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Robert Silverberg: El laberinto de Majipur

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“Lord Valentine’s Castle” fue publicada fraccionada en dos volúmenes en esta colección, “El Castillo de Lord Valentine” y “El Laberinto de Majipur”, si bien el editor las presentó como dos novelas independientes. El lector de “El castillo de Lord Valentine” dejó al protagonista convencido ya de su verdadera identidad: él era la Corona de Majipur aunque ni su cara ni su cuerpo fueran los que había tenido como tal. Decidido a recobrar el trono, el aventajado aprendiz de malabarista debe llegar al Monte del Castillo, montaña gigantesca salpicada de ciudades inmensas en cuya cima reina el impostor Barjacid. Pero el camino hacia el Castillo es un laberinto plagado de peligros. Valentine tendrá que convencer primero a su madre, La Dama de la Isla y del Sueño, y para ello deberá merecer ese honor, como cualquier peregrino que acude a la Isla, escalando Terraza tras Terraza. Y antes de llegar al castillo, Valentine habrá de pasar por la prueba más peligrosa: el verdadero Laberinto de Majipur, un mundo subterráneo de tortuosas cavernas donde casi nadie ha visto el sol y donde reside el Pontífice rodeado de su impresionante burocracia. Escenarios, personajes y monstruos fabulosos como los dragones marinos de hasta cien metros de longitud son los ingredientes principales de esta segunda parte de “El Castillo de Lord Valentine” al igual que lo eran en la primera, conformando eses mundo fantástico que tan merecida fama ha dado su creador, Robert Silverberg.

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—Está abierta, mi señor.

—¡Muy bien!

—Entraremos y atraparemos a ese hombre —gruñó Zalzan Kavol—. ¿Lo quiere en tres trozos o en cinco, mi señor?

—No —dijo Valentine—. Yo entraré. Solo.

—¿Usted, mi señor? —preguntó Zalzan Kavol con tono de incredulidad.

—¿Solo? —dijo Carabella.

—¡Mi señor! —gritó Sleet, enfurecido—. ¡Te prohíbo que…! —Y se interrumpió, anonadado por el sacrilegio de sus palabras.

—No tengáis miedo por mí —dijo tranquilamente Valentine—. Se trata de algo que debo hacer sin ayuda. Sleet, apártate. Zalzan Kavol, Carabella, no intervengáis. Os ordeno que no entréis hasta que se os llame.

Los tres intercambiaron miradas, confusos. Carabella se dispuso a decir algo, titubeó, cerró la boca. La cicatriz de Sleet latía y llameaba. Zalzan Kavol profirió extraños gruñidos y agitó sus cuatro brazos en señal de impotencia.

Valentine abrió la puerta y entró.

Se hallaba en una especie de vestíbulo, quizá el pasillo de una cocina, un lugar lógicamente poco familiar para una Corona. Lo cruzó recelosamente y salió a una sala decorada con ricos brocados que al cabo de unos instantes de desorientación reconoció como un guardarropa. Después de esa sala estaba el salón de justicia de lord Prestimion, una espaciosa cámara abovedada con espléndidas ventanas de vidrio esmerilado y magníficos candelabros colgantes manufacturados por los mejores artesanos de Ni-moya. Y a continuación se hallaba el salón del trono, donde la suprema grandiosidad del Trono de Confalume dominaba toda la sala. Valentine encontraría a Dominin Barjazid en algún lugar de aquel conjunto de salas.

Avanzó por el guardarropa. Estaba vacío, y parecía que nadie lo había utilizado desde hacía varios meses. La entrada del abovedado corredor de la Capilla de Dekkeret carecía de cortinas. Valentine escrutó el interior, no vio a nadie, y siguió andando por el pasadizo, corto y curvado, decorado con brillantes ornamentos de mosaico verde y oro, que se comunicaba con el salón de justicia.

Respiró y la abrió.

Al principio pensó que aquel vasto espacio también estaba desierto. Sólo un candelabro colgante estaba encendido, y era el del extremo opuesto, que proporcionaba tenue iluminación. Valentine miró a izquierda y derecha, examinó las hileras de bancos de madera pulida, pasó junto a las cortinas de los nichos donde duques y príncipes se ocultaban mientras se pronunciaba sentencia contra ellos, llegó al elevado asiento de la Corona…

Y vio una figura con atavíos imperiales que permanecía en las sombras ante la mesa del tribunal, junto al trono.

15

De todas las rarezas del tiempo de exilio, ésta fue la más rara: encontrarse a menos de treinta metros del hombre que tenía el semblante que en otra época había sido suyo. Valentine había visto otras dos veces a la falsa Corona, durante las fiestas de Pidruid, y en ambas ocasiones se había sentido humillado y agotado de energía al mirar ese rostro, sin saber por qué. Pero ello había ocurrido antes de recuperar la memoria. Ahora, en la penumbra, miró al hombre alto y fuerte, de ojos penetrantes y negra barba, el antiguo lord Valentine, de porte principesco, que no se mostraba acobardado, aturdido o aterrorizado, sino que observaba al propio Valentine con fría, serena mirada de amenaza. ¿Ése era mi aspecto?, se preguntó Valentine. ¿Tan cortante, tan frígido, tan desagradable? Valentine supuso que durante los meses en que Dominin Barjazid había estado en posesión de su cuerpo, la negrura del alma del usurpador se había filtrado hasta el rostro, cambiando las facciones de la Corona, confiriéndole esa expresión mórbida y llena de odio. Valentine había ido acostumbrándose a su nuevo rostro, amigable y alegre, y al ver al hombre que él había sido durante tantos años no experimentó deseo alguno de recuperar su cuerpo.

