una aparición, delante de Nismile, y observó al pintor en la misma postura perturbadora, apoyado sobre una sola pierna. Por segunda vez Nismile intentó entablar conversación con la criatura, pero con las primeras palabras el metamorfo desapareció como un fantasma.

—¡Aguarde! —gritó Nismile—. ¡Me gustaría hablar con usted!

Pero el pintor estaba solo.

Pocos días después se encontraba recogiendo leña cuando se dio cuenta de que alguien estaba examinándole.

—He atrapado un bilantún y estoy a punto de asarlo —se apresuró a decir al metamorfo—. Hay más carne de la que yo necesito. ¿Quiere compartir mi comida?

El metamorfo sonrió —Nismile consideró el enigmático temblor como una sonrisa, aunque podía ser cualquier cosa— y a modo de réplica experimentó un repentino y asombroso cambio, convirtiéndose en una imagen perfecta del pintor, maciza y musculosa, con ojos oscuros y penetrantes y pelo moreno hasta los hombros. Nismile pestañeó bruscamente y se echó a temblar. Luego, tras recobrarse, sonrió y decidió juzgar la imitación como cierta forma de comunicación.

—¡Maravilloso! —dijo—. ¡No llego a comprender cómo lo hacen!

Hizo una señal al metamorfo.

—Acérquese. Me costará hora y media asar el bilantún y mientras tanto podemos hablar. Entiende nuestro idioma, ¿no? ¿No?

Hablar a un duplicado de sí mismo iba más allá de lo grotesco.

—¿No quiere decir nada, eh? Dígame: ¿hay alguna aldea metamorfa en los alrededores? ¿Alguna aldea piurivar? —corrigió, al recordar el nombre con que se denominaban los metamorfos—. ¿Eh? ¿Muchos piurivares por aquí, en la jungla?

Nismile hizo un nuevo gesto.

—Venga conmigo a la cabaña y encenderemos una hoguera. No tendrá vino, ¿verdad? Es lo único que echo de menos, creo. Un vino fuerte, como el que hacen en Muldemar. Supongo que no volveré a probarlo, pero en Zimroel hay vino, ¿no? ¿Eh? ¿No quiere decir nada?

Pero el metamorfo respondió únicamente con una mueca, tal vez una sonrisa, que retorció la cara de Nismile formando una imagen cruel y extraña. Después el piurivar recuperó su aspecto en menos de un segundo y se alejó con serenas y flotantes zancadas.

Nismile confió durante un rato en que el metamorfo regresaría con una botella de vino, pero no volvió a verlo. Curiosas criaturas, pensó. ¿Estaban enojados porque él había acampado en su territorio? ¿Le mantenían bajo vigilancia por temor a que él fuera la vanguardia de una ola de colonizadores humanos? De un modo muy curioso, Nismile no creyó encontrarse en peligro. En general se consideraba a los metamorfos como una raza malévola; no había duda de que eran seres inquietantes, extraños e insondables. Había infinidad de relatos sobre ataques metamorfos a remotos poblados humanos, y seguramente el pueblo cambiaspecto albergaba amargo odio hacia los hombres que habían llegado a su mundo para desterrarlos y llevarlos a las junglas. Sin embargo Nismile se consideraba un hombre de buena voluntad, que jamás había hecho daño al prójimo y que sólo deseaba paz para vivir, y por eso imaginó que un sutil sentido impulsaría a los metamorfos a comprender que él no era su enemigo. Ojalá pudiera hacerme amigo de ellos, pensó Nismile. Tenía ansias de conversar después de tanto tiempo de soledad, y sería excitante y remunerador intercambiar ideas con la extraña raza. Incluso podría retratar a un metamorfo. Últimamente había vuelto a pensar en continuar su arte, experimentar una vez más el momento de éxtasis creativo mientras su alma cubría la distancia que la separaba del lienzo psicosensitivo y grababa las imágenes que sólo él podía moldear. Seguramente él era distinto ahora del hombre cada vez más infeliz que había sido en el Monte del Castillo, y esa diferencia se reflejaría en su obra.

