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Robert Silverberg: El laberinto de Majipur

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“Lord Valentine’s Castle” fue publicada fraccionada en dos volúmenes en esta colección, “El Castillo de Lord Valentine” y “El Laberinto de Majipur”, si bien el editor las presentó como dos novelas independientes. El lector de “El castillo de Lord Valentine” dejó al protagonista convencido ya de su verdadera identidad: él era la Corona de Majipur aunque ni su cara ni su cuerpo fueran los que había tenido como tal. Decidido a recobrar el trono, el aventajado aprendiz de malabarista debe llegar al Monte del Castillo, montaña gigantesca salpicada de ciudades inmensas en cuya cima reina el impostor Barjacid. Pero el camino hacia el Castillo es un laberinto plagado de peligros. Valentine tendrá que convencer primero a su madre, La Dama de la Isla y del Sueño, y para ello deberá merecer ese honor, como cualquier peregrino que acude a la Isla, escalando Terraza tras Terraza. Y antes de llegar al castillo, Valentine habrá de pasar por la prueba más peligrosa: el verdadero Laberinto de Majipur, un mundo subterráneo de tortuosas cavernas donde casi nadie ha visto el sol y donde reside el Pontífice rodeado de su impresionante burocracia. Escenarios, personajes y monstruos fabulosos como los dragones marinos de hasta cien metros de longitud son los ingredientes principales de esta segunda parte de “El Castillo de Lord Valentine” al igual que lo eran en la primera, conformando eses mundo fantástico que tan merecida fama ha dado su creador, Robert Silverberg.

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—Aún no estamos perdidos, mi señor. ¿Qué ciudad es ésa, la que está más arriba?

Valentine atisbo entre las abundantes sombras.

—Morpin Alta… la ciudad de la diversión, donde se celebran los juegos.

—Piense en los juegos que se celebrarán el mes que viene, mi señor, para celebrar su restauración. Valentine asintió.

—Sí —dijo sin ironía alguna—. Sí. Pensaré en los juegos del mes que viene, las risas, el vino, las flores de los árboles, el canto de los pájaros. ¿No hay forma de que esto vaya más aprisa, Deliamber?

—El coche flota —dijo el vroon—, pero no volará. Sea paciente. El Castillo está cerca.

—Horas, todavía —dijo hoscamente Valentine.

Se esforzó en recuperar su equilibrio anímico. Se acordó de Valentine el malabarista, ese inocente hombre joven enterrado en alguna parte de su interior, de pie en el estadio de Pidruid, reducido a nada más que vista y tacto, tacto y vista, para efectuar los ejercicios que acababa de aprender. Tranquilo, tranquilo, tranquilo, mantente en el centro de tu alma, recuerda que la vida es simplemente un juego, un viaje, una breve diversión, que una Corona se expone a que la engulla un dragón marino, a que la voltee un río, a que un grupo de mimos metamorfos se burlen de ella en un lluvioso bosque, y no pasa nada. Pero se trataba de un pobre consuelo. No era un problema de infortunios de un hombre, que a juicio del Divino eran muy triviales, aunque ese hombre hubiera sido rey. Millones y millones de vidas inocentes estaban en peligro, y una obra de espléndido arte, el Monte, tal vez única en el cosmos. Valentine contempló la inmensa extensión del cielo, cada vez más oscuro, donde, tal era su temor, pronto brillarían las estrellas en plena tarde. Estrellas, multitudes de mundos, y en todos esos mundos difícilmente habría algo comparable al Monte del Castillo y las Cincuenta Ciudades. ¿Y todo eso iba a perecer en una tarde?

—Morpin Alta —dijo Valentine—. Confiaba en que mi regreso a esta ciudad fuera más feliz.

—Calma —musito Deliamber—. Hoy pasamos sin detenernos. Otro día usted vendrá aquí gozosamente.

Sí. La reluciente, etérea telaraña que era Morpin Alta se alzaba a la vista a la derecha. Una ciudad hilada con filamentos de oro, o así había pensado muchas veces Valentine cuando siendo adolescente había contemplado los asombrosos edificios. En ese momento la miró y apartó rápidamente la mirada. Había quince kilómetros desde Morpin Alta hasta el perímetro del Castillo, un instante, un abrir y cerrar de ojos.

—¿Tiene algún nombre esta carretera? —preguntó Deliamber.

—La Gran Carretera de Calintane —replicó Valentine—. La he recorrido mil veces, Deliamber, para ir a la ciudad de la diversión. Los campos próximos están preparados para que siempre haya algo en flor todos los días del año, y siempre con agradables coloridos, los amarillos junto a los azules, los rojos lejos de los anaranjados, los blancos y los rosas en los bordes… Y mírelos ahora, fíjese en las flores que se ocultan de nosotros, que se doblan en sus tallos…

—Las plantarán otra vez, si es que el frío las destruye —dijo Deliamber—. Pero aún tenemos tiempo. Es posible que esas plantas no sean tan delicadas como usted cree.

—Siento su frío como si estuviera en mi piel.

Ya habían llegado a los sectores más altos del Monte del Castillo, a un punto tan elevado sobre los llanos de Alhanroel que parecía estar en otro mundo, o en una luna suspendida, sin movimiento, en el cielo de Majipur.

