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Robert Silverberg: El laberinto de Majipur

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“Lord Valentine’s Castle” fue publicada fraccionada en dos volúmenes en esta colección, “El Castillo de Lord Valentine” y “El Laberinto de Majipur”, si bien el editor las presentó como dos novelas independientes. El lector de “El castillo de Lord Valentine” dejó al protagonista convencido ya de su verdadera identidad: él era la Corona de Majipur aunque ni su cara ni su cuerpo fueran los que había tenido como tal. Decidido a recobrar el trono, el aventajado aprendiz de malabarista debe llegar al Monte del Castillo, montaña gigantesca salpicada de ciudades inmensas en cuya cima reina el impostor Barjacid. Pero el camino hacia el Castillo es un laberinto plagado de peligros. Valentine tendrá que convencer primero a su madre, La Dama de la Isla y del Sueño, y para ello deberá merecer ese honor, como cualquier peregrino que acude a la Isla, escalando Terraza tras Terraza. Y antes de llegar al castillo, Valentine habrá de pasar por la prueba más peligrosa: el verdadero Laberinto de Majipur, un mundo subterráneo de tortuosas cavernas donde casi nadie ha visto el sol y donde reside el Pontífice rodeado de su impresionante burocracia. Escenarios, personajes y monstruos fabulosos como los dragones marinos de hasta cien metros de longitud son los ingredientes principales de esta segunda parte de “El Castillo de Lord Valentine” al igual que lo eran en la primera, conformando eses mundo fantástico que tan merecida fama ha dado su creador, Robert Silverberg.

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—¿En algún sector en particular?

—Es difícil asegurarlo. La vitalidad de su enemigo es tal que irradia de todas las piedras del Castillo, y los ecos me confunden. Pero no continuaré confuso mucho tiempo, creo.

—¿Lord Valentine?

Un nuevo mensajero… y un rostro familiar: ásperas y pobladas cejas que se unían en el centro, mandíbula prominente, una sonrisa natural, confiada… Otra unidad del desvanecido pasado quedó encajada en el lugar correspondiente, porque aquel hombre era Tunigorn, el segundo mejor amigo de Valentine en su juventud, uno de los principales ministros del reino en la actualidad. Y ese hombre estaba mirando al extraño que había ante él con ojos brillantes y penetrantes, como si tratara de encontrar a Valentine detrás de la extrañeza. Shanamir le acompañaba.

—¡Tunigorn! —gritó Valentine.

—¡Mi señor! Elidath me ha dicho que estabas alterado, pero no podía imaginar que…

—¿Tan extraño soy para ti con esta cara? Tunigorn sonrió.

—Me costará un poco acostumbrarme, mi señor. Pero lo conseguiré con el tiempo. Te traigo buenas noticias.

—Volver a verte ya es bastante bueno.

—Pero lo que voy a decirte es mejor. Hemos localizado al traidor.

—Me han dicho ya tres veces en media hora que el Barjazid está en tres lugares distintos.

—No sé nada de esos informes. Nosotros lo hemos localizado.

—¿Dónde?

—Se ha encerrado en las cámaras interiores. El último que le vio fue su asistente personal, el viejo Kanzimar, leal hasta el fin, que le ha oído disparatar a causa del terror y ha comprendido que no había ninguna Corona ante él. Ha cerrado todas las habitaciones, desde el salón del trono hasta las estancias, y está solo allí.

—¡Buenas noticias, ciertamente! —Valentine miró a Deliamber y le dijo—: ¿Confirman la noticia sus poderes mágicos? Los tentáculos de Deliamber se agitaron.

—Percibo una presencia, desabrida y maligna, en ese edificio tan elevado.

—Las cámaras imperiales —dijo Valentine—. Excelente. Shanamir, informa a Sleet, Carabella, Zalzan Kavol y Lisamon.

Quiero que todos estén conmigo cuando nos acerquemos allí.

—¡Sí, mi señor! —Los ojos del muchacho fulguraban a causa de la excitación.

—¿Quiénes son esas personas que has nombrado? —dijo Tunigorn.

—Compañeros de viaje, viejo amigo. En mi época de exilio he llegado a quererlos mucho.

—En ese caso también yo los querré, mi señor. Sean quienes sean, las personas que tú amas son las personas que yo amo. —Tunigorn se apretó el manto—. ¿Y este frío? ¿Cuándo empezará a desaparecer? He sabido por Elidath que las máquinas climáticas…

—Sí.

—¿Y es posible repararlas?

—Elidath está allí. Quién sabe el daño que ha causado Barjazid. Pero tengamos fe en Elidath.

Valentine observó el palacio interior que se alzaba ante él. Entrecerró los ojos, como si de ese modo pudiera atravesar las nobles paredes de piedra y llegar a la asustada e insolente criatura que se ocultaba detrás.

—Este frío me produce gran dolor, Tunigorn —dijo sombríamente—. Pero el remedio está en manos del Divino… y de Elidath. Veamos si es posible sacar a ese insecto de su nido.

