Pero Hissune había observado que parte de su irreverencia anterior iba suavizándose con el paso del tiempo. Cuando se tienen diez años y se ha vivido del ingenio en la calle desde los cinco o seis, es muy fácil burlarse del poder. Pero Hissune ya no tenía diez años y tampoco vagaba por las calles. Sus perspectivas eran más profundas, sabía que ser Corona de Majipur no era una tontería, no era una tarea fácil. Por ello, cuando miró al hombre rubio de anchos hombros y aspecto regio y apacible al mismo tiempo, el hombre que lucía la casaca verde y la túnica armiñada propia del segundo cargo más importante del mundo, y cuando consideró que aquel hombre, situado a menos de tres metros de él, era la Corona, lord Valentine, el que le había elegido entre todos los habitantes de Majipur para entrar a formar parte de su grupo de allegados esa noche, Hissune notó que algo similar a un escalofrío recorría su espalda y por fin tuvo que admitir que ese temblor era admiración: por la dignidad real y por la persona de lord Valentine, por la cadena misteriosa de circunstancias fortuitas que había llevado a un niño del Laberinto a tan augusta compañía.
Sorbió un poco de vino y notó que un calorcillo muy agradable inundaba su alma. ¿Qué importancia tenían los problemas de horas antes? Ya estaba allí y había sido bien recibido. ¡Que Vanimoon, Heulan y Ghisnet se murieran de envidia! Allí estaba él, entre los grandes, iniciando el ascenso hacia la cumbre del mundo, y pronto alcanzaría cotas en las que los Vanimoon de su infancia serían totalmente invisibles.
Al cabo de unos instantes, sin embargo, la sensación de bienestar le abandonó por completo y notó que había vuelto a caer en la confusión y el desmayo.
El primer contratiempo fue tan sólo un disparate, absurdo pero excusable, del que difícilmente podía culpársele. Sleet había subrayado la ansiedad evidente que reflejaban los delegados pontificios siempre que miraban hacia la mesa de la Corona: evidentemente temían que lord Valentine no se divirtiera lo bastante. E Hissune, radiante por los efectos del vino y muy feliz por estar al fin en el banquete, tuvo la osadía de hacer una observación espontánea.
—¡Con razón están preocupados! ¡Saben que han de causar buena impresión o les dejarán en la estacada en cuanto lord Valentine ascienda a Pontífice!
Hubo bocas abiertas por toda la mesa. Todos le miraron fijamente como si el joven hubiera pronunciado una blasfemia monstruosa… todos excepto la Corona, que apretó los labios igual que alguien que de improviso encuentra un sapo en la sopa y desvió la mirada.
—¿He dicho alguna tontería? —preguntó Hissune.
—¡Silencio! —musitó furiosamente Lisamon Hultin, y la gigantesca amazona le dio un brusco codazo en las costillas.
—¿No es cierto que lord Valentine acabará siendo Pontífice algún día? Y cuando eso suceda, ¿acaso no querrá tener colaboradores elegidos por él?
Lisamon le dio otro codazo, tan fuerte que estuvo a punto de hacerle caer de la silla. Sleet lanzó una mirada beligerante al joven.
—¡Ya basta! —musitó mordazmente Shanamir—. Vas de mal en peor.
Hissune meneó la cabeza.
—No entiendo nada —contestó, y su tono reflejó cierto enojo además de confusión.
—Te lo explicaré más tarde —dijo Shanamir.
—¿Pero qué he dicho? —inquirió el obstinado Hissune—. ¿Que lord Valentine será Pontífice algún día y que…?
—Lord Valentine no desea considerar la necesidad de ser Pontífice en estos momentos —repuso Shanamir con hielo en la voz—. En especial no desea hacerlo durante la cena. Es un tema prohibido en su presencia. ¿Lo entiendes ahora?
—Ah. Comprendo —dijo Hissune, apesadumbrado.