Todo concluía allí, en una fantástica pendiente de puntiagudos picos y escarpados peñascos. La cumbre apuntaba a las estrellas igual que cien lanzas, y en el centro de esas pétreas astas extrañamente delicadas se alzaba la curiosa, redondeada corcova del lugar más alto. Allí había fijado lord Stiamot su imperial residencia hacía ocho mil años, para celebrar el triunfo sobre los metamorfos, y allí mismo, a partir de entonces, Corona tras Corona habían conmemorado sus reinados añadiendo salas, edificios anexos, torres, almenajes y parapetos. El Castillo se extendía inconteniblemente en una superficie de miles de hectáreas, era una ciudad de por sí, un laberinto más enredado incluso que la guarida del Pontífice. Y el Castillo estaba enfrente.

Ya era de noche. El frío y despiadado esplendor de las estrellas brillaba en el cielo.

—El aire debe haber desaparecido —murmuró Valentine—. La muerte llegará pronto, ¿verdad?

—Se trata de una noche auténtica, no de la calamidad —respondió Deliamber—. Hemos viajado sin descanso durante el día entero, y usted ha perdido la noción del tiempo. Es tarde, Valentine.

—¿Y el aire?

—Está enfriándose. Está enrareciéndose. Pero no ha desaparecido.

—¿Y nos queda tiempo?

Doblaron la última increíble curva de la Gran Carretera de Calintane. Valentine recordaba bien el lugar: el recodo que con la brusquedad de un latigazo giraba en torno al cuello de la montaña y ofrecía a los atónitos viajeros la primera vista del Castillo.

Fue la primera vez que Valentine vio asombro en el semblante de Deliamber.

—¿Qué son esos edificios, Valentine? —dijo el mago con apagada voz.

—El Castillo —replicó Valentine.

El Castillo, sí. El Castillo de lord Malibor, el Castillo de lord Voriax, el Castillo de lord Valentine. Desde ningún punto se podía contemplar el conjunto de la estructura, ni siquiera una parte importante. Pero desde la cerrada curva, al menos, se divisaba un asombroso fragmento, un enorme montón de rocas y ladrillos que se levantaban nivel tras nivel, laberinto tras laberinto, una espiral interminable que danzaba sobre la cima de un modo deslumbrante, chispeando con el fulgor de un millón de luces.

Los temores de Valentine se disolvieron, su mórbido abatimiento desapareció. Estando en el Castillo de lord Valentine, lord Valentine no podía sentir pena. Había vuelto al hogar, y no tardaría en curar el daño, fuera el que fuera, que había sufrido el mundo.

La Gran Carretera de Calintane concluía en la Plaza de Dizimaule, delante del ala meridional del Castillo. Era un inmenso espacio abierto pavimentado con adoquines de cerámica verde, y tenía un estallido estelar de color dorado en el centro. Valentine se detuvo allí y descendió del coche para reunir a los oficiales.

Soplaba un viento frío, cortante, punzante y fuerte.

—¿Hay puertas? —dijo Carabella—. ¿Tendremos que cercarlo?

Valentine sonrió y sacudió la cabeza.

—No hay puertas. ¿Quién se atrevería a invadir el Castillo de la Corona? Basta con seguir avanzando y pasar el Arco de Dizimaule. Pero en cuanto estemos dentro, es posible que debamos enfrentarnos otra vez a tropas enemigas.

—Los guardianes del Castillo están bajo mi mando —dijo Elidath—. Hablaré con ellos.

—Excelente. Adelante, manteneos en contacto, confiad en el Divino. Por la mañana nos reuniremos para celebrar la victoria, os lo juro.

—¡Viva lord Valentine! —gritó Sleet.

—¡Viva! ¡Viva!

Valentine alzó los brazos, tanto para agradecer como para silenciar los vítores.

—Mañana lo celebraremos —dijo—. Esta noche debemos presentar batalla, ¡y ojalá sea la última!

13

¡Qué extraño era, pasar por fin bajo el Arco de Dizimaule, y ver la asombrosa miríada de esplendores del Castillo!

Siendo niño, Valentine jugó en aquellos bulevares y avenidas, se perdió en las maravillas de los pasadizos y corredores que se entrelazaban de un modo interminable, contempló con reverente temor los recios muros, las torres, los recintos, las bóvedas. Ya adulto, al servicio de su hermano lord Voriax, Valentine vivió en el interior del Castillo, cerca del Atrio de Pinitor, donde tenían su residencia los altos cargos, y más de una vez había paseado por el parapeto de lord Ossier, con su magnífica vista del salto de Morpin y las Ciudades Altas. Y siendo Corona, durante el breve tiempo que había ocupado las zonas más recónditas del Castillo, Valentine tocó con deleite las viejas piedras deterioradas por la intemperie del Torreón de Stiamot, caminó solo por la vasta y resonante cámara del salón del trono de Confalume, estudió las configuraciones de las estrellas desde el Observatorio de lord Kinniken, y meditó en los añadidos que él efectuaría en el Castillo en años próximos. Y ahora que volvía a estar allí, Valentine comprendió lo mucho que amaba aquel lugar, y no meramente porque fuera un símbolo del poder y la grandeza imperial que habían sido suyos, sino porque en esencia era la gran trama de las épocas, el tejido vivo y palpitante de la historia.

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