Durante los días siguientes Nismile ensayó discursos para ganar la confianza de los metamorfos, para superar la rara timidez de esos seres, la delicadeza de conducta que impedía cualquier tipo de contacto. A su debido tiempo, pensó el pintor, se acostumbrarán a mi presencia, empezarán a hablar, aceptarán mis invitaciones para comer juntos, y entonces quizá quieran posar…

Pero en los días que siguieron Nismile no vio más metamorfos. Vagó por el bosque, buscó en espesuras y zonas arbóreas envueltas en niebla, lleno de esperanza, y no encontró un solo metamorfo. Llegó a la conclusión de que se había mostrado demasiado audaz con ellos —¡y que luego hablaran de la maldad de los monstruosos metamorfos!— y al cabo de un tiempo perdió la esperanza de tener nuevos contactos con ellos. Y eso le molestó. No había ansiado compañía mientras tal cosa era improbable, pero tener la certeza de que había seres inteligentes en algún lugar de la región encendió en él una sensación de soledad difícilmente soportable.

Un húmedo y caluroso día varias semanas después del último encuentro con un metamorfo, Nismile se hallaba andando en la fría laguna formada por una presa natural de rocas a medio kilómetro de su cabaña, cuando vio una silueta pálida y delgada que avanzaba con rapidez por una espesa trama de arbustos de hojas azules cerca de la orilla. Nismile salió del agua, despellejándose las rodillas con las rocas.

—¡Aguarde! —gritó—. ¡Por favor! ¡No tenga miedo! ¡No huya!

La silueta desapareció, pero Nismile, tras meterse frenéticamente entre la maleza, la vio otra vez al cabo de unos instantes, apoyada en un enorme árbol de vivida corteza roja.

Nismile se detuvo bruscamente, perplejo, porque no estaba viendo a un metamorfo, sino a una mujer.

Ella era esbelta y joven, estaba desnuda y tenía un espeso cabello castaño rojizo, pequeños y erguidos pechos y ojos brillantes e inquietos. No daba muestras de estar asustada del pintor, era un duende que había disfrutado impulsándole a esta cacería. Mientras la miraba boquiabierto, ella le observó de arriba abajo, sin apresurarse, y después prorrumpió en risas de sonido claro y agudo.

—¡Tienes todo el cuerpo lleno de rasguños! —dijo la mujer—. ¿No sabes ir por el bosque con más cuidado?

—No quería que se fuera.

—Oh, no pensaba irme muy lejos. ¿Sabes una cosa? He estado observándote mucho rato antes de que me vieras. Tú eres el hombre de la cabaña, ¿verdad?

—Sí. Y usted… ¿dónde vive?

—Por aquí, por allí —dijo ella, en tono frívolo.

Nismile la contempló maravillado. Su belleza le encantaba, su descaro le aturdía. Ella puede ser una alucinación, pensó. ¿De dónde ha salido? ¿Qué hacía un ser humano, desnudo y solitario, en una espesa jungla?

¿Un ser humano?

Naturalmente que no, comprendió Nismile, con el repentino pesar de un niño que ha recibido un codiciado tesoro en un sueño, despierta radiante de alegría y percibe la triste realidad. Al recordar la facilidad con que el metamorfo le había imitado, Nismile imaginó la turbadora posibilidad: se trataba de una picardía, de una mascarada. Miró atentamente a la mujer en busca de un rasgo de identidad metamorfa, una fluctuación de la proyección, un rastro de los afiladísimos pómulos y los ojos hundidos oculto en aquel rostro gozosamente descarado. Ella era convincentemente humana en todos los aspectos. Sin embargo… qué raro encontrar en la jungla un miembro de raza humana, era mucho más probable que se tratara de un cambiaspecto, un embaucador…

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