Tal era la vergüenza que sentía que pensó en esconderse debajo de la mesa. ¿Cómo iba él a saber que a la Corona le irritaba tener que ser Pontífice algún día? Era un hecho lógico, ¿no? Cuando moría el Pontífice, la Corona ocupaba su lugar automáticamente y nombraba Corona a otro hombre que también acabaría morando en el Laberinto. Ese método, el mismo método empleado durante milenios. Si tan poco le gustaba la idea de ser Pontífice, lord Valentine habría hecho mejor rechazando la Corona, pero era absurdo que cerrara los ojos a la ley de sucesión con la esperanza de verla abolida.
Aunque la Corona se había mantenido en frío silencio, era evidente que él, Hissune, le había causado gran descontento. Presentarse tarde, hacer el comentario más estúpido posible la primera vez que abría la boca… ¡Qué principio tan espantoso! ¿Podría enmendarlo alguna vez? Hissune siguió meditando en ello durante la actuación de unos malabaristas espantosos y durante los aburridos discursos que siguieron y se habría atormentado la noche entera de no haber acontecido algo mucho peor.
El turno de hablar correspondía a lord Valentine. Pero la Corona tenía un aire extrañamente distante y preocupado cuando se puso en pie. Era casi un sonámbulo, su mirada era esquiva y vaga, sus gestos, inciertos. Los comensales de la mesa principal empezaron a murmurar. Tras un terrible momento de silencio lord Valentine inició su discurso, aunque al parecer su forma de hablar era incorrecta y, además, muy confusa. ¿Estaba enfermo? ¿Ebrio? ¿Bajo el efecto repentino de un encantamiento maligno? A Hissune le preocupó verlo tan aturdido. El viejo Hornkast acababa de decir que la Corona no sólo gobernaba Majipur sino que además, hasta cierto punto, era Majipur: y allí estaba la Corona momentos después, tambaleante, incoherente, como al borde del desmayo…
Alguien debería cogerlo del brazo, pensó Hissune, y ayudarlo a sentarse antes de que caiga. Pero nadie se movió. Nadie osó hacerlo. Por favor, rogó en silencio Hissune mientras miraba a Sleet, a Tunigorn, a Ermanar. Impedidle que siga, alguno de vosotros. Impedidle que siga. Y todos siguieron inmóviles.
—¡Majestad! —chilló roncamente alguien.
Hissune se dio cuenta de que aquella voz le pertenecía. Y se lanzó hacia un lado para agarrar a la Corona antes de que cayera de bruces en el reluciente suelo de madera.
Éste es el sueño del Pontífice Tyeveras:
Aquí, en los dominios que habito ahora, nada tiene color, sonido o movimiento. Las alabandinas son negras, las frondas brillantes de los semotanes son blancas y del pájaro que no vuela brota un canto que nadie puede oír. Yazgo en un lecho de musgo elástico, blando y suave con la mirada fija en las gotas de lluvia que no caen. Cuando el viento sopla en el claro, ni una sola hoja se agita. El nombre de este lugar es muerte, las alabandinas y los semotanes están muertos, el pájaro está muerto y el viento y la lluvia están muertos. Y yo también estoy muerto.
Entran y me rodean.
—¿Eres Tyeveras, el que fue Corona de Majipur y Pontífice de Majipur? —me dicen.
—He muerto —respondo yo.
—¿Eres Tyeveras? —repiten.
—Soy Tyeveras muerto —digo—, el que fue vuestro rey y emperador. ¿Lo veis? No tengo color. ¿Lo veis? No hago ruido. Estoy muerto.
—No estás muerto.
—Aquí, en mi mano derecha, está lord Malibor, mi primera Corona. Está muerto, ¿verdad? Aquí, en mi mano izquierda, está lord Voriax, que fue mi segunda Corona. ¿Acaso no está muerto? Yazgo entre dos muertos. Yo también he muerto.
—Levántate y anda, Tyeveras que fue Corona. Tyeveras que es Pontífice.
—No estoy obligado a ello tengo una excusa, porque estoy muerto.
—Escucha nuestras voces.
—Vuestras voces no suenan.
—¡Escucha, Tyeveras, escucha, escucha, escucha!
—Las alabandinas están negras. El cielo es blanco. Estoy en el reino de la muerte.
—Levántate y anda, Emperador de Majipur.
—¿Quién eres?
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