—Te hizo apuesto, ¿eh? —dijo Dominin Barjazid.

—Pero tú no te hiciste tan apuesto —dijo cordialmente Valentine—. ¿Por qué estás tan ceñudo, Dominin? Ese rostro acostumbraba a sonreír.

—Sonreías demasiado, Valentine. Eras tan natural, tan apacible, tan alegre de alma para gobernar…

—¿Así me considerabas?

—Yo y muchos más. Tengo entendido que ahora eres malabarista ambulante. Valentine asintió.

—Necesitaba un oficio, después de que tú me arrebataras el que tenía. El malabarismo me iba bien.

—Es lógico —dijo Barjazid—. Siempre destacabas ofreciendo diversión a los demás. Te invito a volver a tu malabarismo, Valentine. Los sellos del poder me pertenecen.

—Esos sellos son tuyos, pero no el poder. Tus guardianes te han abandonado. El Castillo está a salvo de ti. Bien, ríndete, Dominin, y te permitiremos regresar a la tierra de tu padre.

—¿Qué me dices de las máquinas del clima, Valentine?

—Ya vuelven a estar conectadas.

—¡Mentira! ¡Necia mentira! —Barjazid se volvió y abrió bruscamente una de las elevadas y arqueadas ventanas. Una ráfaga de aire frío penetró con tanta rapidez que Valentine, en el otro extremo de la sala, notó la frialdad casi al instante—. Las máquinas están vigiladas por las personas en que más confío. No por tu gente, sino por la mía, la que traje de Suvrael. Las mantendrán desconectadas hasta que yo dé la orden de conectarlas, y si el Monte del Castillo ennegrece y perece antes de dar la orden, que así sea, Valentine. ¡Que así sea! ¿Vas a consentir que suceda tal cosa?

—No sucederá.

—Sucederá —dijo Barjazid— si permaneces en el Castillo. Vete. Te daré un salvoconducto para bajar el Monte, y tendrás pasaje gratis hasta Zimroel. Actúa en las poblaciones occidentales, tal como hace un año, y olvida este absurdo de reclamar el trono. Yo soy lord Valentine, la Corona.

—Dominin…

—¡Me llamo lord Valentine! ¡Y tú eres el malabarista ambulante Valentine de Zimroel! Vete, vuelve a tu profesión.

—Es una gran tentación, Dominin —dijo despreocupadamente Valentine—. Disfruté actuando, quizá más que con cualquier otra cosa que haya hecho en mi vida. Sin embargo, el destino me exige que cargue con la responsabilidad de gobernar, a pesar de mis deseos personales. Bien. —Dio un paso hacia Barjazid, otro, otro—. Ven conmigo, salgamos a la antecámara para demostrar a los caballeros del Castillo que la rebelión ha concluido y que el mundo vuelve a su norma habitual.

—¡No te acerques!

—No pretendo hacerte daño, Dominin. En cierto sentido debo darte las gracias, porque he pasado por extraordinarias experiencias, cosas que seguramente no me habrían ocurrido nunca si no hubiera sido por…

—¡Atrás! ¡Ni un paso más! Valentine siguió avanzando.

—Y también estoy agradecido por que me hayas librado de esa fastidiosa cojera, que obstaculizaba ciertos placeres de…

—No des… un paso… más…

Apenas diez metros separaban a los dos hombres. Junto a Dominin Barjazid había una mesa con objetos típicos de un salón de justicia: tres pesados candeleros de bronce, un orbe imperial y un cetro. Tras proferir un sofocado grito de rabia, Barjazid agarró un candelabro con ambas manos y lo lanzó violentamente hacia la cabeza de Valentine. Pero éste se apartó resueltamente y con un perfecto gesto de la mano asió el enorme objeto de metal. Barjazid lanzó otro, y Valentine también lo cogió.

—Uno más —dijo Valentine—. ¡Permíteme que te muestre cómo se hace!

El rostro de Barjazid estaba lleno de ira. El usurpador estaba sofocado, siseaba y resoplaba a causa del enojo. El tercer candelabro voló hacia Valentine, que ya tenía los otros dos en movimiento, girando y pasando de una mano a otra, y no tuvo dificultad alguna para coger el tercero y añadirlo a la secuencia para formar una reluciente cascada ante él. Realizó su actuación alegremente, riendo, lanzando los candeleros cada vez a más altura. Qué maravillosa sensación volver a practicar, tacto y vista, vista y tacto…

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