14

El momento del definitivo ajuste de cuentas con Dominin Barjazid ya estaba muy próximo. Valentine atravesó rápidamente los familiares y maravillosos lugares, adelante, hacia adentro y hacia arriba.

El edificio abovedado era el archivo de lord Prestimion, donde la gran Corona había fundado un museo de la historia de Majipur. Valentine sonrió al pensar que podía colocar sus mazas de malabarismo junto a la espada de lord Stiamot y la capa tachonada de joyas de lord Confalume. Allí estaba también, alzándose con asombroso empuje, la atalaya construida por lord Arioc, una construcción cenceña, frágil de aspecto, ciertamente extraña, tan indicativa de la gran rareza que Arioc perpetraría al hacerse cargo del pontificado. El doble atrio con un elevado estanque en el centro era la capilla de lord Kinniken, contigua al encantador salón de baldosas blancas que era la residencia de la Dama siempre que venía a visitar a su hijo. Y allí se veían los inclinados techos de vidrio que relucían a la luz de las estrellas, el invernadero de lord Confalume, el apreciado capricho personal de aquel pomposo monarca tan amante de la grandiosidad, un lugar donde había una colección de plantas procedentes de Majipur entero. Valentine suplicó que le fuera posible sobrevivir a esa noche de invernales ráfagas, porque ansiaba estar pronto entre las plantas, verlas con la experiencia que los viajes habían dado a sus ojos, y visitar de nuevo los prodigios que había visto en los bosques de Zimroel y en las costas de Stoienzar.

Hacia arriba…

Adelante, adelante, por un laberinto aparentemente interminable de pasillos, escaleras, galerías, túneles y construcciones anexas.

—¡Moriremos de viejos, no de frío, antes de que cojamos al Barjazid! —murmuró Valentine.

—Ya falta poco, mi señor —dijo Shanamir.

—No lo bastante poco para mi gusto.

—¿Cómo piensa castigar a ese hombre, mi señor? Valentine miró al muchacho.

—¿Castigarle? ¿Castigarle? ¿Qué castigo hay para lo que ha hecho? ¿Latigazos? ¿Tres días con mendrugos de estacha? También tendríamos que castigar al Steiche por habernos lanzado contra las rocas.

Shanamir estaba desconcertado.

—¿Ningún castigo?

—Ninguno, no de la forma que interpretas tú el castigo.

—¿Dejarle suelto para que haga más daño?

—No, eso tampoco —dijo Valentine—. Pero primero hay que atraparle, y luego hablaremos de lo que vamos a hacer con él.

Media hora más —pareció una eternidad— y Valentine llegó al corazón del Castillo, las amuralladas cámaras imperiales, que no era el recinto más viejo, ni mucho menos, pero sí el más sacrosanto. Las primeras Coronas habían instalado allí sus salas de gobierno, pero tales salas habían sido sustituidas hacía mucho tiempo por los salones, más elegantes e imponentes, de los grandes gobernantes del último milenio, y constituían una deslumbrante, palaciega sede del poder, apartadas del resto de enmarañadas complejidades del Castillo. Las más importantes ceremonias de estado tenían lugar en esas espléndidas cámaras de altas bóvedas. Pero en ese momento un ser solitario y miserable acechaba en el interior, detrás de las enormes y antiguas puertas, protegidas por pesados cerrojos de enorme tamaño y notable significado simbólico.

—Gas venenoso —dijo Lisamon—. Hay que meter un bote de gas venenoso y ese hombre se desplomará esté donde esté. Zalzan Kavol asintió con vehemencia.

—¡Sí! ¡Sí! Se desliza un tubo por las grietas… En Piliplok hay un gas que se usa para matar peces, iría muy bien para…

—No —dijo Valentine—. Hay que capturarle vivo.

—¿Es posible hacerlo, mi señor? —preguntó Carabella.

—Podríamos derribar las puertas —gruñó Zalzan Kavol.

—¿Destruir las puertas de lord Prestimion, cuya construcción duró treinta años, para sacar a un bribón de su escondite? —preguntó Tunigorn—. Mi señor, la idea del gas venenoso no me parece tan descabellada. No deberíamos perder tiempo…

—Debemos preocuparnos de no actuar como salvajes —dijo Valentine—. Nada de gas venenoso. —Cogió la mano de Sleet, y la de Carabella, y las levantó—. Vosotros sois malabaristas, tenéis rápidos dedos. Y tú también, Zalzan Kavol. ¿No tenéis experiencia en usar estos dedos para otras cosas?

—¿Forzar cerraduras, mi señor? —preguntó Sleet.

—Y cosas similares, sí. Hay numerosas entradas a estas cámaras, y quizá no todas están protegidas con cerrojos. Id por ahí, buscad un medio de cruzar las barreras. Y mientras vosotros hacéis eso, yo intentaré encontrar otro medio.

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